jueves, 23 de febrero de 2017

De fotos, amores y de lo que pudo haber sido


Si Yul Brynner, Gregory Peck, Charlton Heston, Stephen Boyd o Rock Hudson hubieran aceptado participar de la película, Yves Montand no hubiera estado, esto no hubiera pasado. Otras cosas habrían pasado, pero no lo que pasó. O tal como pasó.


El título provisorio del proyecto fue Billonario, porque trataba de un multimillonario que se infiltraba en los ensayos de un musical que lo ridiculizaba. Terminó por llamarse Let’s make love (Hagamos el amor), aunque por lo que pasó Let´s fall in love (Enamorémonos)  habría sido más apropiado. Era el año 1960. (Ah, aquí se lo conoció como La adorable pecadora)


Se filmó en Los Ángeles y se les alquiló a sus estrellas dos bungalows adyacentes para que se instalaran con comodidad. Él, Yves Montand, llego acompañado de su esposa, la célebre actriz francesa Simone Signoret. Ella, Marilyn Monroe, vino con su esposo, el no menos célebre dramaturgo Arthur Miller. Los cuatro congeniaron muy bien. Los franceses sin duda deben haber hablado con el dramaturgo de la película que hicieron en 1957 sobre su famosísima obra, Les sorcières de Salem, donde él había hecho de John Proctor y ella de Elizabeth, su esposa (la pérfida Abigail le había tocado en suerte a Mylène Demongeot), deben haber discutido las razones por las cuales el resto del mundo no respetó el título en inglés de la obra, The crucible (El crisol) y prefirió el más vendedor de Las brujas de Salem. No sé de qué hablarían con Marilyn. De la fama, supongo. De las desventajas de vivir en las tapas de los diarios, en el interior de las revistas, en las bocas de los escandalosos y escandalizables.


La filmación comenzó durante los primeros días de enero. Simone fue requerida en el viejo continente. Tenía que filmar Adua e le compagne del promisorio maestro Antonio Pietrangeli, que moriría demasiado pronto y no podría erigirse como maestro a secas. La película, entrañable como solo suelen serlo las películas italianas, trataba de cuatro prostitutas que deciden poner un restaurante cuando el prostíbulo donde trabajaban cierra, cosa que no será fácil porque a algunas personas no se les perdona el pasado.


Cuando Simone llegó a Roma, un periodista le preguntó qué opinaría si Marilyn se enamoraba de su Montand, a lo que ella alegremente respondió que revelaría tener el mismo e impecable buen gusto para los hombres que ella, que no en vano se había casado con él. ¿La alertó la tonta e ineludible pregunta? ¿Vio venir lo que sucedería? ¿O se concentró por completo en el trabajo? Un director, Lumet, creo, aunque pudo haber sido otro, dijo que Simone es tan concentrada y susceptible que si se la pone en una bañera vacía y se le dice que se está ahogando, a los minutos hay que llamar a una ambulancia. Como sea, según puede comprobarse en el resultado final de Ada y sus amigas, nada pareció apartarla de su personaje.


Mientras tanto en Los Ángeles, se producía otra despedida, Arthur Miller era requerido en Nueva York y debía dejar sola a su glamorosa esposa. Se fue con la certeza de que no lo extrañaría, el film era un musical, así que a las escenas de texto, que tanta inseguridad le daban a Marilyn, había que sumar los ensayos de canto y baile, que curiosamente le daban menos temor, además esta vez habría, sin dudas, menos tardanzas en aparecer por el set, menos berrinches ante cada coma que saliera mal, ni tragos secretos detrás de la escenografía, por dos razones muy importantes, la primera, público y crítica la habían aclamado por su trabajo anterior, hasta le habían dado un Globo de Oro como mejor actriz (bueno, no era para menos, hablamos de Some like it hot / Una Eva y dos Adanes) y segundo, la película que iniciaría era dirigida nada más ni nada menos que por George Cukor, famoso por lograr que sus actrices no solo se sintieran muy cómodas sino que lograran grandes actuaciones, tan instalado estaba este concepto, que le decían el director de actrices.


