lunes, 31 de diciembre de 2012

¡Feliz año!

La Plata es una ciudad que chorrea cultura. Hay música, teatro, pintura, literatura (ahora hasta estamos incursionando en la producción cinematográfica). Le hemos dado al país nuestra cuota de poetas, músicos, actores, compositores, novelistas, dramaturgos, cantantes, compositores, escultores (y hasta alguna que otra vedette). Pero mi máximo orgullo por la pertenencia a esta ciudad se aviva por lo que pasa a fin de año: la emergencia del verdadero arte popular. Espontáneo, solidario, anónimo, grupal, mancomunado: La elaboración de los muñecos de fin de año. Me da mucha alegría pertenecer a una sociedad de cultura emergente. La cultura emergente es algo tan pero tan raro que poquitísimas ciudades del mundo se dan el lujo de exhibirla. ¡Vivan los muñecos, carajo!
 

manda VOTO dejá un espacio 202 al 6357 es por Lito de Tradición Platense en 25 y 40

sábado, 29 de diciembre de 2012

Composición, tema: La vaca

No acostumbro a fijar metas ante un año que se inicia. En el momento que surjan, sea  otoño u octubre, las establezco y procuro cumplirlas. No me enorgullezco si las logro, no, a lo sumo me alegro. Ni me desmoralizo si fracaso, soy sólo un hombre.
 


Tampoco hago balances. Los hice cuando debía. Después de cualquier problema, conflicto, malentendido o ruptura, analicé las circunstancias, los por qués, los para qués, llegué a una conclusión y me pregunté si hice lo que debí, si no podría haber hecho otra cosa. Las respuestas no fueron satisfactorias, nunca lo son, pero después de un tiempo ya no dolían así que supuse que podía seguir adelante para acertar o equivocarme otra vez.
 


Eso sí, cuando me desean que los sueños se cumplan, me pregunto cuáles son. Están los tercos que siguen sin cumplirse, que no dependen de mí y que debería dar por prescriptos. No los doy por vencidos por superstición y respeto. Si alguna vez fueron fundamentales por ahí guardan alguna relevancia. Contra todo pronóstico y sentido común los mantengo aunque sé que me harán infeliz. A los nuevos los miro con desconfianza. ¿Son válidos? ¿Un capricho del momento? ¿Una necesidad desatendida que se cobra venganza? Los pongo entre paréntesis y si no los olvido, habrá que tomarlos en cuenta. Hubo épocas en que como la canción los resumía en “salud, dinero y amor”. La salud no se discute. ¿El dinero? Ahora lo reemplazo con trabajo. Abandonada la esperanza de que un juego de azar me depare una fortuna o que una herencia inesperada me salve del naufragio cotidiano, cifro en el trabajo la recompensa exigua pero constante de llevarme el pan a la boca y un libro a los ojos. ¿El amor? Tema espinoso si los hay. No hay uno solo sino varios. Está el amor a uno mismo, el más importante. El amor de la familia y de los amigos, variable en su gradación pero a la larga fiel y durable. Y está el amor-amor. Riesgoso, azaroso y un poco sobrevalorado. Si no se lo tiene pesa como una carencia profunda, si se lo tiene pensamos que nos lo merecíamos. Ni tanto ni tan poco. Millones de personas llevaron vidas colmadas y generosas sin haberlo conocido. Hay alguna madrugada olvidada en que el ideal romántico se pone en perspectiva y pierde su barniz dorado y se lo ve como en realidad es, bello pero un poco falluto. Y está la solidaridad, que es el amor de los extraños, el más hermoso, porque es intenso, desinteresado y súbito, el modo en que la especie se celebra y se protege, cuando se comprende por fin que uno, cualquiera, es todos. Y está el amor de Dios, claro, pero con ese no me meto, es personal, se siente o no se siente. 


