viernes, 31 de mayo de 2013

El nuevo Bogart




En estos días Humphrey Bogart me sale hasta por las orejas, lo que no me disgusta en lo más mínimo, no, más bien me llena de placer.

El domingo 19, como ya conté, anduve recorriendo librerías de viejo por la calle Corrientes. En mi favorita no encontré nada en las bateas de los usados, y ya me iba cuando desde una mesa, unos libros de cine captaron mi atención. En sus portadas, Humphrey, Ava, James Dean y Audrey Hepburn me saludaban en radiantes fotos en blanco y negro.

Hojeo el de Humphrey. Es una especie de diccionario. Pertenece a una serie titulada De la A a la Z, todo sobre (en este caso, claro, el glorioso) Humphrey Bogart. Trae fotos, además de la filmografía completa, la lista de las obras de teatro y de los radioteatros que hizo. Estoy a punto de dejarlo cuando caigo en cuenta de que es ideal para leerlo en clase mientras los alumnos hacen los ejercicios, en los recreos, en las salas de profesores y en los colectivos. Las entradas son más o menos cortas y van desde ajedrez (el hombre jugaba muy bien) hasta zumo de naranjas rojas (con las que Humphrey preparaba unos cuantos tragos). Como todo libro de datos no es necesario leerlo cronológicamente, de acuerdo al tiempo que se tenga, se selecciona el tamaño de las entradas y se ocupa uno de aprehender la información.

Lo compro (también el de Ava Gardner). En casa lo forro para desalentar curiosidades y preservar la intimidad y lo guardo en la mochila junto al borrador, las tizas y demás herramientas profesionales. Ya en la primera clase descubro su utilidad, planteo un ejercicio sobre adjetivos posesivos que les insume su tiempo a los alumnos, primero deben comprender de quién se habla para determinar que adjetivo usar. Mientras lo hacen, yo me adentro en aspectos de la vida y obra de Humphrey. Hasta ahora no encuentro nada que no sepa, no es pedantería, tengo mi bibliografía de Bogart de lo más aprendida. El compilador es español, un tal Juan M Corral, y quiere  hacerse notar por su iconoclasia, dice, por ejemplo, que John Huston es un director del montón, que El halcón maltés es bien torpe y que su aplaudida planificación no es más que una copia de los encuadres de las historietas. Estas destemplanzas más que enojarme, me divierten. A veces disipo las dudas de los alumnos sin levantar la vista del libro, lo que estimula mis pensamientos paralelos y ejercita mi vapuleado cerebro y si debo abandonar el libro para zanjar un conflicto o atender un leve tumulto que puede derivar en motín, lo hago sin culpa ni resquemor, ya podré retomar el hilo de lo que  deletreaba, al no tener continuidad como un cuento o una novela, las interrupciones no son invasivas.

En casa termino la segunda novela policial de ciclo de Neal Carey por Don Winslow y no me adentro en la tercera, no, rebusco en la biblioteca y rescato del olvido el librito sobre Humphrey de David Thompson. Releo sus páginas antes de que me gane el sueño. El librito de Thompson, aunque es un estudio serio de la actuación y las películas de Humphrey, tiene el suspenso de un buen policial. Gradúa la información para que seamos conscientes de que el mito de Bogart ¡estuvo a punto de no existir! Sí, el hombre triunfó de grande y cuando ya desesperaba, cuando anestesiaba en alcohol la aceptación de ser un eterno segundón desaprovechado. Tantas fueron las piezas que debieron acomodarse para que el mito se diera, que uno termina creyendo en la existencia de un divino ser superior por más que se sea ateo hasta los tuétanos.
Y así paso estos días, estirando los dos libros para que me duren más, sin querer queriendo, porque siempre quiero, perdido en esta nueva e inesperada temporada Bogart. ¿Es necesario decir que de paso aprovecho y repaso sus películas? No creo, ya lo habrán adivinado.

viernes, 24 de mayo de 2013

Epifanía minúscula



Hay una actriz, cuya carrera seguí casi desde un principio… muy a mi pesar. Más que nada porque siempre estaba en proyectos que yo quería ver, lo que incentivaba que despotricara contra ella, la descalificara y maldijera su buena y mi mala suerte. Con el tiempo ella creció o yo aprendía a aceptarla. Ya no me disgustaba (tanto) verla y hasta le reconocía alguna que otra virtud.

El domingo, mientras hacía tiempo hasta que empezara la obra que había elegido ver, me dedicaba a mi deporte favorito: husmear en las librerías de viejo. Es natural que uno se encuentre con actores en la calle Corrientes, allí están algunos de sus lugares de trabajo: los teatros. La vi venir cuando salí de una librería. Llevaba un hermoso abrigo marrón claro, una gran cartera, rouge carmesí en los labios y su pelo lacio atado en una colita. Miraba hacia abajo, muy concentrada en sus pensamientos. (Ahora ensaya una obra ¡que yo quiero ver!) Me detengo a verla pasar. A unos metros de mí, levanta la mirada y veo sus ojos tristes enmarcados en negro. Mi reacción es espontánea, impulsiva, irremediable. Levanto mi mano derecha, uno el pulgar y el índice y hago el gesto de levantar un sombrero imaginario. Ella se sorprende, me sonríe, saca sus manos enguantadas de los bolsillos, las acerca a los labios y me sopla un beso.
Quedo feliz y atónito. Descubro que la quiero.

viernes, 17 de mayo de 2013

Vértigo



Comencé a estudiar inglés a los 12 años porque quería entender a Humphrey Bogart sin tener que depender de los subtítulos (¡témele a lo que deseas porque puede hacerse realidad!)