¿Cómo nace el amor? ¿Cuándo? ¿En qué preciso momento? ¿Por qué? Si lo supiera me haría rico. No solo habría develado uno de los grandes misterios que persiguen al hombre desde que dejó de ser simio, sino que al precisarlo, podría transformarlo en fórmula, en receta. Enamórese en cuatro pasos. Elucubraciones al margen, Marilyn Monreo e Yves Montand se enamoraron.


Y fue amor, no solo sexo y ternura, eso que se le dice romance, eso con lo que se disimula la lujuria calenturienta que se desfoga incontenible, no, fue amor. Y hay pruebas, hay un documental de la RAI, sabrá Dios por qué existe ese metraje, ¿formará parte del material publicitario de Adua e le compagne?, sea por lo que sea, se ve pasear a Simone e Yves, acompañados por Marilyn, alrededor de una inmensa pileta de natación, según parece se trataba de una pausa que se tomaba Simone de su film para visitar a su famoso marido, y no va que atestigua que se muere de amor por otra. Se ve a Simone e Yves charlar, Marilyn está en silencio, pero el cuerpo de Yves está pendiente del cuerpo de Marilyn. Si se quiere mostrar en una clase de psicología, de sociología, cómo puede verse el amor en acción, cómo se evidencia, qué cosas le hace a las personas, deberían pasar ese metraje. Si lo ven, no lo dudan, lo aseguran, lo aseveran, lo señalan con el dedo, dicen esos dos están enamorados y no lo pueden evitar, y la tercera persona lo sabe, o porque su marido se lo ha dicho, o porque se ha dado cuenta sola, que esas cosas, si no se es celoso o paranoico,  se adivinan, se registran. Simone, que era Aries, se debe haber dicho, lo que deba pasar, pasará, y se volvió a Italia. Le gustase como no, su marido se había enamorado de la mujer más soñada del mundo, ¿por un ratito?, ¿para siempre jamás?, mejor no hacer nada, no sea cosa que por este reclamo, este dolor, este despecho, logre que la moneda caiga del otro lado, del que no me beneficia.


Simone corría con ventaja. Su matrimonio con Yves era sólido de toda solidez, no solo compartían trabajos sino ideales, eran zurdos de toda zurdez, con viaje a la Unión Soviética incluido, su pasión política no los cegaría, sin embargo, criticarían los excesos, la tortura y la muerte, pero eso vendría después, ahora, entre lo que también compartían estaba la responsabilidad de ser padres de la hija que ella le había dado a su anterior marido, el director Yves Allégret, Catherine, la llamaron y había nacido en el 46, de modo que en el 60 desandaba los recovecos de la adolescencia, algo que nunca es fácil. Claro, nada de esto le daba la seguridad de que Yves volviera con ella, pero eran fundamentos firmes que le permitían decirse que quizá lo haría, más que sí que no.


Marilyn, se sabe, era enamoradiza. Muy. Ahora sabemos qué pasó la semana que escapó de la filmación de El príncipe y la corista en 1957. Por esa historia, y por otra, sabemos también que era la reina de los afecto-carenciados. No, la reina, perdón, la suprema emperatriz. Con Tony Curtis había sido otra cosa, una travesura, de repente, como quien no quiere la cosa, le excitó hacer el amor con un hombre disfrazado de mujer. No era culpa suya, era culpa del argumento o del director Billy Wilder. Yves era otra cosa,  casi su ideal. Inteligente, culto, como Miller, pero no tan frío, tan denso, tan complejo. Como sea, por lo que fuera, se había enamorado del francés y fantaseaba con quedarse con él.


La película se interrumpió entre el 7 de marzo y el 18 de abril por una huelga del sindicato de actores. Tiempo que Yves y Marilyn aprovecharon para retozar y jugar a que estaban casados y que el lindo y alquilado bungalow era el hogar.


