miércoles, 1 de octubre de 2014

No hay nada mejor



Como conté por ahí, hice la primaria en Catamarca. En esos más o menos lejanos días de mi infancia (ando en la cincuentena, no soy Matusalén) por increíble que ahora parezca, entonces no había televisión en aquellas comarcas. (La televisión llegaría con el Mundial 78, cuando se puso una antena que retransmitía los canales de Córdoba).


Al no haber televisión, el entretenimiento era provisto por la radio, el cine y la lectura. La gente leía mucho y en todas las casas, incluso en las más humildes, había numerosos libros. La mía, claro, no era la excepción. Los vendedores itinerantes (los famosos viajantes) vendían colecciones enteras que se pagaban en cómodas cuotas, cumplidas las cuales, procedían a ofrecer ampliaciones de dichas colecciones.


Mi padre tenía una selección de libritos de tapa roja y azul, los rojos eran policiales y los azules, libros de literatura a secas, estilo Don Camilo o El viejo y el mar. Tanto los rojos como los azules me estaban vedados, eran de “adultos”. Mi tía Martina y mamá, que eran maestras, privilegiaban el material para sus clases, o sea enciclopedias como la Salvat que venía con el dibujo del átomo en la tapa, la Lo sé todo y diccionarios mamotréticos de diversa laya, que no me estaban vedados para nada, pero que tenían un tufillo a escuela que me apartaba. Mi tía Nelly tenía la colección de Libros del Mirasol, con algunos títulos aptos para todo público, pero que igual me vedaban por las dudas. Mi hermano tenía la casita Peuser, una biblioteca en forma de casita con volúmenes editados por Peuser tales como El capitán Blood, El último de los mohicanos, La cabaña del Tío Tom, Heidi y cosas así. Mi hermano no me dejaba ni acercarme, la casita era suya y solo suya. Pero cuando se vino a La Plata con papá y mamá, y yo me quedé en Catamarca con la tía Martina, le allané la casita y se los leí todos en menos de una semana. Yo tenía la colección Iridium en la que Chico Carlo, Moby Dick, Las tribulaciones de un chino en China se codeaban con ¿Hola, Luc?, aquí Martina, que me gustaba sobre todo porque la pequeña protagonista se llamaba como mi tía. Mamá y papá compartían los libros de Ediciones Selectas, nombre rimbombante si los hay. De tanto en tanto recibían un catálogo con resúmenes de los nuevos ejemplares, ellos elegían uno que pudiera interesarles a ambos, y al mes recibían el libro por correo. Lo leían los dos o uno, porque si el primero que lo tomaba descubría que era aburrido, se lo comentaba al otro y pasaba directo al anaquel. Allí había títulos tales como Cortez y Marina, El príncipe de los ladrones, Cagliostro, Las aventuras de Casanova, Lady L o Memorias de una princesa rusa, obviamente todos vedadísimos.


Una vez que hube leídos todos los libros permitidos (incluida la colección de leyendas, que hoy me fascinaría, pero que entonces me parecía el colmo del embole, porque invariablemente una linda indiecita terminaba mal o sea convertida en un animal, como la que no se podía bajar del árbol alto al que se había subido y lloraba, lloraba, tanto que terminaba convertida en el pájaro cacuy o la indiecita que se perdía y no podía volver a su poblado y de furia se transformaba en el yaguareté), empecé a husmear entre los vedados. Me pescaron y me dijeron que eligiera uno, se los mostrara y que ellos decidirían si me dejaban leerlo o no. Eso hice, aunque en casi todos los casos, la respuesta era negativa.


Se leía mucho, pero no por pretensión de “curtura” sino por puro placer. El símil que se me ocurre son las películas que uno ama de verdad, no las que decimos para quedar bien. En las que conviven los Bergman con los Jackie Chan, el primero porque sigue expresando como nadie la angustia de no saber por qué o para qué vivimos y lo que hay después; el segundo porque con sus cabriolas imposibles nos sigue mostrando la alegría y la poesía que hay en los disparates que podemos hacer con el cuerpo. Y así, entre los libros favoritos de mis mayores, los Graham Greene convivían con La leona de los dos mundos.


