viernes, 29 de noviembre de 2013

Catársis épica


Para mí noviembre y diciembre son meses muy difíciles. Las vacaciones están a la vuelta de la esquina, pero el cansancio, la frustración y el hastío ya están en los huesos. Y cada año que pasa es peor, hacen que enfrentar las obligaciones cotidianas sea como empujar una locomotora. Y si a esto le sumamos la poca paciencia y la irritabilidad de la andropausia, la ecuación de tan volátil es peligrosamente explosiva. No  perdamos el humor, me digo, pero por más que lo repito es lo primero que pierdo. Y el poco que conservo es más negro que el miedo. Por ejemplo, la famosa frase de Nerón (ojalá la humanidad tuviera una cabeza para poder contársela) me parece deliciosa y me dan ganas de volverla mi mantra.

No ser dueño de mi tiempo para planificarlo a mi antojo (situación que puedo sobrellevar con mayor o menor aplomo en los meses precedentes) se me antoja insoportable. Además, desde que aparte de las clases hago traducciones, tengo menos vida social que Robinson Crusoe antes de que apareciera Viernes. Los trabajos de traducción llegan a cualquier hora del día y de la noche y son siempre más urgentes que una emergencia sanitaria. Tampoco respetan feriados ni fiestas de guardar (jamás olvidaré ese 31 de diciembre en que volví de ver los muñecos y hallé una tareíta que necesitaban de vuelta en menos de 7 horas, y ¡la hice! metiéndome la cena de fin de año… en el olvido). Traducir para esta empresa no se condice con las costumbres humanas de comer, dormir, cagar o pasear al perro. Aunque claro siempre se puede decir que no, a lo que me resisto porque, como queda evidenciado en el ejemplo recién citado, tengo un súper yo freudiano muy acendrado. ¿Idiota, yo? ¡Sí!

Pero al apostolado de la docencia no se le puede decir no. Una vez aceptado, se muere con las botas puestas. Hay un par de pido gancho: la enfermedad y la locura. Pero como a mí la salud física y (la que yo llamo) mental me gustan, procuro sobrevivir sin pagar tan altos costos. (Algo pago porque la docencia en estos tiempos es devastadora). Sin pausa y con prisa, el sistema ha logrado que el docente tenga todas las obligaciones y el alumno ninguna. Si no se interesa es porque no hacés atractiva tu materia. Si no aprende es porque no trabajaste lo suficiente para llegar a él. Si no trae hojas ni con qué escribir, tenés que proveérselas. Si falta mucho, tenés que alcanzarle trabajos compensatorios. Y si se va a examen, tenés que darle todas las herramientas para que pueda aprobarlo. Por más que en la primera clase hayas dictado, copiado en el pizarrón o fotocopiado para que peguen en la carpeta el sacrosanto programa y las benditas expectativas de logro, por más que hayas hecho firmar a los padre (en el caso de los menores) y repetido (hasta el hartazgo en el caso de los adultos) que en el período de orientación para el examen deben venir con una carpeta completa (propia o ajena), llegado el momento (lo cual sucederá en estos días) aparecerán frescos y rozagantes sin ni siquiera una lapicera. Y si vos pretendés hacer valer tus derechos, esgrimiendo pruebas (“mirá tengo fotocopia de la nota firmada por los padres” en el caso de los menores  o “juro que lo repetí en todas las clases” en el caso de los adultos), la dirección te dirá que igual tenés que orientarlos y que si no tenés nada preparado que le des clase de todo lo que aparecerá en el examen usando el pizarrón. Y por más que seas una olla a presión y te salga humo por la nariz y las orejas de la bronca y la indefensión, igual tendrás que volver al aula y enseñarle cual egregia maestrita importada por Sarmiento los beneméritos temas del examen.

La experiencia enseña, claro. Me paso algunas horas del fin de semana largo revisando viejos (mas no perimidos) libros de enseñanza de inglés y selecciono páginas con teoría y práctica, las fotocopio y armos cuadernillos para cada curso que doy. Después fotocopio cada cuadernillo por el número de alumnos que se va a examen y goodbye pinela.

En el camino de regreso de la fotocopiadora me pregunto ¿con tanto mimo qué carajo estamos trasmitiendo? En la vieja época, entre otras cosas íbamos a la escuela a aprender a hacernos responsables. Hoy no les podés ni pedir la hora, no sea cosa de que los estés excluyendo.

Como camino a todas las escuelas que voy, mientras escucho música, cargo en el celular las oberturas de Ben-Hur, Los diez mandamientos, El puente sobre el río Kwait, Lawrence de Arabia, Lo que el viento se llevo, Los siete magníficos, etc. Música grandiosa para darme ánimo. Sobrevivir a fin de año es heroico, titánico, épico. Al lado nuestro, lo del Cid Campeador es un poroto, mirá.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Muñecos de torta

Estarán muy a la moda, pero pantalones ajustados y sacos cortos nos da, sin importar la altura... muñecos de torta.

