viernes, 27 de diciembre de 2013

La misma historia




Cambia todo cambia, dice la canción y uno asiente, más por ganas que por convicción. Quizá todo cambie, pero lenta, lenta, lentamente. Estamos en el siglo XXI, tenemos familias ensambladas, monoparentales, homoparentales, consensuales y claro, las tradicionales, pero a la hora de publicitar las benditas fiestas, solo se promueve el modelo tradicional estilo 1950, con el abuelo patriarcal y la imposición de la alegría fascista con arbolitos con bolas, papás noeles de gorros de piel en plena alerta roja, roja y no naranja o amarilla para estar a tono con el vestuario del gordo barbudo, estilo festivo que obliga a que casi todo el mundo se ponga en pedo para poder soportarlo.



En el obligado Facebook superamos el millón de amigos, que ambicionaba Roberto Carlos, los que nos oponemos al uso de la pirotecnia. Y llegan las 12 y hasta casi las 2, se desata en la ciudad el sitio de Stalingrado. Vivimos en un país con un altísimo número de perros por habitante y sin embargo por tirar un puto cuete más, a nadie le importa si quedan de tan aterrorizados al borde del ataque cardíaco.



Un policía pierde el control y balea a un pobre tipo que protestaba por el corte de luz, quien después muere. Dos vidas truncadas por usar la misma herramienta para protestar: el corte de calles, molestia que a todos incomoda. Cuando son otros los que lo hacen, puteamos, pero cuando nos toca protestar ¿qué hacemos? ¡cortar las calles!  Con lo imaginativos que somos para las puteadas, las avivadas, ¿no se nos ocurre otro tipo de protesta? No sé, ponernos en bolas, pintarnos de verde, hacer break dance, o lo más lógico para los cortes de luz: agarrar toda la comida que se nos pudrió y depositarla en las entradas a las oficinas de las distribuidoras de electricidad más cercanas o averiguar donde viven los gerentes y tirarles huevos podridos a las paredes de sus casas. No sé, me parece más efectivo que cortar por enésima vez una calle para fastidiar a quien nada tiene que ver con conflicto y que por supuesto nada pero nada puede hacer para solucionarlo.
 

Arranco con una canción, termino con una canción. Y el mundo gira, gira y gira, canta Liza Minnelli en una interpretación tan magistral que uno adhiere a su dolor de que todo seguirá igual. Bien, uno adhiere emocionalmente aunque intelectualmente uno espera que no sea así. No perdamos las esperanzas, después de todo hasta ella aprende en la misma película (New York, New York) y deja plantado al mejor DeNiro, todavía apuesto, joven y pujante, porque sabe que no le deparará más que sufrimientos. ¿Ven? Se aprende. Lástima que sea tan a la larga, larga, larga y tan lenta, lenta, lentamente.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Queremos tanto a Tom


Tom es un “natural” (pronúnciese en inglés porque me refiero a la palabra de origen latino adoptada por el idioma anglosajón), es decir tiene un talento genuino, innato. Conjuga el verbo actuar con la naturalidad con que el pez nada, el pájaro canta o la noche sigue al día. Como nuestro Darín hace cosas dificilísimas con la fluidez del río. Jamás (ni en su actuación más armada, la de Filadelfia hasta la fecha) alarga una pausa o un gesto para comunicar: “Ven lo bien que actúo, lo genial que soy”, según el ejemplo de otros grandes que subrayan su pericia en el juego, tales como DeNiro, Pacino, Nicholson, Hoffman. Él no. Eso hace que uno, por ejemplo, después de ver The green mile / Milagros inesperados, se detenga en y se deslumbre por los demás integrantes del elenco y dé su talento por descontado, por tan establecido que ya no es necesario destacarlo. Es que con él, uno se siente cómodo, su talento es muy amigable. Por suerte no ha sido ignorado, ha ganado premios y es nominado con frecuencia para otros. Aunque cuando nos preguntan quiénes en nuestra opinión son los mejores actores contemporáneos, repetimos los apellidos antes mencionados y nos olvidamos de él. Pero si nos preguntan quiénes son los actores más entrañables del cine actual, su nombre figura entre los primeros. Creo que no es una mala conclusión, es más querido que admirado.

