viernes, 27 de marzo de 2015

Shelley Duvall o el triunfo de las feas



Hasta fines de los años sesenta, el mundo del cine era de las lindas, de las Avas, las Ingrids, las Lanas. Sí, estaban también Bette Davis, Barbara Stanwyck o Joan Crawford que eran de buen ver y bien maquilladas y mejor iluminadas hasta hacían de lindas deslumbrantes, pero ¿con el carácter que emanaban, quién en su sano juicio les negaría lo que ellas quisieran ser, lindas, feas o en el medio? A lo que voy, y no hay media biblioteca a favor y media en contra, sino toda una a favor, es que para ser estrella de cine en la época dorada había que ser bella, excepcionalmente bella.


La cuestión es que a fines de los sesenta, el cine se democratizó, y no es que las lindas cedieron el podio, sino que comenzaron a compartirlo con las feas. Quizá como una manera de exorcizar el mal momento, Ana María Picchio cuenta hasta el hartazgo su anécdota del primer día del rodaje de Breve cielo (David José Kohon, 1969). Llegó temprano al lugar de filmación y el director de fotografía le dijo que de ningún modo podía ser la protagonista, ya que era fea. Frase que le pegó fuerte a su amiga Soledad Silveyra, quien confesó también más de una vez que tardó en llegar al cine, porque lo creía un sitial reservado solo para las Garbos.


Como sea, Robert Altman que amaba a las mujeres, hermosas, feas o en el medio, convirtió en estrella a Shelley Duvall. De allí que a las primeras seis películas de Shelley las haya dirigido Altman. Entre esas seis, de dos es protagonista absoluta: Los delincuentes (Thieves like us, 1974) y Tres mujeres (1977). Después estaría en otros clásicos ineludibles como Annie Hall/Dos extraños amantes (Woody Allen, 1977) y El resplandor (Stanley Kubrick, 1980). También en el 80, Altman la convocaría para que fuera Olivia en ese Popeye, que a veces parece un error y otras, el mejor de los aciertos. Lecturas opuestas que admite una película cuando es así de personal y única. Bueno, la cuestión es que en esa película, cantó, porque era también una especie de musical. Y uno se olvidó, porque en el 80, uno quería otro Popeye y no ese.


Como sea, Shelley se retiró del cine (y hasta ahora no ha vuelto) en el 2002. Y en ese mismo año, mirá lo que son las casualidades, Paul Thomas Anderson le recuperaría un pedazo de su pasado y lo convertiría en un involuntario homenaje. Anderson presentó en ese año esa maravilla que se llama Punch-drunk love, conocido por estos pagos como Embriagado de amor, en la que un inhabitual, aunque siempre querible, Adam Sandler, a pesar de la oposición del gran Philip Seymour Hoffman, se queda con la chica que no es otra que la luminosa Emily Watson. Y el tema de amor era una canción de Harry Nilsson para Popeye cantada por Shelley Duvall, esa delicia llamada He needs me.


Hagamos ahora un paréntesis para contar que Shelley nunca la tuvo fácil. A pesar de su impar talento y de ser musa de los grandes, los popes de la crítica siempre la maltrataron y la hicieron blanco de sus pullas. Y los dadores de premios, aunque más de una vez no pudieron dejar de nominarla, cuando llegó el momento de la premiación, la ignoraron. Y unos y otros, cuando cantó en Popeye, lisa y llanamente se ensañaron. De ahí que el rescate de He needs me fuera un acto de justicia. Porque no se necesita ser un prodigio del bel canto para volverse insuperable, basta con haber puesto el corazón. 


viernes, 20 de marzo de 2015

¡Sí!

Esa es una cámara. ¿Nos estarán tomando una prueba? ¿Seremos los coprotagonistas de Angelina Jolie en su próximo film? ¿Compartiremos camarín? ¡O con Angelina o con nadie! (Bueno, Julia o Nicole también pueden ser...)

viernes, 13 de marzo de 2015

Ser Grant como Cary

Cuando sea viejo (o sea ya) me gustaría lucir así. (Lástima que para eso, antes tendría que haber lucido asi:)
Y... no es fácil ser Grant...

jueves, 5 de marzo de 2015

Basta de bodrios, ¡por favor!