(Los muñequitos son Nicolás Francella y Peter Lanzani)

jueves, 21 de noviembre de 2013

La variación 34



33 variaciones de Moisés Kaufman marcó el regreso de Jane Fonda a Broadway. Por saberes previos de cómo se hacen las cosas en el centro mundial del teatro comercial, esperé una obra bien construida con personajes que permitieran el lucimiento de las o la estrella principal. Sorpresa. Construcción hay, también la posibilidad de lucimiento, lo que no hay es una obra de teatro en el sentido estricto del término. Una obra teatral se diferencia de las otras formas literarias en que se motoriza a través de conflictos modificadores de personajes claramente delineados. Aquí hay unos cuantos conflictos, pero mueren en embrión, jamás se desarrollan o se potencian.

Esta obra es más el relato de dos obsesiones o de una, la de Beethoven, que cobija la otra. La cosa es así, hay dos grupos de personajes. Por un lado tenemos a Catalina (Marilú Marini), una musicóloga con una enfermedad terminal que está obsesionada en saber por qué Beethoven hizo 33 variaciones de un vals pobretón de Anton Diabelli. Tiene una hija, Clara (Malena Solda) que va sin rumbo fijo por la vida, cambiando de profesión como de zapatos. Por una consulta médica ambas conocen a David Clark (Francisco Donovan) un kinesiólogo que se enamorará de Clara. Catalina parte a Bonn y conocerá y se hará amiga de Gertie (Gaby Ferrero), la guardiana del archivo Beethoven que le permitirá ver los borradores de las partituras de las 33 variaciones.

Por otro lado tenemos a Beethoven (Lito Cruz) que está pobre, sordo y crepuscular. Un día, el editor Anton Diabelli (Rodolfo De Souza) le propone, como le ha propuesto a todos los grandes compositores del momento, que escriba una variación de un vals que el propio Diabelli acaba de componer. Como sabemos ya, Beethoven no hará una sino 33 variaciones del dichoso valsecito. Beethoven tiene un secretario Anton Schindler (Alejo Ortiz) que le es más fiel que un perro.

El relato se estructura en escenas que van de un grupo de personajes al otro, y a veces ambos grupos se entremezclan. El desarrollo del relato se basa en la alternancia de una supuesta normalidad de Beethoven y en ocasionales caídas en la enfermedad y una desmesura que bordea la insania por un lado y por el otro en el progresivo deterioro físico de Catalina.

Hay tres personajes que cuentan con cierta entidad propia. Beethoven, el genio sordo e incomprendido. Catalina, una musicóloga narcisista con más ganas de comprender a Beethoven que a su hija. Y Clara que debe aprender a asimilar la influencia de su madre y hallar un camino propio.

Catalina es el centro del relato. Y sus supuestos conflictos se solucionan sin desarrollo alguno. Gertie le dice en un momento que ignora a su hija y a la escena siguiente como por arte de magia no la ignora más. Al principio soporta la hostilidad de Gertie y después de esperar un tren juntas son las más amigas del mundo. Beethoven le dirá (lugar común de todos los dramas de enfermedades) que se deje morir y ella muy obediente se muere.

A Clara la conocemos más por anécdotas que por desarrollo dramático. Parece tener problemas sexuales y de relación que resuelve de la noche a la mañana con sólo dejarse llevar (si la vida fuera así de fácil, los psicoanalistas se morirían de hambre).

David, el novio kinesiólogo, parte a Bonn y se queda. ¿No necesita trabajar? ¿Tiene licencias acumuladas? ¿Es rico? En Bonn se hará voluntario de la Cruz Roja, ¿gratis o le tirarán algún viático? Si demuestra ser el candidato ideal para cualquier chica, ¿cómo es que llegó los 30 años solterito y con apuro?

Gertie está casada, se dice por ahí. ¿El marido no le tira la bronca porque se pasa todo el tiempo con Catalina, Clara y David? Pasa de ser una guardiana feroz del archivo Beethoven a poner en peligro ese trabajo llevándole incunables a la casa de Catalina, ¿nada más que porque padece una enfermedad similar a la que tuvo un pariente cercano? ¿Y el espíritu prusiano del principio, qué, era puro verso?

Anton Schindler, el perfecto secretario, ¿respetaba y admiraba a Beethoven, el genio, o sentía afecto a Beethoven, el hombre? ¿Beethoven le pagaba algún sueldo? Cuando estaba en la mala ¿Schindler ayudaba con algún mango ahorrado a que Beethoven tuviera un pan para llevarse a la boca o un remedio para aliviar la enfermedad? ¿Por qué no hace más que repetir lo escrito en la biografía de Beethoven cuando Catalina y Gertie le echan en cara el error en las fechas que acaban de descubrir? ¿Fue un error de atolondrado o se traía algo bajo el poncho?