Y él cultiva esa mística. El año pasado debutó en Broadway; allí al lado de los grandes teatros hay callejones que sirven como salida de incendios y como la mítica entrada de artistas; después de la función uno puede esperar contra unas vallas y obtener autógrafos y fotos de los artistas; para acceder a ese espacio hay que mostrar la entrada para la función del día, los que presenciaron el espectáculo y son gustosos van, y los que no fueron a la obra por no poder pagar la entrada (más o menos onerosa) manguean los tickets usados a los que no tienen interés de foto o autógrafo. Normalmente, sin importar la estación, el público espera entre 40 minutos y una hora y algo a que las estrellas salgan. Tom sorprendió desde la primerísima función, como era invierno y hacían temperaturas bajo cero, no bien recibía el aplauso final, bajaba del escenario, se desmaquillaba y se cambiaba rápido para salir a dar autógrafos y aparecer en las fotos. Sus compañeros se reían porque había noches en que llegaba antes que el público.

Todo este ditirambo sobre el bueno de Tom viene a cuento porque acabo de ver la película por la que está nominado para los Globos de Oro: El capitán Phillips. Es un buen film de Peter Greengrass sobre el capitán de un barco carguero que termina secuestrado por unos piratas somalíes. Hay unas cuantas escenas antológicas en las que Tom pule su talento con la ya habitual naturalidad y modestia, pero que al desarmarlas uno comprende lo difíciles que hubieran sido para cualquier actor, menos para Tom, claro, que las hace como si se rascara una comezón.

En el cuento de Cortázar del que parafraseo el título: Queremos tanto a Glenda, los fanáticos de Glenda (presumiblemente Jackson) terminaban por eliminar a la estrella para que se acabaran los debates sobre cuál era su mejor trabajo y ponerla a salvo además de elegir proyectos que no estuvieran a su altura. Eso jamás podría pasar con Tom, porque al contrario de Glenda no hace alarde de su genialidad ni desata idolatrías, eso lo pone a resguardo de soberbias inconducentes y lo devuelve incluso más entrañable.