Ahora resumo los deseos en uno, poder reírme, no como las hienas sino de verdad, con carcajadas francas y sonoras. Si uno puede reírse, salud se tiene, no hay hambre porque nada mata más el humor, y se siente amor si no la amargura no nos deja ver el humor que hay detrás de esta broma divina que es la vida.
 


Tampoco me pongo a analizar si los años pasados fueron buenos o malos. Los años son convenciones y la vida es una sola. Y viene con sus alegrías y pesares, sus cortedades y recompensas, sus caricias y brusquedades. A veces algunas priman sobre las otras, pero a la larga así como hay noche y día, tormenta y calma, los contrastes tienden a nivelarse.
 


Así que ojalá podamos reírnos mucho. Si las lágrimas se asocian al dolor, una buena carcajada sigue siendo lo más parecido a una expresión cierta y tangible de felicidad que conozco.
 

(La ilustración dice: "Al final no somos más que cuentos", frase de Steven Moffat)

viernes, 28 de diciembre de 2012

¿Será verdad?


 El jet lag, también conocido como descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona (que marca los periodos de sueño y vigilia) y el nuevo horario que se establece al viajar en avión a largas distancias, a través de varias regiones horarias.
Síntomas: Fatiga. Cansancio general. Problemas digestivos: vómitos y diarreas. Confusión en la toma de decisiones o al hablar. Falta de memoria. Irritabilidad. Apatía.

(Sacado de Wikipedia)

“No conozco el mar, pero si es su verde como el verde nuestro del cañaveral, sí conozco el mar”, dice Juan Piattelli en la letra de la canción. Yo parafraseo: “No conozco el jet lag, pero si sus síntomas son como los míos ahora y aquí, sí conozco el jet lag”.
 

Las vacaciones empezaron por fin, pero es tal el cansancio que arrastro que me siento desorientado, confuso, irritado. No sé si descorchar un champán o pegarme un tiro. Como todos los años, no optaré por ninguna de estas alternativas, me tomaré un café, procuraré calmarme y sacaré a pasear el perro que de la alegría hace más cabriolas que Jackie Chan. El muy sátrapa sabe que a partir de este instante, mi tiempo le pertenece. Ya no tendrá que compartirme con los horarios de las escuelas, con los plazos de las traducciones, tal vez, pero no con la asimétrica regularidad de mis horarios escolares.
 

Augusto Boal en Teatro del Oprimido cuenta que le dio una cámara de fotos a unos pibes lustrabotas y les pidió que le trajeran una imagen que simbolizara qué era lo que los esclavizaba. A los días, uno de ellos trajo la foto de un clavo. Cuando Boal le preguntó por qué, el chico le contestó que en ese clavo su patrón colgaba el cajoncito de lustrar con que lo obligaba a trabajar.
 

Si Boal me pidiera el mismo ejercicio, le llevaría la foto de un reloj. El reloj simboliza y determina el yugo al que estoy sometido. El reloj hipoteca mi vida. Si es lunes y son las 8, debo estar en tal o cual escuela, si es martes y son las 4 ya debo haber entregado la traducción de mierda que llegó a las 7 de la mañana y así sucesivamente hasta conformar un eterno etcétera.
 

No sorprenderá entonces que lo primero que haga cuando suena el timbre del inicio de las vacaciones sea sacarme el reloj y olvidarlo sobre la mesa. En realidad para ratificar el simbolismo, tendría que hacerlo moco con un martillo, pero sería un liberación tan inútil como costosa, de modo que simplemente finjo olvidarlo. En un día o dos volveré a ponérmelo para pautar cosas más estimulantes como no llegar tarde al cine o a  la cita con un amigo.
 

