viernes, 28 de junio de 2013

La felicidad también paga



Qué susto. No pensé que fuera el único, pero temía que no fuéramos muchos. Cuando se conoció la medida de la reorganización de los asuetos y los feriados puentes, salté en una pata de alegría, lo cual indica que me di cuenta de los beneficios de inmediato, no  porque fuera una lumbrera sino porque mis condiciones de trabajo son tan malas, que soy muy sensible a todo lo que incrementa mi calidad de vida. Que hubiera gente tan ganada por el prejuicio que rechazara hasta con virulencia una medida que los beneficiara escapa a mi comprensión. Sé que hay explicaciones sociológicas que lo aclaran, aunque sigue sin entrarme en la cabeza como se puede vituperar un beneficio que disfrutarás con amplitud sólo porque lo otorga un gobierno que para decirlo amablemente no te cae bien. Las políticas que se implementan son algo concreto, se padecen o se gozan. Y un feriado es un feriado, sólo los dementes o los que no han trabajado nunca pueden rechazarlo. Está mal dar siempre entidad de verdad universal a la experiencia personal. Una cosa es ser un hombre y mortal como Sócrates que hasta se murió para probar la universalidad de su silogismo y otra creer que todos los jóvenes toman fernet con cola porque vi a uno tomándolo. Sin embargo como yo no hacía más que toparme con gente que me esgrimía el prejuicio de que los feriados puentes eran una medida populista que no hacía más que criar vagos, pensé que todos había caído en la esquizofrenia de gozar un beneficio y putear a quién y por qué se lo había dado. Ahora que se han publicado los resultados de una encuesta, compruebo que mi experiencia no es universal. Hay gente que opina como yo y otros como la gente con la que me he venido chocando.

A continuación transcribo parte de la nota, la cual pongo en itálica, entre paréntesis y con letra normal mis comentarios.

La política de ordenamientos de feriados que dispuso el gobierno nacional en noviembre de 2010 registra una amplia adhesión entre la población (¡Sí!). Según una encuesta reciente realizada por el Ministerio de Turismo, el 94,5 por ciento de los consultados consideró que los fines de semana largos incentivan el turismo (en vista de que no queda nadie en la ciudad, una obviedad), el 77,4 opinó que además favorecen el consumo (hasta yo que no voy a ningún lado, voy al súper y de la alegría consumo más que en días comunes) y el 55,5 por ciento consideró que mejoran la calidad de vida (me volvió el alma al cuerpo, mi esperanza en la humanidad no es infundada). Además, la mayoría minimizó los supuestos efectos adversos sobre la producción (porque no le preguntaron a ningún patrón, que sino). Un 38,6 por ciento de los encuestados dijo que la introducción de nuevos feriados lo ayudan a trabajar más descansado y mejor sin impactar en su productividad anual (ni que lo digas), mientras que un 36,7 por ciento consideró lo contrario (los amargados de siempre, bah, los llamaría de otro modo, pero prefiero seguir con el apto para todo público), un 23,1 por ciento opinó que no hay cambios (son zombis, androides o no trabajan) y un 1,6 por ciento no respondió (el casi extinto ¿yo?, argentino). Los resultados evidencian que, más allá del intenso lobby patronal en contra de esta política (al  patrón la joda no le gusta, la joda del obrero, claro), amplificado recurrentemente por algunos medios de comunicación (los garcas de siempre), la mayoría de la gente se siente beneficiada con el nuevo esquema de feriados (conclusión más que razonable, ¡qué alegría!).