Terminada la huelga, todo se aceleró, debían recuperar el tiempo perdido, en el vértigo de las cosas por hacer, él no cumplió con lo que ella le había pedido, se fue. No podía decirse que era una promesa rota, porque él nunca había dicho que se quedaría. No se encogió de hombros, aunque tampoco lloró un tanque de agua, algunos hombres se le iban. El que vendría a buscarla, el gran Miller, en algún momento también había sido su amor, el matrimonio que sostenían era más una sombra que un hecho, pero en algún momento también había significado mucho, ¿por qué no defenderlo? Aunque más no sea porque había escrito el guión de la película que haría a continuación, John Huston, quien la dirigiría, decía que le había armado un personaje hermoso, estaría con una leyenda del cine como Clark Gable  y habría también alguien tan o más conflictuado que ella, Montgomery Clift. Nadie sabría que sería la última película que completaría, porque habría otra, sí, pero de la que quedarían solo unas escenas. Pero no asistamos al velorio de Marilyn, todavía, que le queda mucho por vivir. (Sería sí, la última película de Clark Gable, tan profesional hasta el final, que tendría el ataque al corazón del que ya no saldría, el día siguiente de terminada la filmación, imposible superar ese profesionalismo, un auténtico soldado del cine)


Pero no demos por terminado un rodaje que aún no empezó. Volvamos, digamos que ido Yves, Marilyn se entregó por completo a la pre-producción de The Misfits / Los inadaptados. Y de la salida de una de las pruebas de vestuario son estas fotos que salieron a la luz y que cuentan otra historia, bah, las consecuencias de la historia que se conocía, la del amor con Montand que se supo siempre, no se ocultó, no fue como la de Tony Curtis, que se suponía entre sonrisas, pero no se sabía a ciencia cierta si había o no pasado, hasta que Tony confesó, cuando ya no tenía importancia, cuando ya no desvelaba a nadie.


Estas fotos se tomaron el 8 de julio de 1960. Las tomó Frieda Hull, una fanática, una groupie, más bien, porque la seguía a todos lados, junto con otras cinco, que por eso se denominaban The Monroe Six, bueno, en fin, Frieda alega que ella en particular llegó a ser amiga de Marilyn, y que por eso puede asegurar lo que asegura, que Marilyn, como puede verse con claridad en las fotos, estaba embarazada, y no de Miller, con quien prácticamente ya no tenía sexo, sino del francés, de Yves Montand.


Frieda Hull ya no está, para jurar que es cierto lo que se dice que dijo, no, murió la pobre, el que cuenta es Tony Michaels, el que compró las fotos de entre toda la colección de recuerdos de Hull, que fue vecino, amigo y compañero de tragos de Frieda, y las compró baratas, porque no dijo que revelaban un embarazo secreto, del que supo por Frieda.


Pero volvamos al pasado, otro ratito, que tenemos que dar cuenta de un hecho muy conocido, que puede ahora reinterpretarse.


El 6 de agosto de 1960, casi un mes después de que fueran tomadas estas fotos, Marilyn, que estaba en plena filmación de The Misfits, fue internada de urgencia y se temió por su vida. De la producción adujeron agotamiento, las revistas sensacionalistas hablaron de ingesta de pastillas para dormir, tranquilizarse o bajar de peso, no faltó quien dijo sobredosis de drogas, sea lo que fuere, el cuadro clínico jamás se divulgó, y el motivo por el que fue hospitalizada se perdió en los pantanos de las suposiciones. Ahora hay que agregar también entre las causas probables, un aborto. ¿Se interrumpió naturalmente como otros que tuvo o lo provocó para dar una última oportunidad a su matrimonio con Miller?


Entre los aspectos de su leyenda figura que siempre anheló tener hijos y no pudo. También se teme a lo que se anhela. ¿Acaso al ver que el embarazo progresaba con fuerza, se asustó y se hizo un aborto clandestino que casi le cuesta la vida? De haber nacido, este hubiera sido también el primero de Yves Montand, quien como dijimos no tuvo hijos con Simone Signoret, que lo dejaría solo en esta vida por mudarse a la eternidad en 1985, después, él, buscando descendencia o no, voluntariamente digo, en 1988 tendría a Valentín con su asistente Carole Amiel. Montand moriría en 1991. Desenterrarían su cuerpo el 11 de marzo de 1998 por la demanda de una mujer, que aseguraba que su hija tenía a Montand de padre, la prueba de ADN demostraría lo contrario.


Todo muere, el tiempo todo lo sepulta, menos las historias de amor.