Liberado del reloj, paso a desempacar la mochila, portafolios, o lo que sea que esté usando para contrabandear carpetas con listas de alumnos, exámenes, certificaciones y esas cosas. Acomodar las carpetas en su lugar de origen desata una neurosis, la biblioteca de los papeles no acepta uno más y habrá que proceder a aligerarla. Podría poner las carpetas en los estantes de los libros, pero si lo hago, jamás me desprenderé de los papeles inútiles que se enciman como capas geológicas hasta conformar sino un Aconcagua al menos una bonita sierra. A pesar de los adelantos tecnológicos, los docentes seguimos llenándonos de papeles y no de pen-drives. Resuelvo la neurosis salvajemente. Hago entrar las carpetas a la fuerza. En febrero cuando llegue la primera fecha de exámenes, tiraré los papeles inservibles. O no. Me considero eficiente y expeditivo pero como me gusta contradecirme: adoro procrastinar.
 

Dejo la mochila en el banco del rincón, me sirvo un segundo café y me pregunto qué tengo ganas de hacer. No se me ocurre nada interesante de modo que me desnudo, prendo el ventilador y me acuesto. Aunque hoy no hace mucho calor, Perrito prefiere hacerse un bollo debajo de la cama y no treparse y arrellanarse junto a mis pies.
 

Dormiremos nuestra primera siesta de libertad. Llegaron las vacaciones, ¿será verdad?

miércoles, 26 de diciembre de 2012

El Cascanueces salvó mi vida






En los países en que las Navidades son tan blancas como las que cantaba Bing Crosby, el Cascanueces es una costumbre navideña tan tradicional como el arbolito.
 

Hace unos años, el Argentino montó el Cascanueces en una breve temporada de diciembre que culminó en un 23. Ya que los argentinos somos cipayos muy adeptos a adoptar celebraciones ajenas (Halloween, San Patricio y esas yerbas), pensé que la costumbre se adquiriría, pero no.
 

De todos modos este año no faltarían ofertas de Cascanueces en diciembre. Iñaki Urlezaga haría uno en el Ópera (al que no iría porque las entradas estaban carísimas), Eleonora Cassano se despediría del ballet con otro en plena 9 de julio (al que tampoco iría por el calor y la lejanía del escenario, porque para ver el espectáculo desde una pantalla, me quedo en mi casa). Terminé aceptando la del cine.
 

La Royal Opera House de Londres filmaba su versión en vivo para ser exhibida en los cines de todo el mundo. Esta vez no sería trasmitida en directo de modo que no había peligro de que se suspendiera como pasó con el prometido Lago de los cisnes. El primer día que se ofrecía, el lunes 17, no éramos muchos. La suspensión anterior pasaba su factura. La página web de los cines locales prometía sonido deslumbrante y nitidez visual inusitada. Promesas que se incumplirían flagrantemente.
 

Las nuevas tecnologías demandan de los proyeccionistas celo y dedicación, ya no se trata de cambiar el rollo y sentarse a tomar mate, leer un libro y escuchar la radio hasta el próximo cambio, no. Hay películas que vienen con su manual de exhibición. El proyeccionista es ahora como el iluminador de un teatro, durante la función debe hacer cambios, ajustes y monitorear efectos. Lo sé porque hago traducciones para una compañía que genera subtítulos y de vez en cuando me toca pasar al español las instrucciones de cómo proyectar tal o cual película. A lo que voy es que a los proyeccionistas locales no les llegan los manuales o no los leen. Resultaba obvio que el Cascanueces en 2 D intensificado venía con especificaciones que se ignoraron olímpicamente. Pusieron la computadora (para estas cosas se usa una) en default o sea en una especie de piloto automático y a conformarnos. El sonido salía fuerte, plano y acolchado. Si esperábamos disfrutar de Tchaikovski con el juego de planos sonoros del Dolby, nos quedaríamos con las ganas. Es más, las toses del auditorio (no olvidemos que es casi invierno en Londres), que no pueden eliminarse pero si filtrarse hasta reducirlas cerca de la inaudibilidad, competían con los instrumentos por el primer plano sonoro. La imagen sólo por momentos era nítida, la mayor parte del tiempo estaba sumida en una bruma. Los colores eran borrosos y los contrastes a veces marcadísimos y otras inexistentes. Nos hicieron comer el intervalo de 20 minutos como si estuviéramos en vivo cuando pudieron reducirlo a 10 con solo mover el mouse y hacer click con el cursor. 