La cantidad de feriados aumentó en los últimos años por la incorporación de nuevas fechas conmemorativas, algunas fijas y otras excepcionales, y por los denominados “puente”. En 2007 hubo once, y este año están previstos 19 feriados. El incremento abrió un debate sobre su impacto económico. Todos los rubros vinculados con el turismo elogiaron la decisión oficial y también algunos sectores del comercio, mientras que la industria formuló algunas críticas, junto con los medios de comunicación más conservadores, que machacaron con la idea de que es una medida populista que afecta la productividad, pese a que los estudios académicos que avalan esa hipótesis son escasos (los garcas no necesitan pruebas ni evidencias, les basta con repetir la misma cantinela de siempre, total siempre hay un tontaje abonado que la compra). De hecho, también existen algunas investigaciones que resaltan las virtudes de ese tipo de medidas, al remarcar que fortalecen los vínculos familiares y afectivos, incrementando los niveles de felicidad, una ganancia que no es capturada en términos del PBI, pero que favorece la generación de riqueza (la felicidad también paga).

Esas últimas conclusiones parecen estar en línea con el sentir de la mayoría de los encuestados, quienes se mostraron conformes con el incremento de los feriados (Avanti, bersaglieri, che la vittoria é nostra!). Además de remarcar que incentivan el turismo y el consumo, los consultados también sostuvieron que los días no laborables favorecen a las economías regionales (Otra obviedad). El 60,5 por ciento se mostró de acuerdo con esa afirmación (coincido) y apenas un 28,5 por ciento opinó en contra (ya lo dijo Barnum: Nace un tonto cada minuto). Además, el 73,5 por ciento coincidió en que los lugares visitados durante los fines de semana largos no son solamente los típicos de verano o de invierno. Y el 46,1 por ciento respondió que la política de ordenamiento de feriados los incentiva a realizar viajes en momentos del año cuando no solía hacerlo. No obstante, aún se observa que la población aún no ha internalizado suficientemente sus posibilidades de planificar los viajes anticipadamente, pues la encuesta arrojó que el 54,9 por ciento no chequea el calendario para la planificación de sus viajes.

La encuesta también dejó en evidencia los efectos de la campaña que llevan adelante algunos medios de comunicación en contra del incremento de los días feriados y no laborables (te lavan la cabeza, tontuelo, ellos defienden intereses que nunca pero nunca serán los tuyos). El 43,7 por ciento opinó que la suma de los días de vacaciones y los feriados en la Argentina es mayor que en otros países, pese a que, según datos proporcionados por el Ministerio de Turismo, en Argentina suman 34 días en promedio, cifra que se encuentra en sintonía con otros países de la región. En Bolivia son 37, en Chile 29, en Colombia 33 y en Venezuela 36 días. Si se contrapone con otros países del mundo, se observa que Austria tiene 38, Alemania 29, Finlandia 35, Francia 36, Japón 35, Suecia 36 y el Reino Unido 36 (me los voy a anotar en un papelito para escupirlos cada vez que me repitan la estupidez de que en ningún lugar del mundo hay tantos feriados).

El informe revela que el 62,2 por ciento de los argentinos afirmó que los feriados favorecen su vida social (vínculos con familiares o amigos) (eso también, más tiempo libre ayuda a fortalecer los afectos), mientras que para el 31,2 por ciento le resulta indiferente (desamorados). A su vez, el 71,1 por ciento se manifestó de acuerdo con que los feriados mejoran el estado de ánimo de la población en general (nada como el descanso para levantar el ánimo) y apenas un 17 por ciento se opuso a esa afirmación (los garcas y a los que les lavaron la cabeza los garcas), mientras que el 8,9 por ciento se mostró indiferente (es tiempo de opinar, mis amores, hoy más que nunca el que calla otorga… a los garcas de siempre). Por último, el 46,3 por ciento afirmó que, considerando todos los aspectos (económicos, rendimiento laboral y vida social), los feriados tienen un impacto positivo (como me encanta no estar solo) y sólo un 26,9 por ciento dijo que el balance es negativo (como me encanta ese “sólo”).
Doy gracias a los cielos porque la estupidez no sea infinita.