sábado, 14 de diciembre de 2013

D. H. Lawrence en el Salón Dorado


Viernes 13 de diciembre de 2013
Me despierta la inclemente luz del día. Son apenas las 6. El reloj está puesto a las 8. Intento volver a dormir. Al rato sé que no lo lograré y me levanto. Me aqueja una buena resaca. Anoche, a pesar del cansancio y de deletrear una aburridísima novela policial que proclama a los gritos que el culpable es el marido, no conciliaba el sueño y abusé del whisky. No, no me duele la cabeza (sólo el champán me da jaqueca), ni tengo náuseas (siempre estoy bien comido), pero el mareo, la debilidad de las piernas y los brazos, la pastosidad de la boca, el algodón en el cerebro son síntomas ineludibles. Ruego que haya café en el termo, poner la cafetera se me antoja una empresa titánica. Sí, hay. Le doy un golpe de microondas ya que está tibio. Agarro la botella de dos litros de agua mineral (tomar agua de la canilla en verano es suicida) y me conmino a tomarla toda para eliminar las toxinas. Perrito se pone a mis pies y con los ojos me dice: ¿Por qué carajo tuvimos que levantarnos de la cama? Él podría haber seguido durmiendo, pero lo pierde la curiosidad más que el compañerismo, no sea cosa que haga o coma algo sin que él lo sepa. Prendo la computadora y leo los diarios. Arranco con La Nación, diario garca de todo garquismo. Esta semana exprimió la crisis policial hasta la última gota. Aquietado el vendaval, la emprende ahora con el fiscal Campagnoli. Después de leer la segunda nota, no me decido si a canonizarlo o a llevarlo al bronce por prohombre de la patria. Como les desconfío hasta el pronóstico del tiempo, entro a Página 12 y me entero de que el tipo hace la gran Clarín, se victimiza, tira títulos escandalosos, reduce el problema al maniqueísmo, pero no contesta los argumentos por los que la malévola (según La Nación) Gils Carbó pidió su suspensión. O sea La Nación continúa siendo tribuna de doctrina garca. Ahora bien, ¿por qué carajo leo este pasquín? Porque tiene una buena página de espectáculos, y lo que para otros es el fútbol, para mí es el espectáculo. Me detengo en las nominaciones  para los Globos de Oro, y ya es hora de pasear a  Perrito y de bañarse para ir a la Fiesta de Fin de Curso, donde entregaré medallas o diplomas. Sigo la costumbre de todos los años y me pongo el traje. Mis buenos pesos me costó, pero la tela es de puro algodón, así que es todo lo fresco que puede ser. Hago una variación de la iconoclasia de Woody Allen, no me pongo zapatillas sino sandalias. Por supuesto tampoco llevo corbata. Son casi las 9, pero el calor ya aprieta. La resaca está casi diluida, aunque por momentos todavía camino como sobre huevos. Lamento haber descartado la gorra (supuse que quedaría muy Tangalanga) y el sol me fríe las ideas. Noto que muchos hombres llevan sombreros. Dejaron de usarse masivamente a principio de los 50, supongo que porque comprendieron que ya no eran necesarios. Ahora debido al aumento del calor están volviendo. Hasta los años 40 ¿el calor se debía a qué? ¿Pre-calentamiento global? ¿Se habrán estudiado las incidencias del calor según las décadas? Divagaciones de una mente en resaca. Desacelero el paso,  voy a llegar demasiado temprano. Me apura el deseo de que todo haya terminado. Entro a Plaza Moreno a las 9 y 10, me siento en un banco y me atiborro durante 10 minutos de Jamie Cullum. La fiesta es en el Salón Dorado de la Municipalidad. A las y 25 cruzo. Se supone que empiece y media. En la puerta me encuentro con una alumna y nos saludamos. Cuando llego al Salón Dorado, descubro que la