viernes, 24 de abril de 2015

Cuartito azul



Una de las ventajas de tener años (una de los pocos privilegios de ser viejo, a decir verdad) es que con un poco de memoria, se puede pasar por culto. Si te dicen, por ejemplo, que están por estrenar una película titulada El cuarto azul, vos te ponés a cantar Cuartito azul. Una ventaja por sobre cualquier joven, incluso hasta uno muy leído si te descuidás. A menos, claro, que tenga un abuelo que le machaque tangos el día entero. En ese caso te ganaría. Y vos lo envidiarías doblemente, porque tiene el vigor que ya perdiste y hasta la misma información que vos. Pero ese es otro cantar, por ahora cantemos Cuartito azul.

 

jueves, 16 de abril de 2015

Y de don Enrique Cadícamo...

Los que hayan pasado por esta página alguna vez saben que me enloquecen las canciones cuyas letras las convierten prácticamente en un monólogo hecho y derecho. Y si estaban en inglés, las he traducido para que todos puedan disfrutarlas. Esta vez no tendré necesidad de hacerlo porque se trata de un texto del gran Enrique Cadícamo, uno de los poetas del tango (la música es del maestro Juan Carlos Cobián), se llama Hambre y es de 1932. Puede que algún que otro término en lunfardo deban buscarlo en un diccionario, pero no será mella para esquivar el banquete. A disfrutar se ha dicho. 



  



Andá a hacerle el cuento a otra, que conmigo has terminado.
¿Qué te crees, que porque aguanto estoy en liquidación?
Voy a darte vacaciones por tiempo indeterminado,
pa’ que otra vez no confundas gordura con hinchazón.
Ya me tenés requeteharta con tanto grupo en almíbar,
me has hecho bajar seis kilos de un solo saque, ¡traidor!
Vos me hacés ver la comida con catalejo'e marina
y después andas diciendo que estoy flaca por amor.

Che, fresco de Goya,
rey del apoliyo,
sacudí el altillo
y andá a trabajar.
Laburá de guarda,
hacete pequero,
chafe, pistolero,
o mozo de bar.
¡Basta de vigilias,
se acabó el aguante!
¡Perdona el espiante
yo quiero vivir!
No ves que parezco
un cacho de alambre,
que te aguante el hambre
la mujer fakir.

Tu tranquilidad pasmosa es lo que más me subleva,
vos no te hacés mala sangre de campanear como voy.
Me tenés en el trapecio de la vida haciendo pruebas,
¿soy tu mujer, soy un bulto? Al final, ¿qué es lo que soy?
No quiero correr más liebres, mi independencia ha llegado.
Te dejo un ramo de olivos y que seas muy feliz.
No vaya a ser todavía que por quedarme a tu lado,
de ayunar tan a menudo se me piante hasta el chasis

miércoles, 1 de abril de 2015

El cine contemporáneo ¿un arte?



En la actualidad ver muchas películas contemporáneas puede tener efectos colaterales. No solo el esperable déjà vu, sino un profundo desconcierto, un rumiante desasosiego, una inquietante sensación de desplazamiento. Muchos críticos han comenzado a intentar darse explicaciones. Yo no soy un crítico, pero elucubraré también mi razonamiento de por qué nos sentimos así.


En un principio el cine era esas historias parpadeantes de imágenes y sonidos que se proyectaban en una sábana blanca de un lugar llamado también cine. Fue mudo, después habló, tenía algo de teatro, de novela, de ópera, de pintura, pero se independizó de esas influencias, y tanto, que comenzó a llamárselo el séptimo arte. Durante años reinó solo, fue el único dueño de una pantalla. Balbuceó un lenguaje hasta que lo dominó y lo llevó a las alturas sublimes de la poesía.


Después le salió una sombra pequeña: la televisión. De inmediato no fue una competencia peligrosa. La televisión armaba su programación con concursos de preguntas y respuestas, shows musicales, obras de teatro filmadas, sketchs de cómicos robados a la radio. Cuando se comenzó a producir ficción, sea cual fuera el género (western, de guerra, comedias, etc.) tanto la duración como el lenguaje diferían de los del cine. Tampoco con el  nacimiento de los telefilmes, el lenguaje de las películas cinematográficas se vio afectado. La televisión desarrolló su propia gramática. Bastaba solo un poco de práctica para poder diferenciar un telefilm de una película de cine.


De todos modos, el cine registró la pérdida de su primera batalla cuando la televisión empezó a propalar películas por sus diminutas pantallas. Si bien las viejas películas gozaron de una sobrevida, el cine se empequeñeció. Las películas perdieron la amplitud de las pantallas de ese lugar también llamado cine.


Eventualmente la televisión se convirtió en una competencia peligrosa. La gente prefería quedarse en casa a ver televisión en vez de ir al cine. La reacción del cine fue agrandarse, ensancharse, fueron entonces los tiempos del 70 mm, del cinemascope, del cinerama, de la épica, del gran espectáculo. También se volvió más audaz, dentro de los parámetros imperantes, para tratar temas más adultos como la problemática social o el sexo, cuestiones que la televisión por ser tan hogareña y familiar no podía tratar.


En algún momento se dieron tregua, convivieron, o el cine cedía espacio ante la televisión o viceversa. Y entonces el cine sufrió una devastadora segunda derrota: la revolución del video. La televisión, no ya como medio transmisor sino como aparato, triunfaba otra vez. El cine se volvía portátil. De manera más definitiva, el cine achicaba el espectro de su pantalla a las reducidas dimensiones de un televisor. Y en menos de que canta un gallo, padeció otra severa derrota: la llegada del cable. Ya ir al cine era solo la primicia de lo que se vería en el cable.


Lo que vendría después no es más que las bifurcaciones de esas derrotas: el DVD, ver películas en la computadoras, en los teléfonos, o en lo que tenga pantalla. Y Hollywood, como principal líder del cine, no estuvo a la altura de las circunstancias, en vez de fortalecer el lenguaje cinematográfico, lo neutralizó, lo bastardeó, lo degeneró, hasta prácticamente destruirlo.


Y sin darnos cuenta vimos pasar el momento en que el cine murió. La hora, el minuto, el segundo de su paso a la eternidad. Las películas, como expresión de eso que llamamos cine, ya no son lo que eran: CINE. Pasaron a ser esa otra cosa que aparece en las múltiples pantallas, que, insistamos, ya no son eso que llamamos películas, sino algo parecido, pero que ya no es cine. Y entonces los críticos más despabilados comienzan a hablar de “productos”, de “artefactos”, de “dispositivos” visuales que cumplen funciones determinadas de evasión, de exorcismo social, de acompañamiento de pochoclos, de matar horas.


Por ahora solo presento el tema. La discusión recién empieza. Algo es indiscutible, para los que amamos el cine, es liberador dejar de considerar películas a ese “acontecer visual” que se ve hoy en día en las distintas pantallas. Después de todo, si Lawrence de Arabia es una película, Selma, La teoría del todo, El código enigma bajo ningún punto de vista, pueden serlo. Buenas, regulares o malas, son otra cosa. Y cuando dejamos de considerarlas películas, el regocijo se impone porque rozamos algo parecido a una epifanía.
 
Continuará