De todos modos nada impidió que atestiguáramos que tanto el ballet como la orquesta de la Royal Opera House chapotean la perfección con la naturalidad con que se respira. Eso sí, nos cobraron la entrada diferenciada como si nos dieran lo que habían prometido.
 

Yo quedé tan sediento de Tchaikovski que llegué a casa y bajé cuanto Cascanueces encontré en la red. La suite para piano, la suite para orquesta, las versiones highlights (antologías de los mejores momentos) y un par de versiones completas. Las escucho a todas en mis momentos libres. El Cascanueces me sale literalmente por los poros. Es mi manera de no desesperar, de no rendirme al estrés, de no caer en la depresión profunda. Diciembre es un mes chicle para los docentes, parece que termina, pero no, se estira, se estira, se estira.
 

La cultura puede parecer inútil, un adorno sofisticado, una proveedora de tópicos de conversación que van más allá del clima y de la salud, sin embargo puede salvar tu vida. En mi caso el Cascanueces hace que el eterno diciembre sea menos eterno. Permítanme darles un consejo, cuando estén bien hagan acopio mental de músicas, cuadros, fotografías, poemas, pedazos de prosa, libros, películas que les alivien el alma. Y ténganlas a mano que, cuando la tormenta arrecie, serán el refugio inexpugnable a los rayos, vientos y cortinas de agua. No hay dolor, problema, pesar, preocupación o malestar que no puedan aligerar. No curan pero alivian.
 

Porque ¿para qué carajo sirve la cultura? Para sobrevivir, para eso sirve.

martes, 25 de diciembre de 2012

El fin del mundo

Esta vez por desgracia me enteré temprano. Como siempre hojeo las páginas de espectáculos, que me iba a enterar, me iba a enterar. Il Piccolo Teatro di Milano venía a hacer Arlecchino.
 


Dos únicas funciones. Los horarios me quedan a contramano. Bah, toda función que no sea sábado o domingo me queda a trasmano. El jueves 20 empieza a las 20 y el viernes 21 a las 17. El jueves a la noche lo tengo comprometido, aunque si no lo tuviera, igual representaría un inconveniente. La obra dura unas tres horas y monedas y se me dificulta la vuelta, más si hay demora en el inicio. El viernes implica que faltaré a tomar examen en dos turnos en mi escuela favorita de adultos. A la tarde no mandé a nadie, salvo a los que abandonaron y que no van a regresar a normalizar su situación dando exámenes. A la noche hay una alumna que quizá venga, es de las que maneja el inglés que damos y prefiere llevársela a venir a clases. Si apareciera, se podría ocupar de ella mi colega del otro tercero, aunque no corresponde porque son exámenes regulares y el profesor debe estar o mandar el examen escrito. Me neurotizo. Mucho. Pero sé que mi colega es gaucha y no guacha, no va a hacer aspavientos si no aparezco, le va a tomar y listo. Quizá me hago problema al pedo, por ahí la alumna ni asiste.
 


¿Qué hacer? ¿Ir o no ir? Al teatro, digo.
 


Me paso el año perdiéndome todo lo que no vaya en fin de semana, decido que es hora de hacer una excepción. Tardo en sacar las entradas, que la suerte lo decida, tal vez para cuando opte por sacarlas ya no hay y se acabó el dilema. Pero no, me meto en la página del San Martín y puedo sacarlas sin problemas. El precio es más que accesible así que eso tampoco es determinante para no ir. Má sí, voy.
 