Gustavo Monteros

jueves, 16 de febrero de 2017

Domingo de lluvia, matiné

Domingo de lluvia. Me dan ganas de que vuelva a haber una televisión de cinco canales. La multiplicidad de opciones a veces me paraliza. Tengo ganas de ver una película, pero no de elegirla, ni de entre mi abundante colección, ni de las que habitan la plataforma de contenidos, ni de las que están catalogadas en las páginas de descarga. No, quiero que sea vieja, como esas que daban siempre en las matinés de la televisión de mi infancia. Bah, quiero volver a mi infancia, aunque más no sea en el recuerdo de una película. Quiero también que esté doblada (salvo en las viejas que alguna vez vi de chico, odio el doblaje), que sea buena y que me guste. Voy al you tube y hago uso del par de atajos que me sé para llegar a las películas completas. Cuando estoy por perderme en la neurosis de qué o cuál, me digo, elegí una rápido o salí. Debe ser por eso que extraño la tele de mi infancia, con tan pocas opciones, uno veía lo que ponían así fuera una con Palito Ortega, que ya hubiéramos visto doscientas veces, y que terminábamos por disfrutar, e incluso a veces también descubríamos alguna maravilla que jamás se nos hubiera ocurrido ver, porque las de tal o cuál género no nos interesaban.


Me quedo entre El valle de la venganza, western con Burt Lancaster o Boda Real con Fred Astaire, curiosamente, ambas de 1951. Opto por Boda Real, que hace siglos que no veo completa, reveo sus números más emblemáticos a menudo, pero no toda la película.


Sí, Boda Real es la película en la que Fred Astaire desafía la gravedad y baila por las paredes y el techo, y también es esa en la que tiene a un perchero de compañero de baile. Es la segunda película que dirigió Stanley Donen y la primera para la que Alan Jay Lerner escribiría las letras y guión. La música es de Burton Lane.


(Stanley Donen había debutado en 1949 codirigiendo con Gene Kelly, On the town, maravilla con música de Leonard Bernstein,  y letras y libro de Adolph Green y Betty Comden, y era sobre las aventuras de tres marineros, Gene Kelly, Frank Sinatra y Jules Munshin, en su único día de licencia en Nueva York)


Alan Jay Lerner es uno de los padres del musical, tanto en cine como en teatro. En el mismo año de esta película, 1951, escribiría el guión, que ganaría el Óscar, de una peliculita que se llamó An American in Paris (por aquí, primero Sinfonía en París y después en los reestrenos, obvio, Un americano en París), una cosita de nada que dirigió un tal Vincente Minnelli para gloria de Gene Kelly, Leslie Caron, Oscar Levant, Georges Guétary y Nina Foch). Esto en cine, claro, y en 1956, en teatro, junto a Frederick Loewe en la música, escribiría letras y texto de un musical llamado My fair lady, que llegaría al cine en 1964. Y antes, también para el cine, en 1958, otra vez con Frederick Loewe, escribiría letras y guión de otra insignificancia dirigida por Vincente Minnelli, que se llamó Gigi, y por la que andaban Leslie Caron, Louis Jourdan, Maurice Chevalier, Hermione Gingold y Eva Gabor. Y para no apabullar con tantos datos, dejo de lado Brigadoon, Camelot, Paint your wagon/La leyenda de la ciudad sin nombre y El principito, todas junto a Frederick Loewe.


(Eso sí, Alan Jay Lerner volvería a trabajar con el músico Burton Lane en On a clear day you can see forever/En un día claro se ve hasta siempre que llegaría al cine dirigida por Vincente Minnelli con Barbra Streisand, Yves Montand y en una escenita, un chico que empezaba, un tal Jack Nicholson)


Pero volvamos a Royal Wedding, revitaliza un tema que estaba muy en boga por aquellos días: la boda real de Elizabeth II con el Príncipe Felipe de Edinburgo, ocurrida en el 47. Tom (Fred Astaire) y Ellen Bowen (Jane Powell) son dos hermanos que triunfan en Broadway. Nótese el guiño hacia la vida y carrera del propio Fred, su primera pareja, con la que triunfó en Nueva York y Londres, niños primero y jovencitos después, fue su hermana Adele, quien abandonaría el baile para casarse con un noble, cosa que también hará Ellen al final de la película.