jueves, 20 de junio de 2013

Todo del amor me produce envidia



Para su suerte, gloria y beneplácito, en esto, no como en tantas otras cosas, no estoy solo: amo a Soledad Silveyra. Desde siempre. Estuvo en la primera obra de teatro profesional que vi (antes había visto a actores catamarqueños de radioteatro representar la versión teatral de un radioteatro anterior): Víctor o los niños en el poder de Roger Vitrac. Dirigía Renan y aparte de Silveyra estaban Ana María Picchio, Víctor Laplace y otros actores ya retirados. Era una obra del absurdo. Ella y la Picchio hacían de nenas de una familia acomodada y en un momento se les pedía que hicieran una gracia y uno esperaba que tocaran el piano o recitaran un poema, pero no, agarraban unas maracas y arremetían con el bolero aquel de si la mujer que al amor no se asoma, etc. Una delicia. Para mi cumpleaños 14 o 15 pedí permiso para que me dejaran ir solo a Buenos Aires al teatro. Me lo concedieron y en un domingo me armé un doble programa y vi primero Sabor a miel de Shelagh Delaney con ella, la gran Elsa Berenguer, Alterio, Jorge Mayor y Hugo Arana, dirigía Renan otra vez y el programa de mano tenía un hermosísimo dibujo de Renata Schussheim. La segunda obra que vi esa noche fue la Yerma lorquiana dirigida por Víctor García con Nuria Spert, of course, pero ésa es otra historia. Como se ve, en mi historia de espectador teatral, la chica marcó dos hitos. Entre Víctor y Sabor a miel, como todo el mundo o medio país que tuviera televisor la vi en Rolando Rivas, taxista. Iba los martes a las 22 y literalmente no había nadie en las calles. Al año siguiente no pudo o no quiso estar en la segunda parte, en la que la enamorada fue Nora Cárpena, pero reaparecería en otro Migré: Pobre diabla, en la que me enamoré, como todo el mundo, nada original lo mío, de una tal China Zorrilla. (Con China llegaría a tener una relación epistolar-telefónica-de café, bueno, más bien de té, pero ésa también es otra historia). A Solita después la vi en casi todo lo que hizo, fuera teatro, cine o televisión. Para no apabullar con datos y recuerdos, citaré las dos obras que me hicieron tenerle un respeto eterno: La malasangre de Griselda Gambaro y Perdidos en Yonkers de Neil Simon. En esta última obra que dirigía la Zorrilla, había un momento en que pedía que la abrazaran y era tal la sensibilidad y desprotección que le daba a su personaje, una joven medio retrasada, que me hizo soltar el moco, lo cual en teatro es muy incómodo para los hombres, no hay tanta oscuridad como en el cine. Fue un momento glorioso y me emociona cada vez que lo recuerdo. En teatro Solita se planteó todos los desafíos que pudo y buscó ser dirigida por los directores más innovadores. Ahora, por ejemplo, viene de ser dirigida por Javier Daulte, está en una producción comercial de una obra de Woody Allen que dirige Luis Romero y estrena Nada del amor me produce envidia bajo el mando de Alejandro Tantanián. Esta obra de Santiago Loza, también cineasta, ya conoce una versión anterior muy aplaudida con María Merlino en el protagónico y dirección de Diego Lerman. Me muero de ganas de verla, va sólo los lunes en el Maipo. Transcribo a Télam: “La obra cuenta la historia de una costurera que debe decidir a quién le da su vestido, si a Libertad Lamarque o a Eva Perón”, sintetizó Silveyra entre bambalinas, a minutos del estreno. Que vaya nada más que los lunes me complica la vida porque tengo clases en la nocturna. Bueno, siempre se puede faltar. Pero son clases con adultos, se cierra el cuatrimestre y si falto, perderán la oportunidad de redondear o concretar la eximición, con un  poco de suerte, recién podré ir el lunes 8 de julio, que gracias a Dios es también feriado. Vi una escenita por ahí y sé que me va a gustar. Después les cuento. Y titulo este post como lo titulo porque me da bronca no estar enamorado. Amo, que es distinto, reconfortante, sí, pero más trabajoso y paciente. Estar enamorado es, no sé, sentir nueva la piel, cantar porque hay nubes, esas cosas. Ustedes me entienden. Ah y no se trata solamente de estar enamorado de alguien, se puede estar enamorado de un trabajo, una idea, una música, un cuadro, una mascota y un largo etcétera. Ay, es tan hermoso (¡y breve!) estar enamorado que lo extraño.
 

