jueves, 29 de noviembre de 2012

Que parezca fácil...

 

Una de las características de los artistas interpretativos es hacer que parezca moco 'e pavo lo que técnicamente es muy difícil. Pocas cosas tan endemoniadamente difíciles de cantar que este hermoso vals peruano de Chabuca Grande que Soledad hace sonar como si fuera el Arroz con leche.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Soledad en Canciones a la carta


Yo iba a ir de todos modos, pero que fuera acompañado fue obra de la causalidad. Mi amigo Horacio me había invitado a ver Lo que vio el mayordomo de Joe Orton con Pinti, Luque, Flechner dirigidos por Carlos Rivas en el Coliseo Podestá. Como es de público conocimiento, el camión con los técnicos fue asaltado camino de La Plata y la función se suspendió a último momento. Nosotros nos enteramos cuando llegamos al teatro. Le reintegraron el importe de las entradas, pero como Horacio quería que la invitación fuera efectiva, me dijo que eligiera otro espectáculo de entre los que figuraban en la cartelera. El recital de Vitale-Baglietto era tentador, pero, parafraseando a Cole Porter, llevo a Soledad bajo la piel, así que opté por Canciones a la carta.
 

Conté con ansiedad los días que faltaban para el espectáculo y cualquier contratiempo por severo y desgastador que fuera se dulcificaba y aliviaba porque la vería pronto, la Sole me fascina. De todas las cantantes argentinas que admiro, Soledad me da seguridad como espectador. Las demás, que no nombraré, me generan reconcomio. En los lejanos tiempos en que estudiaba canto compartí con ellas profesoras. Todas tienen talento, técnica, recursos, oficio, pero sus voces están terminadas de construir y permanecen siempre pendientes de algún yerro que se les pueda escapar. Un par de pifiadas leves puede demoler su seguridad y desbarrancar la función en una pelea por dominar una perfección que sienten que se les escapa. Soledad no. Es lo que los anglosajones llaman una “natural”. Nació para cantar, lo hace con la naturalidad con la que yo vivo metiendo la pata y encima perfeccionó su instrumento lo que redundó en un placer que no se acaba y crece. (Los que se quedaron con la impresión de que sigue cantando igual a cuando irrumpió el fenómeno de la Solemanía se están perdiendo una artista madura, sólida, carismática, inquieta y creciente. Son los menos, pero como profeso la fe Pastorutti suelo lidiar con ellos). A lo que voy es que tiene la seguridad de los que nacieron con talento y aunque sabe que es una elegida no cree tener la vaca atada y la labura constantemente.
 

Horacio me regaló una vez un concepto que creo encierra verdad. Me dijo: Cantar es un acto de soberbia. En un principio la palabra soberbia me pareció un poco fuerte y busqué reemplazarla con otra menos punzante. Hoy creo que soberbia es la palabra justa. Cualquiera puede actuar, escribir, componer, pintar con un mínimo de talento y convencer al mundo de que se merece ser tildado de genio. Basta con superar autoestimas endebles, lograr alguna proeza técnica, desatar el exhibicionismo escénico, que  no es más que ganas de seducir, y regodearse por hacer malabares que podrán ser simples pero que mantienen al menos por un rato las pelotas sin caerse. Cantar es eso y algo más. Someterse al examen permanente de ser oído y no sonar como el chirrido de una puerta, el croar de los sapos, el vapor penetrante de las pavas silbadoras o el quejido insoportable de la uña contra el pizarrón. Hay que sonar siempre a tiempo, a tono, a agrado. Y no basta con la seguridad, la seducción, la maña, no, hay que tener además una actitud desafiante, beligerante, que se parece mucho a la jactancia, y sí, digámoslo clarito, a la soberbia. Resumirlo en una oración sería algo así como: El escenario no admite débiles, pero cantar es sólo para los fuertes.
Soledad me da tranquilidad porque no terminó de construir su voz si no que fortificó la que la naturaleza le dio. No la pifia casi nunca y si lo hace (es tan humana que hasta sabemos que viene de Arequito) comprende que es un descuido y no el derrumbe del castillo.
 

