jueves, 23 de octubre de 2014

The scoundrel (El canalla)




Un cinéfilo es un coleccionista de recuerdos. O sea un memorioso portentoso, un enciclopedista procaz, un obsesivo promiscuo, un fanático pedestre. Alguien a quien habría que tratar psiquiátricamente de no haber “patías” más urgentes o peligrosas.


Lo peor que le puede pasar a un cinéfilo, su peor pesadilla, es que le hablen de una película que no vio, aunque caiga en su área de especialidad (los cinéfilos como los perros no son todos iguales, algunos son expertos en terror, otros en vaqueros e indios, aquellos en artes marciales, estos en musicales y así, hay quienes tienen intereses múltiples, el noir y el bélico, por ejemplo, pero no hay cinéfilos totales del mismo modo que no hay perro que tenga todas las virtudes caninas).


Procuro especializarme en la comedia clásica, el cine de los grandes maestros entre los años treinta y setenta del siglo pasado, el musical y el noir. Tengo mi máster en las carreras de Bogart y Belmondo, conozco mi Bergman, vi todos los Gene Kellys y los Fred Astaires existentes, mis Billy Wilders, mis Preston Sturges, mis Ernest Lubitschs y así. Soy más aficionado que experto en el espionaje y el film bélico de la segunda guerra. De chico me deliraba el western en todas sus variantes, pero esa pasión no sobrevivió a la adolescencia y perduró solo en los Sergio Leones y los Clint Eastwoods. Tengo mis ponencias sobre cine inglés, francés e italiano y sobre el cine argentino de todas las épocas, claro.


Pero cuando la frase de mi día es “No sé si suicidarme ahora o dentro de un rato”, lo que me salva la vida es el musical o las comedias clásicas. Entre estas, perseguí durante años a The scoundrel y por fin pude verla.


Me enteré que existía en el 75 o 76, por una crítica de Emilio Stevanovich en la revista 7 días a Uno a querer, el espectáculo que Carlos Perciavalle protagonizaba y que había coescrito con Hugo Sofovich. (Ni se les ocurra felicitarme por la precisión de mi memoria, la cinefilia es una enfermedad) Allí Stevanovich decía que la excusa para unir los monólogos se parecía a la trama de The scoundrel, vieja película con Noël Coward. Yo ya tenía mi Historia del cine sonoro americano de Homero Alsina Thevenet y me hice de más datos. Era una película de 1935 escrita y dirigida por Charles MacArthur y ¡Ben Hecht!, por la que ambos ganaron el Óscar al Mejor Guión Original. Ben Hecht ya era uno de mis ídolos, por ese entonces más que nada por Primera Plana, que ya había visto en teatro (con Javier Portales y Andrés Percivale) y en cine (con los inmensos Jack Lemmon y Walter Matthau, dirigidos por el supremo Billy Wilder). Ah, y Noël Coward ya era para mí ¡Noël Coward!


Creo que vi dos veces aquel espectáculo de Perciavalle, la primera en el Margarita Xirgu, con una compañera de teatro, que era sobrina de la representante de Perciavalle, fue en una primera función de un sábado, no pagamos, nos invitaron y nos sentaron en un palco que se reservaba para huéspedes sorpresas. Después la tía de mi compañera nos llevó a que saludáramos a Perciavalle, quien descansaba y se preparaba para la segunda función en un camarín en penumbras, pintado de negro o de azul oscuro. Fue amable con nosotros, que éramos casi unos niños. Bueno, yo apenas había terminado el secundario… La segunda vez, pagué, lo vi en el Ópera, aquí en La Plata.


En el primer cuadro, un actor desagradable como pocos manejaba un descapotable y moría en un accidente. En el segundo cuadro, San Pedro le decía que para entrar en el Cielo tenía que conseguir el testimonio positivo de al menos una persona. Desfilaban así varios personajes, entre los que figuraban El principito y La Gioconda, que nada bueno podían decir del actor. No recuerdo el final, pero creo que le daban otra oportunidad para mejorar su vida. El título reformulaba el de la novela de Migré de ese año, Dos a quererse. (Esos dos eran Thelma Biral y Claudio García Satur)


Deduje entonces, por la cita de Stevanovich, que The scoundrel trataba sobre un tipo medio sorete que moría y debía hallar o hacer algo para redimirse.


En el 79 la Cinemateca programó The scoundrel en ciclo de películas no estrenadas comercialmente en la Argentina en un par de funciones a las que no pude asistir porque me retenían actividades más grises como estudiar o trabajar.