En los días previos, la decisión tomada no aminora la culpa ni da la cuestión por zanjada. Desde siempre la noción de responsabilidad inculcada a fuego y la culpa católica no me dejan vivir en paz. Me encantaría ser un irresponsable, un todo-me-chupa-un-huevo, pero es tarde. Son años y años de alimentar el mito que no hay nada mejor que sostener la disciplina prusiana. Como si el mundo se viniera abajo, si el pequeño engranaje que soy falla o se toma un descanso. Huevadas de las que ya no puedo escapar.
 


El Arlecchino del Piccolo Teatro es un mito y un hito del teatro mundial. Giorgio Strehler la dirigió originalmente en 1948 y la reversionó 5 veces más. Este Arlecchino que no había visto me remitía a otro Arlequino que sí había visto, allá en los 70, en mi primera adolescencia, no menos hito ni mito, la inolvidable versión que co-dirigieron China Zorrilla y Villanueva Cosse en la que Ulises Dumont y Gianni Lunadei se sacaban chispas, irrepetible duelo de talentos imperecederos para la comedia.
 


Salimos temprano. Mis amigos dicen que exagero, el que me acompaña no es la excepción. Pero el micro puede romperse, el tráfico puede ser inusualmente pesado o la autopista puede estar bloqueada por una manifestación o un accidente. Algunas de estas cosas pasan en el viaje de vuelta, cuando ya no importa, pero pudieron pasar en el viaje de ida en el que sí hubieran importado. Cuando fuimos con Florencia a ver a Liza Minnelli el viaje de 50 minutos duró casi dos horas y media, así que no me discutan, las  precauciones jamás son inútiles.
 


Llegamos a las 4, con tiempo suficiente para retirar las entradas y tomar un café para desprendernos de las cotidianeidades y prepararnos para el espectáculo. El teatro es un rito que exige un mínimo de preparación para su mayor disfrute. Un viaje que se aprecia mejor con la mente y el corazón ligeros de equipaje.
 


Esta vez el baño del San Martín tiene jabón y toallas de papel, pero no tiene agua. Después habrá agua pero las toallas habrán desaparecido, comprensible, había que desjabonarse de algún modo…
 


No había estrellas ni figurones en la platea, suele haberlas en las visitas de elencos internacionales, si las hubo, estuvieron en la función del día anterior. Pero sí había artistas que por su talento y compromiso despiertan nuestra admiración y respeto. Estaban, por ejemplo, la impar Beatriz Spelzini y el maravilloso Oski Guzmán.
 


Pasados unos 10 minutos después de las 5, llegó el anuncio de que apagáramos los celulares y comenzó la tristeza. La culpa no la tenía ni el excepcional elenco ni la obra, una de las comedias más deliciosas y mejor construidas de la historia, no. Pero, por lo que fuera, todo parecía muy antiguo, desangelado. La Argentina tiene un teatro excelente, variado e inspirado, no hay estilo ni temática que no hayamos probado. No es que no tengamos nada que aprender, pero tampoco pueden deslumbrarnos los primeros espejitos de colores. Aunque no sé si es eso lo que generaba la tristeza, porque a lo sumo esta puesta mítica llegaba tarde. El resto del público le ponía entusiasmo, procuraba reírse y el esfuerzo a veces daba resultado, sin embargo no eran respuestas espontáneas, fluidas, naturales. A los 20 minutos una señora se levantó educadamente y se fue para no volver. Yo, en mi butaca me arrepentía de haber ido, de haber faltado a los exámenes. Me consolaba con que esta desilusión era mejor que haberme quedado para siempre con la idea de haberme perdido algo que no debí perderme. El dilema había tenido vertientes en las que ambas perdía.
 


El espectáculo tiene 3 actos de unos 50 minutos cada uno y dos intervalos. Salimos al primer intervalo y no quisimos volver. Mi amigo había disfrutado del espectáculo incluso menos que yo, de modo que no hubo discusión, nos pusimos rápidamente de acuerdo y decidimos que era mejor irnos que terminar detestando algo que en esencia era bueno.
 


El viaje de vuelta fue una pequeña odisea. El tráfico estaba muy denso y tardamos 45 minutos en salir de la Capital, el micro se rompió antes de llegar a Hudson y tuvimos que treparnos a otro. 