Canciones a la carta es un espectáculo en tres partes. Al entrar se invita al público a elegir en una hoja-menú, una canción como entrada, otra como plato principal, otra como postre y otra entre las sugerencias del chef.  Se pide además que dejemos el nombre, establezcamos la ciudad donde vivimos, consignemos la edad y pongamos una dirección de mail. En la primera parte del show, Soledad canta un repertorio elegido por ella misma, en la segunda hace entrar una urna con las hojas-menuces y sortea dos entradas, dos platos principales, dos postres y una sugerencia del chef, o sea siete personas subirán al escenario y se sentarán en una especie de living que se ha armado y ella les cantará las canciones que han elegido. (Participamos, pero nosotros ni ningún otro hombre salió favorecido en el sorteo). En la tercera y última parte repasará algunos de sus grandes éxitos. Después, claro, vendrán los bises.
 

En el programa de mano declara que se refugia en un teatro para lograr más intimidad, estar más cerca de su público. Y sí, la chica está acostumbrada a las multitudes, a los espacios abiertos, a públicos épicos que desalentarían a los menos fogueados en lides descomunales. En ese contexto se podría decir que Canciones a la carta es “íntimo”. Como toda cantante popular tiene su liturgia que debe respetar sino sus fans no percibirían que es ella. Hay un clima de fiesta, su público de toda la vida reparte e infla globos, tira papelitos, exhibe carteles, ejecuta con los brazos movimientos coreográficos concertados y en el ya mítico e ineludible a Don Ata revolea lo que tenga a mano.
 

Como las verdaderamente grandes la Sole trasciende las candilejas y uno en la fila 15 siente que canta sólo para uno. Se mueve en escena con la facilidad y la gracia de quien se halla en su lugar de pertenencia. Y que canta como los dioses es una realidad tangible y objetiva como sólo las realidades pueden serlo. Puede no gustar su repertorio o el modo de encararlo, pero nadie con buen oído puede negar que sabe cantar bien.
 

Creo que para Horacio era la primera vez que la veía en vivo. La conocía por sus grabaciones, claro. Creo que también disfrutó de su talento. Digo creo porque en la cena de después hablamos de otras cosas, nos pusimos un poco al día, porque ya no nos vemos con tanta frecuencia. Antes, después de ver un espectáculo, lo desmenuzábamos, lo viviseccionábamos y sacábamos conclusiones. Extraño eso. Ganarte la vida duramente te hace perder cosas. Me pierdo, por ejemplo, que su lucidez me regale otros conceptos iluminadores.

martes, 20 de noviembre de 2012

Calle 13



El horario del recital de Calle 13 en la plaza Moreno era todo un misterio. Una página web de Cultura de la Municipalidad decía que era a las 17, un diario de Buenos Aires decía que empezaba a las 18:30 y una amiga en el Facebook decía que comenzaría a las 20. Descarto el de las 17 por muy temprano y el de las 20 por impreciso y decido confiar en el del diario. Craso error, mientras algunos medios sigan más interesados en operar contra Cristina que en informar no hay que creerle ni los muertos. Ay, de haberle llevado el apunte a la sugerencia de mi amiga, habría salido ganando…
 


Llego a eso de las 18:40. La plaza está vallada y unos policías te cachean antes de entrar. Me pongo en la cola y cuando llega mi turno, levanto los brazos como los jóvenes que me precedían, el cana me mira, me pone la mano en el hombro y dice: Por favor, adelante…  Me sentí Matusalén. Me consuelo pensando que por mi edad o por mi aspecto inocente podría haber pasado un arma blanca, porros, pastillas o una  petaca. Consuelo inútil porque jamás pasaría esas cosas y soy lo que parezco: un señor mayor inofensivo…
 


Decido ubicarme en la vereda frente a las escalinatas de la catedral porque allí no da el sol, no quiero que me empujen y hay parlantes a los costados. Mientras espero que empiece, me entretengo mirando pasar la gente, que no es una de mis ocupaciones favoritas, pero otra no se me ocurre, salvo repasar las tablas o comprobar qué poemas me acuerdo todavía de memoria. Me saludo con alumnos, colegas, vecinos y conocidos. La espera se alarga y pasamos de la expectativa al hartazgo. Esta vez no nos ponían música para aligerar la espera. A las 8 menos cuarto, un locutor anuncia que falta menos. Se le entendía poco y nada. El sonido se empastaba y la voz del hombre pasaba de una amalgama sonora informe que semejaba una alocución a una palabra nítida y perdida que se colaba y daba un probable sentido a lo que decía. Fue una advertencia que desoí. Me dije: suena así porque le dieron sólo un canal y no habilitaron todas las bandas disponibles. Iluso de mí.
 