cosa está en veremos. La vice me cuenta que hay pocas sillas y que no hay designado un sector para docentes, que aproveche y me ubique contra los ventanales que dan a 12. Tomo un banquito tapizado de felpa roja que se asemeja a un cojinete. Comienzan a llegar más docentes y autoridades. No me muevo de mi asiento. Saludo a todos desde lejos, me resisto a dejar mi puesto, que haber llegado temprano me sirva para algo. En eso entra en escena la bibliotecaria, chica simpática si las hay, con las manos vendadas. Es obvio que ha tenido un accidente. Así es, lo sabré después, se le resbaló una olla y se quemó. Espero a que esté más o menos cerca y le hago gestos para que se acerque. Me levanto y me corro apenas dos o tres pasos de mi envidiado asiento. Eso le basta a La Reverenda Hija de Puta para zambullirse en el cojinete todavía tibio de mis asentaderas. Cuando termino de hablar con la bibliotecaria, giro y con la mirada le digo: Sabés que ese asiento es mío, el único que hay en kilómetros y que yo lo ocupaba. No me devuelve la mirada y se hace la distraída. Sabe que ningún hombre y menos un docente le va a pedir que le devuelva el asiento. Es un momento re H D Lawrence: La masculinidad enfrentada a la más rotunda conchudez. La manipulación de los atavismos machistas para ejercer el poder omnívoro de la mantis religiosa. Mi andropausia todavía no está tan acendrada como para que no me importe nada, para exigirle mi asiento, aunque ella levante la voz y pretenda un escándalo. La Reverenda Hija de Puta anda por los 30 y algo, de modo que su conchudez es rugiente, no tiene la disculpa de la edad o la debilidad. Hago lo que los hombres hacen desde el principio de los tiempos, o sea, me jodo. Voy hacia el fondo del salón donde en el sector reservado a los parientes de los egresados todavía hay lugares disponibles y me siento. Sé que no permaneceré sentado mucho tiempo, no bien ingrese el grueso del público deberé ceder el lugar a la primera embarazada, madre con niño o anciana que se acerquen. Desde mi nueva y transitoria trinchera, estudio a La Reverenda Hija de Puta. Casi no habla con nadie, hace como que se concentra en su celular, espera pacientemente a que los que la conocen se acerquen a saludarla, sabe que si se para o se entretiene un segundo puede perder el lugar conquistado con malas artes. Juzga a todos como hijos de puta, los mide por lo que ella es: La Reverenda Hija de Puta. No tardo en cederle mi silla a una señora muy compuesta, que me hace una mueca de agradecimiento como si yo oliera a orines y le dejara un lugar inmundo. La señora muy compuesta no se sienta, se queda parada junto a la silla, y mientras me alejo, aprovecha para apartarse y que entonces una señora de hermosos ojos oscuros y tez morena la ocupe. Me pongo junto a la ventana abierta. No por mucho tiempo, el balcón es el paraíso de los niños que se aburren. Los niños son un límite de la paciencia que ya he dejado atrás, así que me adelanto unos pasos. Entran los egresados y todos los parientes que estaban afuera. El lugar apenas da abasto. La multitud ocupa todos los espacios libres. Me parece que reina la justicia cuando veo a La Reverenda Hija de Puta arrinconada por cuerpos morrudos que le tapan la visual, la apabullan con perfume y le cortan el aire. Más tarde, cuando voy rumbo al escenario para entregar medallas o diplomas, la veo bañada en sudor, abanicándose con el tenue programa. A pesar de todas las molestias no ha rendido su lugar. No me sorprende, siempre es la propia conchudez la que aniquila a las reverendas hijas de puta.