Llegué a casa cansado, sudoroso y cabizbajo. El único beneficiado fue Perrito, reaparecía antes en su vida, así que me extrañó menos de lo que habíamos pactado. 


Según los mayas era el día del fin del mundo. El mundo no terminó, pero algo en mí llegaba a su fin. No pude o no supe precisar qué era. Horrible. No hay peor tristeza que la inaprehensible.

lunes, 24 de diciembre de 2012

La condesa Alexandra








Mientras afuera ruge el calor (acá dentro un poco menos, bueno, no mucho menos) me pongo a ver una película que encontré de casualidad y que bajé con ansiedad porque no la había visto. Es con Marlene en tren de frágil mujercita que se desmaya en las emociones violentas (su mito se alimenta más de la versión femme fatale curtida y cínica). La dirige Jacques Feyder que pasó a la historia por La kermesse heroica y se basa en una novela de James Hilton (Adiós, Mr. Chips, Horizontes perdidos, En la noche del pasado). 

Marlene es la condesa Alexandra Vladinoff, una aristócrata rusa a la que la Revolución la agarra de lo más desprevenida en su mansión del campo. Está sola con sus sirvientes, quienes en el momento clave huyen y la dejan sola (lo bien que hacen porque si no los hubieran fusilado). Se salva de la turba porque hay orden de interrogarla. Será rescatada como cuatro veces o más por un espía británico devenido revolucionario que pasó una temporadita en Siberia, Peter Ouronov, nacido Ainsley J. Fothergill, interpretado por Robert Donat (el de Los 39 escalones, el primero, el de Hitchcock). 

El film, más allá de algunas licencias narrativas de la época, no cae en el absurdo y las simplificaciones, no, las fugas y las vueltas de argumento son bastante plausibles. Lo único deliciosamente delirante es que a Marlene jamás se le mancilla el maquillaje impecable ni se le cae ninguna de sus larguísimas pestañas postizas. Gajes del oficio que le dicen.(Si se es Marlene no se anda por la vida a cara lavada, ¡qué joder!)

Ah, la peli es de 1937 (juro que no había nacido todavía)

sábado, 22 de diciembre de 2012

Cierren los ojos

...porque las imágenes son medio pedorras, pero disfruten al máximo a los maravillosos The King's Singers diviertiéndose a lo grande con la excepcional Kiri Te Kanawa en este popurrí navideño.



viernes, 14 de diciembre de 2012

El reino de los pasitos de bebé


En 1991 surgió ¿Qué pasa, Bob? o ¿Qué tal, Bob? de Frank Oz, una comedia que para mucha otra gente y para mí se convirtió en referencia personal ineludible. Permeó el inconsciente colectivo no tanto como Cuando Harry conoció a Sally, pero le anda cerca. Es ya un clásico de la comedia estadounidense reciente. Bob (Bill Murray) es un paciente psiquiátrico multifóbico y maníaco-obsesivo-compulsivo como pocos. Parece manipular y desbaratar la vida privada de su terapeuta, el Dr. Leo Marvin (Richard Dreyfuss). Bueno, eso es al principio porque se trata de una comedia de cambio de roles, ya que el psiquiatra terminará persiguiendo al paciente y demostrará estar mucho más perturbado mentalmente que Bob.
 


Lo inolvidable viene con lo de los Baby steps. El Dr. Leo Marvin ha escrito un libro que se llama precisamente así: Baby steps (Pasos de bebé), en el que estipula que la mejor manera de evitar pánico y stress es no pensar en lo que nos espera al final del camino, algo con lo que no podemos lidiar o nos cuesta enfrentar, y considerar sólo un paso por vez. Supone que una vez que hayamos llegado, sabremos qué hacer o cómo enfrentar lo que nos angustia. En una escena de comedia perfecta, Bill Murray enternece y desternilla a la vez ensayando estos pasos de bebé.
 