A las 8 y cuarto comenzó, el escenario se inundó de expresiva luz y atractiva multimedia. René algo pareció decir y comenzó a contorsionarse con el torso desnudo como acostumbra. Nosotros allá atrás no entendíamos nada de lo que cantaba ni distinguíamos si eso que sonaba era música. Era como cuando uno procuraba sintonizar una emisora con música en una radio de onda corta y no lo lograba. Ya sé, la comparación es de un viejazo indisimulable, pero como ya conté, el cana acabó con toda pretensión de juventud que pudiera tener. Giré para ver cómo reaccionaban los demás, seguían caminando, charlando, comiendo, bebiendo como si nada pasara en el escenario y estuvieran allí para tomar el fresco. Tampoco aplaudieron cuando la canción terminó. Sabrá Dios por qué habrán ido, pero para ver el espectáculo aparentemente no. Arrancó la segunda y esperé que se produjera un milagro, que alguien girara una perilla, apretara un botón y que la música surgiera nítida y diáfana, no pasó porque Dios se reserva los milagros para cuestiones menos técnicas. En tiempos de tanto avance tecnológico espera que nos la arreglemos por nuestra cuenta. Por momentos el volumen aumentaba y se adivinaba algo como No hay nadie como tú mi amor, y los que estaban sentados en las escalinatas se arrobaban, más por adivinar la canción que por percibirla. Comencé a moverme y buscar dentro de la vereda en la que estaba una posición que me permitiera oír mejor, me dije: por ahí estoy parado en un agujero negro que se chupa el sonido y si me corro se corrige. Pero por más que intenté transformarme en una antena humana, no pasaba nada. Por ahí, en otros lugares de la plaza se escucha mejor, me dije, después de todo los que estaban en frente al escenario parecían pasarla bomba. Descartaba llegar tan cerca, pero no perdía la esperanza de encontrar otro lugar desde el que se oyera algo parecido a un sonido inteligible. Me metí por la vereda interna de la plaza que comunica con la calle 51, se oía un poco mejor a la voz cantante o sea René, pero a la banda no mucho, sobresalía de vez en cuando un saxo. Pasábamos entonces de una radio onda corta a una spica. Sigo con los viejazos, toda ilusión de juventud ya está perdida. Me pregunté ¿me quedo aquí y escucho mal pero escucho, me voy a casa o me acerco a la parte central en la que parece oírse bien? Junté coraje y me acerqué. Llegué a la parte central de la plaza, la que da al palacio municipal hacia el frente y por los costados a trece, de ahí a 12 era imposible acercarse. Oír se oía, no muy bien pero se oía. Decido quedarme aunque me empujen, pero no va y se me instala al lado un grandote de voz estentórea que conversaba a los gritos prácticamente en mi oreja. Fue la orden de partida. Derrotado, frustrado, desencantado me fui. Ni los fuegos artificiales que me encantan me invitaban a quedarme.
 


Los diarios nada dicen que hubo problemas de sonido. Prefiero no ser desconfiado o malpensado y creer que es porque estaban cerca del escenario. En los diarios que habilitan comentarios de lectores, estos hablan de lo que cobró la banda, de la ideología de la banda, de si había gente humilde y drogados (sic, en lo de drogados, para “humildes” usan otra palabra despectiva que ni en pedo repito porque podré tener muchos defectos pero discriminar ni ahí), en fin, hablan de lo que les interesa y del sonido, nada. 


Creería que me ataca la hipoacusia o la sordera si no me hubiera chocado en la salida con un flaco que estaba cerca de mí en la explanada de la catedral y que me dijo: Tanto esperar para no oír carajo. Menos mal. Juro que era joven y no parecía tener problemas de audición.