Después de un fabuloso número inicial, ah, nótese que en todas las películas de Astaire, algo válido también en todas las películas de Gene Kelly, estas podían ir de obras maestras a bodrios certificados, parando en todas las estaciones intermedias, pero absolutamente todos, sin excepción, los números musicales no bajan de la excelencia.


Bueno, retomo, después del número inicial, Fred va a su camarín, donde lo espera su vestidor, y se hace evidente que esta comedia cumplirá con el precepto ineludible de las comedias clásicas, que las actuales olvidan con frecuencia: no tendrá personajes al divino botón, todos aportarán un color y sumarán sus características al desarrollo de los conflictos y la trama.


El vestidor introducirá el tema de la boda. Aparecerá el representante, Irving Klinger (el gran Keenan Wynn) que más tarde tendrá un hermano gemelo, Edgar Klinger, el mismo Wynn, of course, también representante pero en Londres, lo que le permitirá al guión y al actor jugar con acentos y modismos de habla de ambos lados del Atlántico. El contraste yanqui-inglés es un tópico muy usado en el humor, sin ir más lejos recuérdese Un yanqui en la corte del rey Arturo de Mark Twain o El fantasma de Canterville de Oscar Wilde). Irving les dirá a Ellen y Tom que los quieren en Londres.


Como estamos en una comedia, se pueden permitir que Ellen sea una coqueta a la que le gustan mucho los hombres, tanto que anda con dos o tres a la vez. Algo que no es visto como promiscuidad, sino como libertad e independencia. La levedad de la comedia permite superar las trabas morales o religiosas y abrazar el progresismo. Nótese que estamos en 1951, inicio de una de las décadas más rígidas en restricciones morales y por lo tanto sexuales (tema central de dos películas de Todd Haynes: Lejos del Paraiso, 2002 y Carol, 2015).


Durante el viaje en transatlántico, Ellen conocerá a la horma de su zapato, Lord John Brindale (Peter Lawford), otro conquistador serial, con el que, como ya dijimos, se casará al final. En el barco habrá dos números sensacionales, el del perchero que ya mencionamos, y otro de Astaire y Powell en una función de gala procurando sobrellevar su baile en un mar picado que les inclina el piso para un lado y otro, sencillamente desopilante.


En Londres, Tom, o sea Astaire, conocerá a Anne (Sarah Churchill) quien se convertirá en su nueva pareja de baile y de vida, previo superar temores al compromiso y otras modernidades. Cerca del final habrá metraje de la boda de Elizabeth, algo que aumentaba el atractivo de la película, recuérdese que la televisión no era universal por entonces, y que esas cosas solo se veían en los noticieros que precedían la proyección de las películas.


Las canciones de Alan Jay Lerner y Burton Lane son muy bellas y ocurrentes, en lo personal disfruto mucho I left my hat in Haiti. Y si bien Powell canta solo dos canciones, placenteras y melodiosas, me costó esta vez soportarla, porque no recordaba que era una soprano, y no estaba en vena para esa tesitura, mi culpa, no de la pobre Jane.


Ah, por entonces Fred tenía 52 años, había nacido en 1899. Se retiraría de los musicales en 1957 con Silk Stocking / Medias de seda / La bella de Moscú, participaría, claro en películas no musicales como actor a secas, lo haría tan bien que obtendría varias nominaciones para premios, volvería al musical en 1968 en la primera gran producción para un estudio importante que dirigiría Francis Ford Coppola, pero esa es una historia de la que hablaremos en otro momento.


Terminada la película, me tomé un café, contento y satisfecho. La lluvia persistía tiñendo todo de gris, menos a mi ánimo que refulgía de tecnicolor.


Gustavo Monteros

Royal Wedding - Version Restaurada en Español

jueves, 9 de febrero de 2017

Sobre el destino de algunas películas


Las películas tienen también su suerte y verdad. Algunas son entronizadas en altares que no merecen y otras son arrastradas por ignominias que tampoco merecen.


Y los críticos, esas criaturas caprichosas e individualistas, a las que la ausencia de grandes maestros ha vuelto inútiles, por raro que parezca también se masifican. Y así valoran en hordas films insustanciales y desprecian en cohortes films que deberían apreciar.