viernes, 14 de junio de 2013

Padres de película



Gracias a Dios tuve un buen padre. Entre muchas otras cosas, me legó el amor por el cine y los libros, que no harán de mi vida un paraíso aunque, claro, la mejoran. La historia del cine registra unos cuantos padres inolvidables. En este instante, mi vapuleada memoria me recuerda el de Gregory Peck en Matar a un ruiseñor, y más aquí en el tiempo, el de Steve Martin en Todo en la familia y el deliciosamente delirante de Jim Carrey en Mentiroso, mentiroso. Aunque en el cine más o menos reciente, el mejor padre de todos es el Gary Lewis. El hombre no es nada más ni nada menos que el padre de Billy Elliot.

Este padre me conmueve hasta lo indecible. Deja de lado todas sus convicciones y se transforma en lo que considera la peor escoria de la Tierra, un rompehuelgas, para que su hijo tenga una oportunidad en una disciplina artística que por formación y gusto jamás comprenderá: el ballet. La escena en que entra a la mina en el ómnibus de los rompehuelgas y es visto por su hijo mayor puede que sea una cumbre del melodrama, pero da con elocuencia la magnitud de su sacrificio. Y el posterior y parco viaje a Londres es de una seca ternura pocas veces alcanzada en el cine.
Billy Elliot es una historia inolvidable que no sería tal sin semejante padre.

viernes, 7 de junio de 2013

Placeres culposos




Como tengo media tarde libre, decido ir al cine. Aunque me sé la cartelera de memoria, entro en la página web de los cines y finjo elegir qué ver. La decisión está tomada de antemano, sólo corroboro el horario. Me digo que la veré porque trabaja Morgan Freeman. Mentira. Tengo ganas de que me aturdan con una banda de sonido estentórea, que todo vuele por los aires cada tres minutos, que haya más balazos que chinos en China, que el argumento sea tan endeble que pueda seguirse incluso en coma cuatro, que los personajes sean tan sustanciosos como un té aguado dos veces. En fin, quiero una película pochoclo, pochoclo. Tan industrial como una cocina en serie, tan impersonal como una bufanda gris, tan sustituible como el próximo estreno pochoclo de las próximas mil semanas de los próximos cien años.

 
El esquicio de película (de algún modo hay que llamarlo) lleva por título Ataque a la Casa Blanca y comienza a las 14:20. Llego a tiempo de pavear un poco y ver los afiches de los estrenos que vendrán. Entro, el control, un chico tan joven que ni debe haber votado todavía, me corta la entrada y dice la última sala del pasillo. No hay nadie en la sala. Me siento en la última fila al centro. Procedo a desvestirme porque hace un calor de sauna. En verano hay que rogar para que te prendan la refrigeración, en invierno hay que suplicar para que te apaguen la calefacción, de donde se deduce que el cine es cosa de viejos. Pasan los minutos y parece que darán la película sólo para mí, qué honor, una función privada. Casi, entra una señora, abrigada como para el polo, con cara de no haberse equivocado, se le nota que tiene ganas de que la aturdan y de que vuele todo cada tres minutos, me cae bien de inmediato, prefiero a las señoras de gusto de pochoclo de acción a las señoras de gusto de pochoclo de drama o romance. La señora se sienta un par de filas adelante y, apabullada por el sofocón reinante, procede a un obligado strip-tease. Las luces se apagan y nos someten a los ineludibles tráileres, esas cosas que llamábamos colas cuando nos gustaba usar el español. Aparece primero Francella hundido en un auto hablando por un celular, después se baja y resulta que no estaba hundido sino que era un enano, le habla a la cámara y nos invita a ver en agosto esta película cuyo título se me escapa. A continuación Darín pierde un par de hijos en edad de primaria y con consabidas mochilas en una escalera mientras él baja por el ascensor, ¿secuestrados?, ¿abducidos por extraterrestres?, no sé, me pinta más de policial, que de ciencia ficción, así que opto por secuestro por venganza. Después Johnny Depp transpira su maquillaje de indio Toro en el próximo Llanero Solitario. Creo que hubo muchos más tráileres, pero se me perdieron, peligros de la sobreabundancia.