lunes, 19 de noviembre de 2012

Tombuctú



Mi relación con Paul Auster empezó más o menos. “Más” con el cine, “menos” con su literatura. Creo que primero accedí a las películas que codirigió con Wayne Wang: Cigarros y Humos del vecino, ambas de 1995. Me gustaron mucho. Fumar es un vicio que conozco. Y me tropecé con su literatura gracias a o por culpa de una amiga. Me prestó El palacio de la luna con la orden de que me encantara. El problema con los fanáticos es que no te seducen, te imponen. Quizá con espíritus menos rebeldes, la táctica dé resultado. Yo respondo mal a las tiranías, incluso a las afectuosas. Aunque se le devolví con la tibia aseveración de que me había gustado, en realidad me había caído pesadísimo. Me pareció tonto y pretencioso. Combinación que me mantuvo alejado de sus libros por un buen tiempo. Cuando su nombre surgía, decía que no era para mí, que era un autor con el que no dialogaba. El tiempo pasó y otra amiga me regaló Un hombre en la oscuridad. Como es una amiga muy querida que consideraba que era un buen libro y que me gustaría, lo leí obedientemente, con más sentido del deber que con expectativas de disfrute. Para mi sorpresa, lo leí de un tirón y lo disfruté. Auster seguía sin despertarme un arrollador entusiasmo, pero al menos ya no le tenía tirria. Cuando me topaba con un libro suyo en las librerías no lo pasaba por algo con indisimulado disgusto sino que leía la contratapa y evaluaba con seriedad la posibilidad de leerlo. Quedaba siempre descartado porque otros títulos, otros autores me urgían más. 

Me encantan las ofertas, el compre uno y llévese otro, el haga cola y una hora antes del inicio de la función le regalaremos una entrada, el conteste esta pregunta on line y si está entre los primeros veinte en remitirla imprima un acceso libre y esas cosas. Hubo épocas de mi vida en que era la única forma de comprar dos libros o de ver espectáculos que tenía. Mi vida ahora es una calesita, pero en otros momentos fue una montaña rusa o un tren fantasma. En la mala no me lamento, veo como sobrevivir sin dejar de hacer lo que gusta. Ahora puedo vivir sin las ofertas, pero me divierte aprovecharlas. 

El pasado martes 13, el Banco Provincia te devolvía la mitad de tu compra en libros con una tarjeta de crédito hasta $150, o sea si gastabas 200 te devolvía 100 y si gastabas 400 sólo te devolvía 150. Decidí que la manera de aprovechar al máximo la oferta era gastar $300. Como docente estatal al que le paga el Banco Provincia, tengo tarjeta de crédito otorgada por la institución. Mi límite de gasto es absurdamente bajo, pero podía todavía cargar $300. Resolví que era el momento de adueñarse de esos títulos que uno desdeña por caros o porque uno sospecha que tal vez no retribuyan en placer el precio oneroso que tienen. En los días previos al 13, en cuanto recreo tenía, hurgaba el catálogo on line de El Ateneo, barajando posibilidades. El juego era que la suma me diera $300. Tenía que tomar en cuenta que quizá los títulos que elegía no estuvieran y los tuviera que reemplazar por otros de parecido interés y precio. Armé varios paquetes. 

El 13, entre clases, fui a El Ateneo. Rebosaba de gente. Estaba lejos de ser el único en querer aprovechar la oferta. Tuve suerte con mi primer paquete. Me hice de Muerte de una heroína roja, El enigma Spinoza y Tombuctú. Éste último es de Paul Auster. La suma daba 301, me pasaba en un peso, pero me sentía “generoso” y no era cuestión de ser tan estricto. 

A Tombuctú lo descubrí en el catálogo, ni sabía de su existencia. Me atrajo la sinopsis de la contratapa: “Cuando Mister Bones, un perro callejero de gran inteligencia, se encuentra con Willy G. Christmas, poeta errante y vagabundo, se convierten en confidentes inseparables. Como si de don Quijote y Sancho Panza se tratara, comparten sus días con la soledad, el azar y la dureza de la vida en la calle. El día en que el escritor presiente que su muerte está cercana y que se aproxima a un mítico mundo al que él llama Tombuctú (un "oasis de espíritus" que empieza allí "donde termina el mapa del mundo"), decide iniciar un último viaje a Baltimore para buscar a su antigua maestra y confiarle a su fiel amigo. Pero Míster Bones terminará por continuar su camino en solitario resistiendo a la vida y a lo más desalentador, la especie humana, y perseguirá Tombuctú para reunirse con Willy y sus sueños. Paul Auster nos muestra una visión honesta y hermosa de la naturaleza humana a través de los ojos caninos de Mister Bones. Un viaje emotivo que es un canto a la amistad y a la búsqueda de la felicidad.” 