Cuando se estudia un idioma, bueno, en el estudio del inglés al menos, al progresar te dan como deber que leas unos readers, libritos abreviados y simplificados de alguna obra literaria (el primero que leí fue The prisoner of Zenda de Anthony Hope). Después te dan cuentos ya en versión original, sin nada de simplificaciones (el primero que me tocó fue The luncheon de Somerset Maugham) u obras de teatro (mi primera fue The glass menagerie de Tennessee Williams, que no me dio mucho trabajo porque ya la había visto representada). Y en algún momento se salta a una novela.  A mí el salto me tomó de sorpresa. Por entonces iba a un instituto, que es más impersonal que lecciones particulares, claro. Un día, después de una clase, la profesora me dijo que esperara, que me quería dar algo para leer, algo relacionado con el cine, aclaró. Mientras buscaba en su carterón, imaginé que sería la biografía de un actor o una actriz. La pobre ya me había aguantado más de una vez, yo con el cine fui un pesado siempre. No, era The Great Gatsby de Francis Scott Fitzgerald. Me vio cara de preocupación y me dijo que no tenía que leerla para comentarla en clase, sino que me la prestaba para que la leyera por placer. No me preocupaba comentarla sino tener que leerla hasta el final. En aquellos tiempos era un soldadito prusiano, libro que comenzaba, libro que terminaba y me imaginaba tardando una eternidad, buscando 5000 palabras por página en el diccionario. Era una edición de Penguin y Robert Redford y Mia Farrow estaban en la tapa, en la misma foto que acompaña este post.

En el colectivo de camino a casa, la hojeé. No es una novela larga y las letras eran bien grandes para que ocuparan más páginas y pareciera un libro más voluminoso. Esa noche, después de mirar televisión, había entonces cinco canales, el control remoto no existía, así que uno veía el programa favorito de tal o cual día y nos íbamos a dormir, más bien temprano, por falta de tentaciones que nos desvelaran, bueno, me acosté, acomodé la almohada, acerqué a la mesa de luz The advanced learner dictionary of current English y me dispuse a leer el famoso Gatsby. El temor de no entender o de desconocer muchas palabras me daba vértigo.

Pasé la dedicatoria y el Foreword sin mayores dificultades y arranqué con la novela en sí. Me enamoró el primer párrafo. Tanto que lo releí en voz alta y no avancé hasta que lo supe de memoria. Todavía me lo sé y cosa rara en mí, jamás lo usé en un espectáculo y miren que hice cabaret literario hasta el hartazgo (del público, a mí todavía me queda hambre). Al resto lo leí de un tirón aquella mágica noche de jueves. Gracias a Dios no me presentó muchas dificultades, tan sólo algún que otro viaje al diccionario. Me dormí de madrugada, borracho de belleza.
Lo leí otra vez antes de devolverlo y al poco tiempo me compré un ejemplar de la misma edición. Lo perdí en la facultad, después de releerlo para Literatura Norteamericana, lo presté y se olvidaron de devolvérmelo. No importa, por su inmensa hermosura y por lo que acabo de contar, será siempre uno de mis libros capitales.

viernes, 10 de mayo de 2013

Burt Lancaster no es ningún gringo viejo



El recuerdo de este hecho me vino a la memoria el día que escribí la reseña de Rigoletto en apuros para Crónicas de Cine.

Gringo viejo (1989) de Luis Puenzo, con guión de Aída Bortnik, sobre novela de Carlos Fuentes, fue en un principio un proyecto de Jane Fonda.

Carlos Fuentes con toda intención le alcanzó la novela a Jane, quién después de ver La historia oficial (1985) supuso que Puenzo era el director ideal para firmarla. Con Puenzo a bordo, el proyecto se motorizaba para su consecución. Puenzo llamó a Bortnik para que hiciera el guión y aseguró el rol del coronel Frutos García para Patricio Contreras, quien daría una actuación inolvidable.