jueves, 12 de diciembre de 2013

Chocolate por la noticia

Las pruebas del PISA (Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes que da PISA y no pizza, por su sigla en inglés: Program for International Student Assessment) dieron unos resultados horribles y nos pusieron muy abajo en el ranking, lo que provocó desgarramiento de vestiduras, alarmas exageradas y preocupaciones tan súbitas como pasajeras. Lo peor fue que salieron a hablar ex ministros de educación de nefastas gestiones, viejos especialistas pedagógicos que no pisan un aula desde que egresaron de la facultad, opinadores profesionales que saben de todo, desde la altura ideal del bonsái hasta el quiebre de las tazas chinas, modelos rubias y bomberos jubilados. O sea gente con mucha autoridad en el tema. Los que trabajamos en secundaria escuchamos y leímos sus palabras como si hablaran de la vida en Saturno, porque lo que decían poco y nada tenía que ver con nuestra realidad cotidiana. Pasaban por alto datos reveladores (el alto porcentaje de alumnos que dicen sentirse infelices en la escuela, el alto porcentaje de ausentismo tanto en alumnos como en docentes) y llegaban a conclusiones temerarias como el garca irredento que dijo que la solución está en llegar a 200 días de clase, reducción de feriados y perfeccionamiento para docentes en las vacaciones de invierno para no interrumpir clases. Pónganse una mano en el corazón y contesten con sinceridad: ¿a quién le gustó de verdad ir a la escuela? Las escuelas con sus deliciosas comodidades edilicias no son más que cárceles glorificadas, en las que impera el caos, el desconcierto y la frustración, y de las que todos queremos huir. Y la solución del garca de siempre es encerrarnos el máximo tiempo posible hasta que aprendamos algo. ¿No será tiempo de menos es más? ¿Menos días de clases y mayores exigencias claras? ¿No será el momento de premiar con más libertades al que aprende más rápido? Por ejemplo: este trimestre como alumno de primer año, tenés que aprender todas las estructuras con to be presente y los adjetivos posesivos, si dominás estos temas en tres clases, podrás dormir un poco más y entrar a las 9:30 en vez de las 7:30, y si son horas intermedias, podrás retirarte de las clases de inglés, pasear por el patio con tu netbook y sus juegos y sus redes sociales, o aprender danzas folklóricas, música, ver videos, practicar cocina o hacer yoga. Eso sí, todos los alumnos de primer año de todo el país deben aprender el to be y los posesivos, para que si tenés que cambiarte de escuela o de provincia, no tengas problemas porque sabrás lo mismo que tus compañeros. Y si por el motivo que fuera (familiar, social, sentimental) no podés aprender el bendito to be y los beneméritos posesivos, tendrías que asistir temporariamente a otra escuela donde al margen de enseñarte el to be y los posesivos atiendan tu problemática particular. Y cuando hayas solucionado tu problemática o aprendido a convivir con ella, podrás volver a la escuela de donde partiste. La inclusión no debe hacer peligrar la exigencia. Y si vas al cine y sabés aceptar las normas sociales que hay que seguir para ver una película sin traumarte ni estresarte, también podrás comprender que las normas sociales de una escuela no son tan distintas ni tan difíciles de seguir. Después de todo se trata de sentarse, callarse, concentrarte y procurar entretenerte. No es intolerancia sino respeto pedir que te calles y escuches cuando hablo, por la sencilla razón que me callo y te escucho cuando vos hablás y te juro que no me traumo ni me estreso y menos que menos veo cercenados mi libertad y mis derechos. Es sólo una idea. Lo urgente es: BASTA de dar siempre la misma respuesta: más días, más horas. Y si tal como parece, por molicie, demagogia, falta de imaginación o terquedad, triunfa la postura garca, hasta yo me voy a hacer carpetero e incrementaré el porcentaje de ausencias. Que la docencia sea mi medio de vida, no la autopista a mi aniquilamiento.
 

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Esa roja debilidad

En homenaje a la queridísima Eleanor Parker reproduzco la columna de Marcelo Stiletano publicada hoy:

Eleanor Parker: la pelirroja más versátil de Hollywood
Por Marcelo Stiletano | LA NACION

Dijo una vez Guillermo Cabrera Infante que tenía una belleza felina que resultaba todavía más irresistible cada vez que se soltaba el pelo. Cautivaba desde la pantalla sin necesidad de jugar todo el tiempo a la mujer fatal, porque sus papeles más famosos tuvieron mucho más que ver con la mujer despechada, sufrida, víctima de las maquinaciones y los desengaños amorosos.
 
 
Así construyó el cine la carrera de Eleanor Parker, uno de los rostros más hermosos que entregó Hollywood en su época dorada y a la vez una actriz llena de versatilidad, capaz de salir airosa de una amplísima serie de compromisos y desafíos actorales, coronados con tres nominaciones al Oscar. Tal vez su voluntad de retirarse prematuramente pueda haberla alejado del reconocimiento de las generaciones más jóvenes, pero sus mejores apariciones quedarán por encima de cualquier olvido. Como la baronesa Elsa Schraeder, el personaje que encarnó en  La novicia rebelde  y se convirtió en el más popular de su carrera.
 