Y cuando ya desesperábamos, comienzan por fin a atacar a la Casa Blanca. El trámite se desarrolla según lo esperado, música ensordecedora, efectos a granel, balaceras perennes. La señora y yo disfrutamos como cerditos en chiquero nuevo. De repente, cuando íbamos como a 45 minutos de haber empezado, la pantalla se pone negra, no se ve nada aunque el sonido sigue atronándonos los oídos. La película era en 2 D digital de modo que no se exhibe por proyectores y rollos sino por una computadora con su correspondiente Windows. Dejo pasar un par de minutos y como nada pasa, me paro, abro las puertas de entrada de par en par y procuro llamar la atención del control, no me oye por el batifondo de todas las salas y porque está inmerso en su celular. Me acerco y le digo estamos en la última sala, la pantalla se puso negra, no se ve nada. Se incorpora, manotea un teléfono que está en la pared y me dice no se preocupe, ya lo solucionamos. Vuelvo a la sala, se encienden las luces y la señora me dice nos perdimos un buen rato, ¿nos darán esa parte otra vez? No sé, digo, esperemos que sí. Aprovecho y voy al baño, me comunica. Asiento con la cabeza como si le diera permiso. Vuelve y nada pasó. ¿Y? me pregunta. No sé, ya volverá, le digo. Se sienta en la fila anterior a la mía. La interrupción nos ha acercado. La pantalla se enciende y aparece otra vez Francella. La señora se desespera, ¿qué, nos van a dar todo de nuevo?, me dice y esta vez es ella la que se para y le increpa al control desde el fondo del pasillo, ¡che, pibe!, ¿van a dar todo de nuevo? No, dice el control acercándose, de proyección me dijeron que iban para atrás unos 5 minutos y largaban otra vez. Pero largaron desde un principio, dice la señora, está Francella. Salgo a apoyar a la señora y desde la puerta, le ratifico al control, sí, está Francella. ¿Francella?, dice el pibe, ¡pero si no es con Francella! Lo dice medio divertido, medio sorprendido, como quién piensa ¿qué carajo están fumando?, no sean agarrados, conviden. Lo insto a que se acerque, mirá, mirá, es Francella. El pibe asoma la cabeza y dice, sí, ¡es Francella! Vuelve corriendo al teléfono de pared, farfulla algo y después nos grita, fíjense si a esa altura está bien. Desde la puerta miramos la pantalla y aceptamos, sí, está bien, le gritamos. Vemos otra vez como hacen moco el obelisco de Washington y nos sentamos. Sí, estamos a cinco minutos de donde la pantalla se puso negra, pero es la parte que más disfrutamos, cuando destruyen casi toda la Casa Blanca y medio Washington. Después se pone medio aburrida, una vez tomada la Casa, los yanquis deben recuperarla. Y es la hora de pagar por el placer inicial. No sólo la recuperan a todo heroísmo sino que encima nos propinan un discurso patriotero de podrán golpearnos pero nunca vencernos y esas cosas. Con la señora volvemos a vestirnos para enfrentar la calle. La primera hora estuvo buena, dice la señora, la segunda parte no estuvo mal pero no fue tan entretenida. No puedo coincidir más con la dama. Nos despedimos. La función siguiente se demoró por nuestra culpa y una cola ansiosa de señoras procura saber si ya pueden entrar. Verán otra película, porque a la Casa Blanca recién la vuelven a atacar a las 8 de la noche. Hay películas que son como masturbarse en la ducha, nos divierte la idea en un principio y nos cascamos nomás, pero después mientras nos secamos nos parece que hicimos una pelotudez.