Como ahora tengo a Perrito, los libros con perros me atraen. Dejé a los otros dos libros para más adelante y la misma noche del 13 ataqué a Tombuctú. Confieso que desde Expiación de Ian McEwan ningún libro me atrapó tanto. En el medio leí muchos otros libros que me gustaron, que leí con agrado, pero que me “atraparan”, “atraparan”, ninguno. Como afirmé en la crónica de cine de Caballo de guerra, creo que los libros con animales tienen la virtud de hacer que suspendamos nuestra incredulidad ante sus peripecias con más facilidad. Creamos empatía de inmediato. A lo que voy en esta ocasión es que desde niño no reía y lloraba así con un libro. No es un libro largo, pero aquella primera noche, planté bandera al fin del primer capítulo (tiene cinco), podría haberlo terminado, pero agotado y agradecido por las emociones, decidí que me durara un poco más. Aunque al día siguiente, leí el resto. No me importó llegar tarde a una clase o que una traducción urgente y difícil me tuviera después la noche en vela. Tenía que saber que pasaba con Mister Bones. En algún momento hice algo que no hago nunca, me adelanté y leí el final, no soportaba no saber cuál era el destino final del perro. Tanto me angustiaba la incertidumbre. 

 Las vueltas de la vida y la lectura, ahora, después de Tombuctú, Paul Auster es uno de mis autores favoritos. No sólo me gusta dialogar con él sino que le tengo un reciente y sin embargo profundo afecto. ¡Me es imposible no dialogar con un hombre que escribió un libro tan pero tan hermoso!

viernes, 9 de noviembre de 2012

Favio


Adiós, Chiquito

Por Horacio Verbitsky

Temía estar solo en ese momento, pero no fue así. Terminó de apagarse poco después del mediodía, tomado de la mano por sus afectos más íntimos.
 


Hace dos meses, cuando la Cámara de Diputados le entregó un premio, Leonardo Favio, tal vez nuestro mayor artista popular, me pidió que lo acompañara. Fui porque el premio se lo daban a él y él fue porque el premio se llamaba Néstor Kirchner, quien le devolvió la felicidad por las transformaciones que puede producir la política y que para tantos llegó como una sorpresiva primavera. Le cautivaba Cristina y estaba orgulloso del homenaje que ella le tributó hace unos años. Como muchos, sentía como un privilegio haber llegado a vivir este presente.
 


Si el Chiquito te pedía algo era difícil negarse. Cuando me invitó al estreno de su última obra, Aniceto, le dije que no me sentía cómodo en esa situación social. Pero me insistió hasta la intriga. Para colmo me hizo sentar entre Fito Páez y los bailarines de la película. No había dónde esconderse. Al entrar al cine me dijo que quería hablarme cuando se encendieran las luces, como si supiera que planeaba escaparme un segundo antes de eso. Recién al final de la proyección entendí por qué me obligó a quedarme. No creo haber hecho nada para merecer que me dedicara el Aniceto, aunque él sentía que siempre estuve cuando me necesitó, desde aquellos años de mate con bombilla en la terraza en que me contaba escena por escena cómo sería su próxima película. Soy uno de los que le dijeron que no era una locura volver a filmar El romance del Aniceto y la Francisca con bailarines en vez de actores. Uno diría, ¿y qué podía importarle lo que pensara un tipo que entendía tan poco de esas cosas? Le importaba, porque era un creador tan grande como inseguro. Su cine y su música se basaban en la intuición, alimentada en el universo de su infancia y hasta su último proyecto inconcluso tiene que ver con eso, el pantalón cortito con un solo tirador y el mantel de hule. Pero como cineasta además era un obsesivo que medía y pesaba cada detalle hasta la exasperación y al Tano Stagnaro le hizo hacer cosas con el color que hoy parecen fáciles con el digital pero que entonces eran una proeza. Rita Hayworth decía que las únicas joyas de su vida eran las dos películas que filmó con Fred Astaire. Yo atesoro el guión, las indicaciones de escenografía y el disco con la música del Aniceto. Mañana quiero volver a leer ese texto y las líneas con que me lo mandó, así como hoy escucho sus canciones, de las que decía que “perdurarán mucho más allá de nuestras sombras”, por las que “me recordarán al momento de empacar para no volver”, aunque al mismo tiempo se definiera como “un compositor rasante, de tono y dominante”.
 