 
Parker falleció anteanoche, a los 91 años, en Palm Springs (California), lugar que eligió para pasar sus últimos años en un confortable retiro. Como una de las últimas sobrevivientes de la época dorada de los grandes estudios, Parker representaba para propios y extraños una manera de vivir por y para el cine que en la actualidad podría parecer extraña. En ese sentido, sus primeros pasos tuvieron una característica casi modélica respecto de cómo funcionaban las cosas por entonces en la Meca del Cine: cuando apenas llevaba seis meses de estudios en la compañía Pasadena Playhouse fue descubierta por un cazador de talentos. Luego de un primer rechazo al ofrecimiento de firmar un contrato de largo plazo con Warner Bros, la futura estrella decidió someterse a una prueba ante las cámaras: dos días después rubricó el acuerdo con su primer estudio, a comienzos de la década del 40. En esa década ascendió muy rápido en el reconocimiento público gracias a su talento para moverse entre la comedia y el drama, aunque con el tiempo más de un crítico poco indulgente le reprochaba cierta tendencia a la sobreactuación. Su apogeo fue en los años 50, trabajando para MGM.
 
 
Esclavo de su pasión, Nunca te alejes de mí, Scaramouche, La antesala de infierno, Tres secretos,  Amarga condena,  Marabunta,  Hombres o bestias  y, sobre todo,  El hombre del brazo de oro  y la mencionada  La novicia rebelde  fueron algunos de los títulos en los que brilló gracias a su belleza (pelirroja por naturaleza; rubia por necesidad) y a su expresividad, esa mezcla que llevó a Eleanor Parker a transformarse, más que una versátil actriz, en toda una estrella.