La buena de Jane quería que el bueno de Burt Lancaster fuese el Gringo Viejo. Se sabe que los productores son, entre los hijos de puta, los reyes, los emperadores, la más rancia nobleza. Como buenos hijos de puta se cubren las espaldas, saben lo que son las puñaladas por atrás, porque viven dándolas. Con el cuento del seguro le pidieron a Burt que se hiciera chiquicientos estudios clínicos. Los análisis determinaron que Burt arrastraba unos cuantos males, todos estables, más producto de la edad que de una salud muy enclenque. Los productores les preguntaron a los médicos si podían garantizar que Burt Lancaster estuviera vivo durante los próximos tres años. Los facultativos contestaron que no podían asegurar ni que ellos mismos estuvieran vivos durante los próximos tres años, que gente muy joven podía morir de las complicaciones de un resfrío. A los productores, como buenos hijos de puta, no les gusta la sensatez ni que los sermoneen, así que sugirieron a Gregory Peck y lo sometieron a chiquicientos estudios clínicos. Finalmente los hijos de puta, perdón, los productores le bajaron el pulgar a Burt y optaron por Gregory, más que nada porque en el resumen de los análisis, Gregory tenía menos casilleros marcados que Burt. Y porque Gregory tenía mejor el corazón, el fisiológico, porque al otro los dos lo tenían perfecto.

No sé si Burt y Gregory eran amigos, pero que se respetaban era obvio. Calculo que Gregory se consoló diciéndose lo que decimos todos los que le quitamos el trabajo a otro involuntariamente: Si no acepto, llamarán a otro, no hay nada que yo pueda hacer. Como los dos eran tipos de una ética intachable, no les debe haber gustado nada verse envueltos en una disputa miserable. Después, cuando llegaron las biografías no autorizadas, los buitres debieron contentarse con si alguna vez se pasaron de tragos o con quién se acostaron y cuando, porque aunque buscaron hasta en las cloacas, no les encontraron ningún renuncio.

Burt se debe haber dicho: “Desde siempre los actores se mueren en mitad de los rodajes y Hollywood no se hace más pobre; si las escenas rodadas con el difunto son muchas, se cambia el guión; y si son pocas, se extiende el rodaje y se hacen de nuevo con el reemplazante”. Y como la sangre en el ojo no se le iba, decidió hacerles juicio a los hijos de puta, perdón, a los productores, por matarlo antes de tiempo.

Y Gregory fue el Gringo Viejo nomás y estuvo genial. El mejor elogio se lo dio una alumna mía de aquella época, entonces una niña, hoy una colega. Me contó que había ido a ver la película con la mamá. Yo no la había visto todavía y le pregunté si le había gustado. Me contestó: “Me encantó, y el viejito, no sé quién es, me mató de amor”. Yo, por supuesto, sabía. Son esos comentarios que sin querer te tiran encima una chorrera de años.

Burt ganó el juicio, pero fue una victoria pírrica. Agregó unos millones más a su herencia, pero se quedó sin un gran papel. Ironías de la vida, él, que con maquillaje se había agregado años para esas dos joyas de Luchino Visconti: El gatopardo y Grupo de familia, cuando podía de hacer de viejo sin maquillaje, le birlaban posibilidades de sacarle brillo a su talento. Como compensación hizo el mismo año del gringo viejo El campo de los sueños con el bueno de Kevin Costner, ahí Burt tenía un papelito que fue muy celebrado y después recordado.
Como espectador no sé a quién hubiera preferido para el gringo viejo, Gregory estuvo magnífico y Burt también lo hubiera estado, de otro modo, porque  otro era el modo que tenía de leer los personajes. En lo personal, si alguien me preguntara a quién prefiero más, la pregunta se equipararía en mi cabeza a la estupidez aquella de ¿a quién querés más, a tu mamá o a tu papá? En mi antología privada, hay tantos títulos de Gregory como de Burt. Amo a Gregory y amo a Burt. Lamento, sin embargo, que Burt pasara por la ignominia de que quisieran enterrarlo cuando todavía estaba de lo más vivito y coleando. Pero los hijos de puta no cambian. Así nacen y así mueren. Más tarde, porque los hijos de puta duran más.

viernes, 3 de mayo de 2013

Voluntarismo mágico



El martes 30 de abril sucedió algo, que de no ser grave, sería muy cómico. Se supone que, más allá de líneas editoriales, la principal función de los medios de comunicación es informar. Puede que esto ocurra en algunos lugares del mundo, pero desde hace años en este país es más raro que hallar esmeraldas incrustadas en un pizarrón. Empeñados en minar, a como dé lugar, el gobierno de Cristina K, incentivan, motorizan y exacerban los cacerolazos, por ejemplo, hasta la exasperación. Pero cuando se trata de reacciones contra acciones y medidas de sus amiguitos, se silba bajito y se mira para otro lado. El martes hubo una nutrida movilización en repudio al ataque policial metropolitano perpetrado contra pacientes y trabajadores del Hospital Borda que fue literalmente “invisibilizada” por los grandes medios. Cultivan no el realismo sino el “voluntarismo” mágico, que vendría a ser algo así como: Si no lo registramos, por ahí se borra de la realidad y deja de existir. Barrieron bajo la alfombra a unos cuantos miles de personas e hicieron de cuenta en que la noticia pasaba por… cha chan cha chan… ¡la entronización de Máxima! Después se desgarran las vestiduras, se llenan la boca con altisonantes palabras y se erigen en los “únicos” defensores de la libertad de prensa. ¡Andá, que te crea tu abuelita!

En la foto, lectoras y espectadoras de los grandes medios disfrutan la realidad a bordo del crucero Nube de Pedo.