Anton Diabelli ¿es un comerciante descarado que escribió un vals para hacer plata o cree haber escrito algo bueno? ¿Por qué tiene tanto apuro en que Beethoven le entregue las variaciones y después ninguno? ¿Por qué no reacciona cuando le dicen que escribió una composición mediocre? ¿Por qué se ofende cuando descubre que las variaciones se apartan del original y en una escena posterior le encantan?

Beethoven era un genio, eso nadie lo discute, pero ¿era un loco, un santo, un idealista o un boludo a pedal?

Estas, y unas cuantas preguntas más, podrían contestarse si el autor hubiera escrito una obra de teatro, pero cómo sólo escribió un relato teatral, son cuestiones que le parecen irrelevantes porque exclusivamente le interesa que la historia avance. Y la historia avanza a través del deterioro físico de Catalina quien primero tiene inutilizado un brazo, después anda con bastón y termina en silla de ruedas sin perder jamás el buen humor porque (y hete aquí la moraleja de la historia) una obsesión avasalladora puede ayudar a que la gente muera bien.

Aunque el esquema de las escenas es mecánico y repetitivo, no todo es torpeza, hay momentos muy logrados. Como la primera cita en un concierto de Clara y David, resuelta con el truco inventado por O’Neill en Extraño interludio (casualmente la  obra anterior que hizo en Broadway Jane Fonda), mismo recurso que fuera inolvidablemente explotado en cine en John and Mary de Peter Yates, con los jóvenes por entonces Dustin Hoffman y Mia Farrow. O la escena en la cafetería en la que Gertie propone hallarle a Catalina un masajista que también le haga el amor para escándalo de David. O la metateatralidad de la voz en off de la azafata cuando Catalina está por aterrizar en Bonn. O la buena réplica de Beethoven cuando se le presenta a Catalina. ¿Usted?, le dice Catalina. A lo que Beethoven responde: ¿Qué, hubiera preferido a Tchaikovski? Variación del cordobesísimo: No, si vua se Tchaikovski.

Sin embargo, más allá de todos los peros, el espectáculo es seductor y hasta fascinante debido principalmente a la presencia en escena de un eximio pianista (Natalio González Petrich) que ejecuta casi permanentemente música de Beethoven. Además claro de la hermosa puesta de la talentosísima Helena Tritek, que concertó magistralmente escenografía, luces, movimientos y hasta pasos de baile. Y por supuesto de un elenco soñado que se entrega sin reservas.

Marilú Marini despliega su elegante ductilidad y como Alfredo Alcón en Filosofía de vida, que se ofreció en esa misma sala, se divierte a lo grande paseando en silla de ruedas con motorcito. Lito Cruz hace gala de su histrionismo y revolea su capa y su amplia bata con gusto. Malena Solda conmueve con su sensibilidad y plasticidad. Los demás no tienen mucho para hacer, pero lo hacen con brío. Gaby Ferrero, Alejo Ortiz y  Rodolfo de Souza ensayan caracterizaciones y Francisco Donovan defiende su galán.
O sea, una directora y un elenco inspirado te vuelven viable hasta una no-obra.

jueves, 14 de noviembre de 2013

Presente del indicativo



Tomé unas cuantas decisiones equivocadas, pero no me culpo ni me castigo porque quizá fueron las mejores que pude tomar dadas las circunstancias de cada encrucijada en la que me hallé. De todos modos la realidad que me fabriqué dista de la que imaginé. De allí que insista en la preeminencia de sobrevivir. A como dé lugar para disfrutar de los recreos que pueda permitirme. A lo que voy es…. a algo que ya expresó en letra y música mi amigo Stephen Sondheim incomparablemente. Ahí va: (primero subtitulado en español y después en inglés, enjoy!)
 
 

jueves, 7 de noviembre de 2013

Secuencia



La gente de la costa (¿los operadores turísticos?, ¿los intendentes?, no sé, no presté atención, mi mente como siempre está perdida en algún dilema existencial irresoluto) pide que las clases comiencen en marzo. Contra toda esperanza mi corazón va con ellos.

Días después, Sileoni, el ministro nacional de educación, explica que es imposible que las clases empiecen en marzo porque deben alcanzarse los 190 días del último decreto (el último decreto que pasé contigo / quisiera olvidarlo pero no he podido) y como la educación está en crisis (el eufemismo del siglo) los chicos necesitan todos los días de clases posibles (mirá vos). Cualquier portero sabe lo que necesitan los chicos para educarse, lástima que los ministros prefieran los asesores pedagógicos, personas que saben todas las respuestas sin haber pisado un aula en su vida desde que salieron de la salita rosa.