jueves, 5 de diciembre de 2013

De como un colchón inflable, Jamie Cullum, Sondheim y Seurat salvaron mi vida




Lunes. Perrito me despierta para que lo saque a pasear. Espío el reloj, no me puedo hacer el zonzo, es una hora prudente. Me incorporo y la realidad me pega una trompada en el estómago. Tengo que desandar una de las peores semanas del año. Me gustaría que ya hubiera pasado, ilusión vana, hasta los malos tragos se pasan de a sorbos. Paseo a Perrito. Vuelvo y me tomo un café negro, muy Bogart, con tostadas untadas de queso crema, para nada Bogart. De repente me dobla un psicosomático dolor de espalda. Adelanto el comienzo oficial del verano. Antes me curaba el dolor de espalda acostándome sobre el piso, pero el frío de los mosaicos se me colaba. Hace un par de años para no ensuciar el colchón nuevo tirándolo al piso, compré un colchón inflable. Lo inflo cuando tomo el último examen y aunque deba patearlo todo el verano, no lo desinflo hasta que las clases regresan. Perrito se entusiasma, el colchón inflable me pone a su altura, no debe treparse con mañas de saltimbanqui para acostarse conmigo. Después de jugar un ratito, nos despatarramos. Prendo el ventilador de techo, creo una contracorriente con el ventilador de pie y que vengan degollando, que a nosotros no nos importa nada. Dormito unos minutos y Perrito ronca a sus anchas. Es un paraíso temporario, más temprano que tarde habrá que levantarse y enfrentar el día. No debo caer en el pánico, me repito. Se dice fácil, se cumple difícil. Proveerse de municiones es la respuesta. Es imperativo que ponga nueva música en el celular. Las oberturas de películas épicas no dan el  resultado Walter Mitty esperado, no me disparan a realidades paralelas. Necesito algo yang, muy masculino, potente. Los últimos días del año lectivo no son para gente sensible o delicada. Sin levantarme del colchón repaso mi musiteca. Me acuerdo de uno de mis discos favoritos, The pursuit, que hace unos años me regaló mi amigo Horacio para un cumpleaños. Me despego del colchón, lo busco, lo paso a la compu, selecciono algunos temas, le agrego otros de Heard it all before y tomo nota mental de preguntarle a Horacio si tiene Twentysomething para que me lo copie. Bien, Jamie Cullum servirá para los caminos entre escuelas. Imprimo la letra de Anyone can whistle de Stephen Sondheim, me encanta reacomodar mis órganos de fonación con estas palabras de Stephen. Poder decir o cantar palabras de Sondheim me devuelve el placer de saber inglés. Bien, Sondheim servirá para la desesperación durante las clases. Busco los libros con la obra pictórica de Seurat, servirá para cuando no pueda redondear las palabras de Sondheim. Seurat es un pintor muy cerebral del que es difícil enamorarse, pero Sondheim con su Sunday in the park with George me enseñó a quererlo. Bien, municiones anti estrés, anti pánico, anti suicidio, anti homicidio listas. Primera y segunda clases de la tarde, normales, los sentenciados a examen aceptan su destino y no patalean. Tercera clase de la tarde, horror de los horrores. Huí de ellos el lunes 18, el lunes siguiente fue feriado, hoy ya no hay clases normales en esa escuela, sólo asisten los que deben rendir examen. Mientras Jamie Cullum me da valor rumbo a  la escuela, cruzo mis dedos para que no los hayan hecho venir a todos, aunque yo no haya cerrado las notas. Una quimera. Están todos y cada uno de ellos. Me torturaron todo el año y aquí están para arruinarme hasta el último segundo. Les digo que si quieren aprobar deben hacer este trabajo compensatorio que les llevo fotocopiado. Salvo tres, los demás deben hacer buena letra si quieren que el promedio les dé siete. Por más que pretendan portarse bien, en segundos la clase es el caos habitual. No pueden consigo mismos. Uno de los más comprometidos protesta por el trabajo a realizar, dice que no tiene por qué hacerlo, que tiene la carpeta completa. Cuento hasta dos millones quinientos setenta y siete mil y le digo que tiene nada más que los días que vino, que no fueron muchos, que a pesar de que se lo pedí muchas veces, jamás completó los días que faltó, que fueron en realidad más de los que vino. Insiste en que tiene todo. Tomo la carpeta de su hermana, que está completa, y le muestro que le falta más de la mitad de los trabajos. A pesar de la obvia evidencia, insiste en que tiene todo, que siempre que vino trabajó y que no tiene por qué completar los días en que no vino por la sencilla razón de que no vino. Exploto, vuelvo a tomar su carpeta y le muestro que, en comparación con la de su hermana, ni siquiera hizo todos los trabajos los días que vino. No tengo que hacer este trabajo compensatorio, tengo todo, insiste. No puedo salir de la clase y dar un paseo por el patio para calmarme. Le digo que haga la tarea o que se va a examen. Insiste por lo bajo con que soy un tirano. Bueno, la frase que usa es soez, pero la idea creo que esa. Es hora de Sondheim, tomo la letra de Anyone can whistle y la leo en voz baja. Una nena  me dice: ¿reza, profe? Le contesto que algo así. Hasta el horror pasa