Si uno ante la idea de ver una película, prefiere copiar La guerra y la paz sin saltearse una palabra, preparar empanadas para 3500 personas o limpiar entera una catedral con un cepillo de dientes, es que ha llegado la hora de tomar unas vacaciones del cine.


¡Nada cansa más que la temporada de premios estadounidense! Durante el año, Hollywood hace su negocio con mucho o poco arte (bah, cada vez con menos arte), pero a partir de noviembre nos condena a las películas que quieren sean reconocidas en las distintas premiaciones. Comienza entonces la sucesión de golpes arteros, solemnes, tediosos e irremediablemente mediocres que ellos creen o esperan vender como obras perdurables.


Verlas una tras otra, procurando rescatarles algo o entrever qué puede llegar a hacerlas merecedoras de alguna distinción, según el buen sentir de tal o cual productor,  es una tarea titánica que podría desalentar al mejor plantado de los mortales.


Tomemos el más renombrado de los premios hollywoodenses, o sea el mítico y cada vez más devaluado, Óscar; leamos la lista de las nominadas a Mejor Película y supongamos que hay que verlas una a continuación de la siguiente. Descartamos de movida El gran hotel Budapest de Wes Anderson, porque ya la vimos allá por abril y porque perduró hasta las premiaciones más por prepotencia de talento que por la nula especulación de sus productores. También tendríamos que descartar Boyhood (Momentos de una vida) de Richard Linklater, que también ya fue estrenada, más cercana a la temporada de premios porque se especuló con que algún que otro premio obtendría. No demos vueltas, digámoslo de frente, en nuestra modesta opinión es una de las películas más pretenciosas, vacías, tontas y aburridas con que nos hayamos topado. Linklater es un buen director que con Boyhood nos demuestra que tiene un gran problema de narcisismo, solo un incurable narcisismo megalomaníaco explica que semejante engendro bodrioso pase por película. ¿Y por qué llegó a los premios? Porque la estupidez es contagiosa y en la decadencia, la pretenciosidad también cotiza.


Nos queda entonces ver en sucesión: El francotirador de Clint Eastwood, Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) de Alejandro González Iñárritu, The Imitation Game (Descifrando Enigma) de Morten Tyldum, Selma de Ava DuVernay, La teoría del todo de James Marsh y Whiplash de Damien Chazelle.


Birdman y Whiplash son hasta casi saludables, exudan auténtico talento y pueden llegar a disfrutarse. Las otras son un dolor de cabeza, una pesadilla recurrente, un ataque de hemorroides que cuando se calma se trastoca en dolor de huevos. El machismo imperialista de El francotirador es agotador y enojoso por lo retrógrado. Descifrando Enigma (liberados de descubrirle alguna virtud) es más aburrido que vigilar una tortuga renga y con parálisis cerebral. La teoría del todo es ¡OTRO! elocuente canto a la superación de OTRA enfermedad terrible. Selma es tan insufriblemente mala que preocupa. ¿Hay acaso quienes confunden corrección política con logros?


Estos últimos cuatro bodrios tienen en común que se basan en personajes y hechos reales. Señores productores de Hollywood, se los pido de corazón, tengan piedad de nosotros ¡BASTA DE BIOPICS! Basarse en personajes y hechos reales no da automático prestigio, NO. Lawrence de Arabia hubiera sido una buena película aunque se basara en una NOVELA. Hablando de lo cual, hay en el mundo cuentos y novelas, salgan de los anaqueles de las biografías, créase o no, LA FICCIÓN ES BUENA. ¡BUENA!


Perdida, por ejemplo, es 10, 100, 1000 veces mejor película que esas cuatro y la dejaron al margen, ¿por qué?, quizá porque no era pretenciosa y sí, muy pero muy entretenida. Hollywood siempre será la señora que en la intimidad solo oye Armando Manzanero, pero que cuando le preguntan por su músico favorito responde… Verdi. Nada de malo hay en Manzanero y a veces hasta supera a Verdi. En el juego pre-coito sin ir más lejos.


Ver películas malas es el riesgo de amar el cine, pero verlas todas juntas, a la vez que se procura reconocerles virtudes que no tienen, no solo es descorazonador, es agobiante. Dan ganas de no ver una película más en toda la vida.


La decadencia del cine de Hollywood es innegable de tan tangible. Es un alud que pretende llevarnos puestos. ¿Cómo salvarse? Fácil. NO TOLEREMOS MÁS BODRIOS.