En esta temporada de premios, hay ejemplos de tal y cual naturaleza.


Hasta el último hombre (Hacksaw Ridge, 2016) de Mel Gibson no es tan buena como la cantidad de premios y nominaciones que le endilgaron nos haría suponer que es. Ni Aliados (Allied, 2016) de Robert Zemeckis es tan mala como la catarata de malas críticas nos haría suponer que es.


Mel Gibson, el director, debutó bien y discretamente con El hombre sin rostro, allá por el 93. Trepó a la excelencia con la epopéyica Braveheart/Corazón valiente. Se recibió de autor con la polémica La pasión de Cristo, 2004 y ratificó su calidad autoral con la grandiosa Apocalypto, 2006. Y durante 10 años enfrentó las consecuencias de un brote psicótico, por drogas o alcohol, que lo llevaron a insultar homosexuales y judíos. Y ahora, no perdonado del todo, a pesar de públicos y privados actos de contrición, regresa al beneplácito crítico.


Los críticos en realidad se sienten culpables por las burlas que le prodigaron a su Braveheart/Corazón valiente. Con sus otras obras no actuaron con saña. Pero año tras año incluyeron a Braveheart entre las películas que bajo ningún concepto merecían haber ganado un Óscar. No tomaban en cuenta el amor que un público fiel, entre el que me cuento, le tomó desde su estreno a esta película de valientes que no se rinden y que llevan con orgullos los colores de lo que les tocó en suerte. Ni tampoco que las sucesivas repeticiones en el cable los enfrentaría a su craso error de juicio. Por donde se la mirara, era una buena película. Su único pecado era pertenecer con claridad a un género, el de la épica. Sus supuestos excesos, si se los perfilan dentro del género, dejan de ser excesos.


¿Será por eso que ahora ven con demasiada indulgencia a Hasta el último hombre y no se percatan de sus altibajos? El film cuenta la historia de Desmond Doss, un paramédico que participó en la batalla de Okinawa, en el Pacífico Sur duranta la Segunda Guerra Mundial y que por sus heroicas acciones de rescate fue el primer objetor de conciencia en recibir una medalla de honor. 


Ahora bien, el personaje del padre del protagonista no cierra por la voluntad de sus autores de no ser duros con él. El juicio sumario al que se somete al héroe culmina en un absurdo, la respuesta que les llega por carta es tan obvia que el tribunal tendría que saberla. La insistencia en castigarlo por ser objetor de consciencia es pueril. Quizá haya sido así en la realidad, como casi todas las películas  actuales, se basa en hechos reales, pero está mal contada. La ficción y la realidad no tienen los mismos parámetros. La realidad puede ser ilógica si lo prefiere. La ficción debe lucir posible… siempre. Los creadores pasaron del “Se non è vero, è ben trovato” al “verdadero, pero mal contado”. Volviendo a nuestro tema, ¿los críticos compensan con la glorificación de una película despareja el vilipendio pasado? Sabrán ellos.


Robert Zemeckis es un maestro, así nomás, lisa y llanamente. Su obra justifica la corona de laureles: I wanna hold your hand/Locos por ellos, 1978, Autos usados, 1980, Romancing the Stone/Tras la esmeralda perdida, 1984, la trilogía de Volver al futuro, 1985-1990, ¿Quién engañó a Roger Rabbit?, 1988, La muerte le sienta bien, 1992, Forrest Gump, 1994, Contacto, 1997. Y la cuesta abajo a partir del 2000, con una mala Revelaciones/What lies beneath y otra supuestamente buena, del mismo año, Náufrago, a la que no evalúo porque siempre la vi por partes. Sus experimentos con la animación El expreso polar, 2004, Beowulf, 2007, Los fantasmas de Scrooge/A Christmas Carol, 2009, y su regreso al cine con actores de carne y hueso, las muy desparejas El vuelo, 2012 y En la cuerda floja/The walk, 2015.