El tiempo pasó y no me olvidé de The scoundrel. En tiempos más recientes, cuando la internet llegó a mi vida, la busqué sin suerte. Suelen rondar películas más cercanas en el tiempo. El año pasado la encontré, estaba online y vi el principio, debí interrumpirla para sentarme a traducir. La reservé para verla después, pero como la vida es una vorágine, recién ayer, a más de un año de haberla encontrado, pude verla.


Anthony Mallare (Noël Coward) es un editor de libros cínico y cruel. En la antesala de su oficina lo espera una corte de escritores de diversa laya que se intercambian agudas brillanteces. Entre ellos, silenciosa, está Cora Moore (Julie Haydon) poetisa joven e inédita, es la primera vez que va por allí, fue citada para una entrevista con Mallarme, quien es también un mujeriego hedonista. Al verla queda prendado de ella. Cora no anda sola por la vida y minutos más tarde, su novio, Paul Decker (Stanley Ridges) le propone casamiento. Ella lo rechaza amablemente para privilegiar una aventura con Mallare, quien al principio parece amarla, pero después comprobamos que no, que Cora fue solo una diversión pasajera, de ella le atraía su ingenuidad, su inocencia, y ahora que es otra mujer sofisticada de su entorno (él la transformó en eso aunque no se hace cargo) ya no le interesa. Cora lo maldice, le desea que ojalá muera y nadie lo llore. Más tarde, Mallare toma un avión para Bermuda, el avión cae al mar y él muere. A su fantasma le dan un mes para hallar a alguien que lamente de verdad  su muerte. No halla a nadie. Su única esperanza es Cora, a la que no puede encontrar, porque busca a Paul en los refugios de alcohólicos, para ocultarlo por un tiempo hasta que la orden de detención por un pequeño fraude se venza. Finalmente Cora encuentra a Paul y Mallare los halla a ambos. Mallare le pide perdón a Cora, quien se resiste a  perdonarlo. Paul le dispara a Mallare, no puede matarlo, claro, porque está muerto, pero el revólver funciona mal y una de la balas hiere al propio Paul. En algún lado suenan campanas de medianoche, a Mallare se le acabó el plazo, ruega entonces para que Cora y Paul puedan volver a ser como eran antes de que él apareciera en sus vidas. Es oído, Cora rejuvenece y Paul se cura de su herida. Cora llora de agradecimiento. Mallare pregunta conmovedoramente si esas lágrimas son para él. Cora asiente. Mallare ya puede descansar en  paz, alguien lo ha llorado.


Como vemos es un cuento moral, con una primera parte lozana como el primer día y un final melodramático, quizá pasado de moda (el Hollywood de hoy nos asesta finales peores), pero efectivo. No es casual que MacArthur y Hecht hayan elegido a Coward de protagonista. El guión está lleno de réplicas, retruécanos y epigramas que bien pudieron haber sido escritos por Coward. La agudeza y la brillantez están a la orden del día.


Hay también unos cuantos guiños y curiosidades. En el dormitorio para borrachos en el que Cora halla a Paul, dos de las camas aledañas a la Paul están ocupadas por los “extras” Charles MacArthur y Ben Hecht. Uno de los escritores de la antesala es Alexander Woollcott, escritor en la vida real que perteneció al círculo del Algonquin y famoso por la frase, muy circulada en internet, “Todo lo que me gusta es inmoral, ilegal o engorda”. Uno de los amores de Mallare es Rosita Moreno, quien ese mismo año, 1935, filmaría con Gardel Tango Bar y El día que me quieras. Y es el primer largometraje con Lionel Stander, aquí un joven y pesado poeta. Stander es quizá más recordado como el mayordomo de Los Hart (Robert Wagner, Stephanie Powers), pero para mí es el inolvidable representante de Liza Minnelli en New York, New York, que tiene con el gran De Niro una escena deliciosa.


¿Valió la pena esperar tanto para verla? Sí, cada segundo, de la espera y de la película. Puede que la gramática cinematográfica fuera entonces muy rudimentaria, pero la inteligencia que ponían en el armado de los personajes, de las situaciones, en la calidad de los diálogos hoy no se ve ni por milagro. En la comedia contemporánea se ha puesto de moda hablar rápido. Para disimular que no dicen nada gracioso ni estimulante. Aquí, Coward, rey de la relajación escénica y todo el elenco hablan con parsimonia, para que podamos solazarnos y participar vicariamente del ingenio y, para qué negarlo, de la genialidad.

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