y la clase termina, me queda otro lunes de espanto, pero falta una semana para eso. Estoy en casa cuando la tormenta se desata. Por suerte. Son cinco minutos intensos que dejan todo dado vuelta. Por supuesto se corta la luz. La radio aconseja no salir por lo de los cables cortados. Obedezco. Es un alivio. A esta altura, clase que no se da es un alivio. Menor, porque las clases a las que falto eran de adultos y venían sin problema a la vista. La luz no vuelve. Nunca me sentí mentido por el INDEC, porque midiera lo que midiera a mí no me mentía. Voy al almacén dos o tres veces por semana, y a los grandes supermercados una o dos veces por mes, así que sé si hay o no inflación, y si mi sueldo está o no por encima de la inflación. Pero me siento mentido cada vez que EDELAP no me informa por qué la luz no vuelve. Quiero saber qué corno está generando el que no tenga luz, por qué y cuándo volverá. Quiero saber si la culpa es de ellos o de la tormenta, y qué hacen para solucionarlo, y cuándo mierda voy a volver a tener luz. Odio sus informes generales que no dicen nada en concreto. Sé que me mienten y nadie protesta porque los medios los apañan. Mi cuarto sin ventilador es el infierno tan temido… intensificado. La noche es larga y sudorosa. El calor persiste, y aunque todo lo que puede estar abierto está abierto, me sofoco. Dormito un poco y mal. A mitad de la noche, vuelvo al living, tiro el colchón inflable y duermo allí. En el living, con la ventana del patio y la puerta de la cocina abiertas, corre algo que con buena voluntad puede considerarse un aire. Perrito se aviva o se apiada de mí y elige dormir en el piso. Nos despiertan las primeras luces del alba, bastante antes de que suene el despertador. La electricidad no volvió. Como la cafetera no funciona, me preparo un café instantáneo, no es muy Bogart pero casi. Durante la noche se oían cierras, cuando le doy a Perrito su paseo de las 6 y media de la madrugada, antes ir a la escuela, el árbol caído en la esquina ya está cercenado y no obstruye nuestro camino. Me visto de docente y salgo. Curiosamente todas las escuelas a las que voy este martes, tienen luz. Suprema ironía. Me toca la primera clase de orientación para examen, los alumnos están en negación y rechazo. Saco los cuadernillos de fotocopias que les corresponde, les hago un repaso y propongo el primer ejercicio. No tardan en decirme que no entienden. Exploto, qué tienen que entender, les digo. Es un ejercicio de sustitución por pronombres. Acabamos de repasar que I es yo, les digo, you es vos, he es él, she es ella, etc, en las fotocopias al lado de cada pronombre está la correspondiente traducción, si  Miss Perkins es la Srta Perkins ¿por cuál pronombre vamos a reemplazarlo? Por ella, me contesta uno. ¿Y según esta lista, cuál es ella?, pregunto. She, me dice otro. ¿Y entonces qué es lo que no entendés?, concluyo. Inglés, no entiendo, me responde. No te pido que entiendas el inglés, le aclaro, sólo te pido que completes el ejercicio para el que tenés en la fotocopia todos los elementos necesarios para cumplimentarlo. No entiendo inglés, insiste. No exploto porque me tomo la libertad de pasear por el patio para calmarme. Para disimular entro en Preceptoría y pregunto una obviedad para la que ya tengo respuesta. Camino de regreso al aula, decido que necesitamos mediación. Imposible, si doy participación a una autoridad nos terminaría retando a todos y demoraría más el conflicto. Es hora de Seurat, abro el libro con sus obras y mientras me pierdo en el paseo de la Grande Jatte, vuelvo a explicar qué es lo que pretendo. El alumno rebelde se resigna a que deberá rendir un examen y se aplica. A la clase siguiente el calor ha regresado, techo de chapa, sol refulgente, sudamos como inmigrantes ilegales en un conteiner. Me cago en la reputísima madre de todos los ministros de educación, pasados, presentes y futuros, que dan como única respuesta a los problemas de la educación agregar días de clase. Vengan ustedes, hijos de remil putas, a dar clase en estas condiciones y van a ver qué ganas de aumentar días cuando más calor hace les van a quedar. Es hora de combinar las municiones, mientras los alumnos hacen su ejercitación, me calzo los auriculares con Cullum, veo los cuadros de Seurat y leo a Sondheim, todo a la vez. Sobrevivo, incluso cuando una alumna sale del aula dando un portazo, previo tirarme las fotocopias por sobre Seurat y Sondheim. Cuando abro la puerta y le digo que se las lleve, que igual le servirán, que ahí están todos los temas del examen, me mira con odio reconcentrado y por suerte no me dice nada. Al rato aparece divertida la preceptora para informarme que la fugitiva ha decidido no presentarse a rendir. Cuando vuelvo a casa, la luz todavía no volvió. Preparo un bizcochuelo Exquisita, cosa para la que no hay que ser chef. Mientras espero que se enfríe, me digo, no sé la cultura, pero Cullum, Sondeim, Seurat y un colchón inflable pueden salvar vidas. La mía y las de todos los que no estrangulé. Bueno, tampoco los sobrevaloremos, que recién es martes a la tarde…