Y ahora Aliados con el que le perdieron todo respeto. Con absoluta injusticia. No es una película plenamente lograda, pero dista mucho de ser el bodrio que dijeron que era. Comienza con una revisita a la Casablanca en los tiempos y circunstancias de la película mítica de Bogart-Bergman. La pareja central son dos espías, él, canadiense, ella, francesa. Concluida la misión, recalan en la Londres del Blitz, donde surgirá la sombra de una sospecha atroz. Como es de esperarse, la reconstrucción de época es impecable y el vestuario de una soberbia belleza (la única nominación para un Óscar, Joanna Johnston, Mejor Diseño de Vestuario, repite nominación en los BAFTA). La inmensa Marion Cotillard hace otro lujoso despliegue de talento, se permite incluso un par de escenas que se volverán antológicas. El guión de Steven Knight (Negocios entrañables, Stephen Frears, 2002, Himno de Libertad, Michael Apted, 2006, Promesas del Este, David Cronenberg, 2007, Redemption, Steven Knight, 2013, Locke, Steven Knight, 2013, Un viaje de diez metros, Lasse Hallström, 2014, Una buena receta/Burnt, 2015) está a la altura de sus antecedentes, que como se ve no son pocos y no menos excelentes. Para no spoilear diré lo justo, juega con una de las posibilidades de la resolución de la intriga que plantea, y la cumple, claro, se puede decir que uno, entrenado, léase pervertido, por tantas películas, espera la otra, que, bueno, esta vez no se da.


El problema mayor reside en Brad Pitt. Cotillard puede dar clases de actuación, pero sin referente, no puede construir una relación, algo que toda película o actuación necesitan. Algo que actores menospreciados como Omar Sharif o el gran Hugh Grant supieron y saben desde siempre, la coprotagonista es sagrada y se la defiende a muerte. En Netflix pusieron en estos días el clásico Funny girl, Barbra Streisand sigue magnífica como el primer día como Fanny Brice, pero si Sharif no se hubiera tomado la molestia de quererla, no habría pasado a la historia, habría quedado en puros fuegos artificiales. Algo parecido dije respecto a Florence, Meryl Streep hace su inolvidable festival de histrionismo, pero sin el entorno que provee Hugh Grant habría sido un show tan carismático como vacío. Parece fácil ser el galán, no lo es. No se trata de ser solo apuesto, hay que comprometerse. Atreverse a armar una relación, como en la vida. Una piedra preciosa, sin un engarce es un incordio que se pierde en el cajón, dentro de un engarce es una joya. Las actrices fabulosas son piedras preciosas que necesitan un engarce.


Brad Pitt no me parece un buen actor, creo que es un chico lindo que tuvo la suerte de cruzarse con un director Ridley Scott que supo iluminarlo para justificar el error de Thelma (Geena Davis) en la ahora mítica Thelma y Louise, 1991. Este breve papel consagró por fin a Pitt, que venía insistiendo sin suerte, y lo catapultó no al estrellato sino al súper-estrellato. Pero a mí nunca me vendió nada, me parece de mediano talento para abajo, para no desvalorizarlo del todo suelo analizarlo técnicamente y en líneas generales no hallo nada muy destacable, a veces está menos peor que otras veces.


Pero en esta oportunidad, para escándalo de mis amigos, habituados a oírme despotricar contra él, haré una salvedad. Actuar es un hecho vivo, perdónenme la obviedad por un segundo. Hay que poner el cuerpo y a veces las circunstancias de la vida no pueden dejarse de lado, invaden, no pueden controlarse. Cuando se es una híper-estrella, los contratos se firman con mucha antelación. Aquí Brad Pitt luce más profesional que nunca, con la letra aprendida, haciendo grandes esfuerzos porque no se le noten las consecuencias de su publicitado divorcio de Angelina Jolie. Está en escena y no está. Su cuerpo está, pero su cabeza y su sensibilidad andan por otro lado. No puedo juzgarlo porque no puede hacer otra cosa, salvo lo que le sale, lo que le queda del oficio de actuar. Analizarlo sería una crueldad.



Aliados será eventualmente redescubierta y valorada por lo que es, una buena película, entretenida, con una excelente actuación de su protagonista femenina. Ninguna obra maestra, pero muy atendible (aunque más no sea porque es la película en que Brad Pitt aparece, pero no está).