Desde los shows de su juventud siempre hablaba de la muerte, con una idea de la trascendencia que en los últimos años lo acercó a una experiencia mística de Dios y el universo. Era bastante asustadizo y cuando tuvieron que operarlo para un reemplazo de cadera, me mandó las cajas con el montaje final de Perón, sinfonía de un sentimiento, y un escueto mensaje aterrador: “Si me pasa algo vos decidís qué hacer con esto”. Pocas veces en la vida sentí tanta responsabilidad. Para rendirse ante esa obra superlativa, como casi todo lo que filmó en su vida, no hace falta coincidir con todas sus ideas políticas, y de hecho no comparto su visión del último Perón y todo lo que vino con él. Tampoco me olvido de que hoy es fácil exponer esos desacuerdos, pero cuando estas cuestiones no eran parte de la filosofía y de la historia sino de la vida (y sobre todo de la muerte, omnipresente), el Chiquito salvó la vida de una docena de rehenes a quienes torturaban guardaespaldas descontrolados el día del regreso de Perón en 1973. Una cosa es la ideología y otra cosa la decencia.
 


No sé si tiene alguna importancia decirlo hoy, pero mi preferida de sus películas es Gatica, el Mono. Sé que es muy subjetivo. Sobre todo en una filmografía con varios puntos altos para elegir. Esa película es la historia de la sangre, de la sangre vertida por nuestro agobiado pueblo, de la humillación y la derrota y la aridez, de la impotencia y del fracaso. Algunos críticos han señalado que su duración es excesiva. Yo no quería que terminara nunca, y la vi varias veces en una semana. Creo que sólo me había pasado antes con La conspiración de los boyardos, de Eisenstein, en mi adolescencia; con Vivir y Kagemusha, de Kurosawa; con Rocco y sus hermanos, de Visconti. Varias buenas películas han encarado el pasado terrible de este país, desde distintos ángulos, muchos encomiables. Pero me parece que nadie había conseguido una mirada tan abarcadora como la de su reflexión, de algún modo no política. Pertenece a otro orden de la realidad, establece un nexo distinto con el espectador, multidimensional, envolvente, iluminador e inexplicable, como la poesía. Y además les llega a todos, no sólo a los que saben y les importa.
 


Walsh abrió las primeras ediciones de Operación Masacre con una cita de Elliot, en inglés: “Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos. ¿Cómo, cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?”. Pero luego la sustituyó por otra, del comisario a cargo de los fusilamientos: “Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía”. Ni poesía inglesa ni la implacable precisión de los datos. La estética de Gatica para decir aquello mismo que obsesionaba a Walsh es la que el Chiquito y su hermano y coguionista, el Negrito Zuhair Jorge Jury, aprendieron de los radioteatros que hacían su mamá Laura Favio y su tía Elcira Olivera Garcés. Cuando un talento torrentoso recupera esta marca de infancia, para narrar la vida de un ídolo del más aluvional barro, amasado con lágrimas en la tierra de la Patria sublevada cuyo subsuelo Scalabrini Ortiz vio emerger aquel 17 de octubre, se produce el milagro de una ópera popular, en la que los temas más complejos pueden transmitirse de un modo accesible a todos. La obra de arte regresa al pueblo que la originó, y a su vez lo ennoblece, al ofrecerle esa nueva dimensión de sí mismo. Así se forja la cultura de una Nación, esa categoría tan desmedrada y, sin embargo, indeleble.
 


La antológica secuencia de la misa, con los dos cuerpos bañados en sangre y los rostros retorcidos por el dolor y el odio es una rendición de cuentas minuciosa de la infinita capacidad de infligir daño que ha sido nuestra historia, pasada y moderna, desde el fusilamiento de Dorrego en adelante. Los artistas capaces de recrear los mitos populares de ese modo deslumbrante, revelan rasgos ocultos de los pueblos, que tal vez ellos mismos ignoran.
 


Te despido así, con el nombre que sólo muy pocos teníamos permiso para usar, tal vez porque nos conocíamos desde que salimos de la adolescencia. Me cuesta escribir de vos en tiempo pasado. Me cuesta escribir sin llorar, mientras escucho tus canciones que alguna vez me parecieron una desviación de tu obra cinematográfica enorme y que me llevó años entender y amar como parte inseparable de una misma narrativa. Adiós, Chiquito.

Publicado en Página 12 el martes 6 de noviembre de 2012