Lunes a la tarde, sudo frío, me tiemblan las manos, el corazón me late más fuerte que la batería de Phil Collins, estoy llegando a una escuela en la que debo dar clase de dos horas reloj a adolescentes que se resisten a aprender nada. Menos llevar señoritas para que hagan el baile del caño, mariachis que canten en inglés, disfrazarme de payaso o balancearme en un trapecio, lo intenté todo sin ningún resultado. Llego y le digo a la preceptora que esta tarde quizá renuncie, que no los aguanto más. Si le sirve de consuelo, me dice, los del otro primero son peores. No me sirve de consuelo, pero logro navegar la frustración y el ataque de pánico y no renuncio. La educación es para los hombres y mujeres de coraje.

Todavía no nos estamos yendo, falta lo peor para llegar a las vacaciones y ya sabemos que las clases del año próximo comenzarán el 26 de febrero y que el 11 de dicho mes tengo la primera mesa de examen. Las vacaciones docentes no son vacaciones, son sólo días de libertad condicional.

Leo las notificaciones pegadas al pizarrón de entrada de una de mis escuelas. Me entero que de haber asueto administrativo, las mesas del día 23 de diciembre pasarán para el 27 de diciembre. Inglés, por supuesto, se rinde el 23. Reiría si tuviera aliento, lloraría si tuviera lágrimas, putearía si no estuviera tan cansado o resignado. Entro a mi aula y digo hola, nadie me contesta, los alumnos están tan hartos o resignados como yo. Paso lista y comienzo la clase. A enseñar se ha dicho. Perdón.  A sobrevivir se ha dicho. (Termino estas palabras, entro a los diarios y descubro que en la provincia las clases comenzarán el 5 de marzo, no será la panacea ni un Abate Faria con un mapa del tesoro, pero ¿vieron? sólo se trata de sobrevivir)

viernes, 1 de noviembre de 2013

Bajo el ala del ángel



El teatro puede ser un ritual milagroso. El texto es el mismo, el elenco es el mismo, los técnicos son los mismos y ninguna función es igual. Algunas se deslizan como sobre aceite, otras andan a los tumbos como sobre camino pedregoso y otras van de desastre en desastre y terminan porque todo termina. Y hay otras en que por una rara combinación astral o por la decantación aritmética del azar, todos los componentes del ritual se alinean, la representación se trasciende a sí misma, y aunque la repartición de roles entre actores y público persiste, volvemos por un rato al origen del teatro en que todos éramos oficiantes, un actor inicia un gesto que es leído al instante por el público, el público determina el ritmo al que debe ir la representación y el milagro se vuelve asequible, comprensible, remontable.

Era un día poco propicio para el milagro, 27 de octubre, domingo de elecciones. Sólo medio teatro lleno, un día a contrapelo. Sin embargo, la función de Vale todo (Anything goes) de Cole Porter de tan luminosa se volvió portentosa. Tengo autoridad para decirlo, era la tercera o la cuarta función de este espectáculo a la que asistía. En otra entrada de este blog ya hablé de las cortedades del entramado textual y de las limitaciones de la versión, pero la función del 27 habitó la hazaña. 35 actores, cantantes y bailarines, más una docena de músicos, más no sé cuántos técnicos, más sabrá Dios cuántos espectadores se contagiaron del duende, del ángel o del secreto de la magia y dimos una función extraordinaria. Después de 3 o 4 asistencias, sé cada chiste, cada gag, no obstante me reía no como la primera vez, más aún porque la ejecución provenía de la mezcla perfecta de ensayo y dominio de cada resorte de la  obra. Nadie desafinó irremediablemente, ningún bailarín entró a destiempo desvergonzadamente, ningún actor se desconcentró ostensiblemente, no hubo risas discordantes ni aplausos atrasados, hasta el único bebé presente emitió en la pausa ideal un sonido audible que le dio el  pie a Martín Salazar para un gag. Angelados estábamos. (El único lunar fue que los anteojos de Catarineu se negaron a resbalarse en el gag del sombrero con Pinti).

Cuando terminó, la platea se puso de pie, no para agradecer lo dado, sino para estar como el elenco en el escenario, parados todos, porque sin saberlo, (es imposible vivir el prodigio y ser consciente del mismo), nos celebrábamos.
Si creen  que deliro, que mi amor por cada una de las notas de una de las partituras más bellas jamás escritas para el teatro musical me obnubila, pregúntenle a mi sobrina que me acompañaba o a cualquiera de las otras personas que tuvieron la suerte de asistir a esa función sublime.