Me vine a hacer el secundario a La Plata, en las vacaciones de verano del primer año, me levantaron la veda, ya no había libros prohibidos. De los libritos rojos opté por Solteronas en peligro y Los zapatos del muerto, títulos que de más chico me resultaban evocadores de espantos. Me decepcionaron, eran más pedestres de lo que había imaginado. De las Ediciones Selectas seleccioné Lady L, porque ya había visto la película. Las memorias de una princesa rusa ya no estaba, no me importó, lo había leído. Pero el milagro se escondía en Los libros del Mirasol de mi tía Nelly. Ya se había casado y vivía en un departamento anexado a la casona de mi abuela materna, pero su pieza de soltera seguía intacta. En una biblioteca esquinera, de un solo estante, hecha a medida del cuarto, y que cubría dos paredes, habitaba dicha colección. Elegí La dramática vida de Antón Chejov de la ahora redescubierta Irene Nemirovsky, escritora francesa de destino más dramático que el de Antón, murió en un campo de concentración, (lo elegí más que nada porque el virus Chejov ya me había sido inoculado, hablaré sobre eso en otra ocasión), El halcón maltés de Dashiell Hammett, porque todavía no había visto la película y ya el Humphrey de Casablanca me había salvado la vida cuando mis nuevos compañeros de escuela se burlaron de mí y El largo adiós de Raymond Chandler, más que nada porque me había enterado que Humphrey había hecho de su detective, Philip Marlowe, en El sueño eterno. Y todo por lo que había andado Humphrey se volvía sagrado. Tanto me gustaron que pedí quedármelos, la tía accedió. Menos mal, porque si no se los hubiera robado. Todavía me acompañan.


Corte al presente. Ese primer Chandler me abrió una sed que el tiempo no apaga. No vuelvo al primer amor, yo vuelvo a Chandler. Los audiobooks o sea los libros parlantes o sea las grabaciones de alguien leyendo un libro me nefregan. Soy de la vieja escuela, si bien soy “auditivo”, soy de leer. Pero cuando descubrí que Elliott Gould había grabado audiobooks leyendo a Chandler, no me alcanzaban las manos y las teclas para hacerme con ellos.


Elliott Gould es una de mis debilidades. Algunas de las películas que más recuerdo son con él: Pequeños asesinatos, 1971, de Alan Arkin, El toque, 1971 de Ingmar Bergman, El largo adiós, 1973, de Robert Altman, La banda de la mala pata, 1976, de Mark Rydell y El socio del silencio, 1978, de Daryl Duke. Siempre me pareció uno de los actores más singularmente personales de lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood. La esmirriada delgadez de su juventud me remite a Humphrey y su voz baritonil me resulta una de las más bellas del cine. Para mi primer unipersonal en inglés, le robé el monólogo del cartero de Pequeños asesinatos y casi con seguridad, deben haberlo llamado para que leyera a Chandler porque fue Marlowe en El largo adiós.


¿Puede haber algo mejor que Elliott leyendo a Chandler? Para mí, no. Desde hace más de una semana, tengo a Gould en el teléfono hablando Chandler. Empecé con El sueño eterno (The big sleep). Son unas cuatro horas gloriosas. El inglés me ha dado algunas satisfacciones. Después de todo lo aprendí para saber qué dicen en las películas, cosa que he logrado. Y para leer o ahora escuchar a algunos de los autores que más me deslumbraron.


De modo que de no ser urgente, no me manden mensajes ni me llamen, si no quieren que los putee antes de atenderlos. El celular le pertenece a Gould y a Chandler. Ambos me mandan a un mundo desencantado, en el que por más cinismo que se tenga todavía es posible enamorarse y meter la pata. Otra vez. El mejor paraíso posible que podemos tener en este lado del misterio.

Gustavo Monteros

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