Diciembre es mi reino de los pasos de bebé. No los uso para llegar a enfrentar algo que temo, no, los uso para no desesperar y llegar a lo que ansío: las vacaciones. La tarea docente no termina con las clases, no, es el comienzo de otra etapa, que parece elástica, eterna, el casi terminamos pero no. Después del fin de las clases y el cierre de notas vienen las jornadas de orientación para los que se fueron a examen, en las que les decimos qué les tomaremos y cómo. Luego vienen los exámenes propiamente dichos que se dividen en previos y regulares, de modo que por cada escuela que tengamos debamos ir dos veces a tomar exámenes. Y en el medio están las fiestas de fin de curso, que en el caso de los adultos son emocionalmente devastadoras. Con los adultos uno no sólo comparte clases sino alegrías y tristezas, discusiones éticas, estéticas y políticas, vivencias intensas que ya no habrán de repetirse. Los docentes somos una terminal de micros o trenes, cobijamos historias por un rato que luego siguen su camino.
 


Para atravesar este momento sin dejar demasiados jirones, uso los pasos de bebé. Una vez que tengo todas las fechas, las pongo cronológicamente en una hoja. Compro un cuadernito de 24 páginas y a cada página le asigno un día con sus respectivas obligaciones. Cumplo con las del primer día y a la noche recién me fijo qué me toca al día siguiente para saber a qué hora debo levantarme, qué debo llevar, etc. Y al final del día, antes de acostarme arranco la hoja del día que se fue y me fijo que me toca al siguiente. De esa manera evito angustias y no me obsesiono con todo lo que aún me falta para llegar a la meta. Este año, por ejemplo, termino el Día de los Inocentes (¡que la inocencia me valga!)
 


Lo positivo de este calendario escolar es que no me doy cuenta que pasan las fiestas (soy de los que les cuesta vivirlas con alegría). Navidad pasa entre el fárrago del trabajo y llego a Año Nuevo tan cansado que la quema del muñeco es como una duermevela.
 


A veces lo esencial es no pensar, no cuestionar nada, sólo sobrevivir. A como dé lugar.  Si no existieran los pasos de bebé, no sé a qué recurriría, pero existen gracias a que el inmenso Bill Murray los transformó en un recuerdo indeleble. ¡Viva Bill Murray, carajo!

viernes, 7 de diciembre de 2012

De días de mierda, de decisiones intempestivas y de cómo sobrevivir a sus contingencias


Miércoles de súper fin de mes total. La tarjeta en el cajero da lástima, es decir, el saldo de mi cuenta es tan exiguo como mi esperanza. El sentido común me indica que vaya al chino, pero tuve un día de mierda, necesito compensación o mi cabeza va a explotar como la del personaje de Capusotto que se tilda en la red social. En mi heladera hay algo más que el medio limón sin exprimir de la canción de Charly, así que puedo mandar la sensatez bien al carajo. Decido ir a Buenos Aires.
 

Plan A: si consigo entrada, ver una obra del San Martín, porque es día de mitad de precio y las de ya por sí accesibles entradas se vuelven incluso más por los descuentos de este día. Plan B: si no consigo entradas, revolver las bateas de las librerías de viejo o de ofertas de Corrientes. Má sí, me digo, el viernes cobro, sólo tengo que sobrevivir el jueves, no es que vaya a jugarme la herencia familiar en una última apuesta.
 

En las dos casas de lotería en las que suelo cargar la SUBE no hay sistema. El inconveniente hace que me pregunte si no es mejor quedarme, desistir. Insisto y en OCA postal, el horario para cargar la SUBE terminó, pero un señor muy amable de acento peruano me dice que no importa, que la va a cargar igual. En mis adentros lo lluevo de bendiciones. Para el Plaza hay una cola larga, sin embargo el primer micro que aparece va sólo hasta Corrientes, muchos se hacen a un lado y subo. Dios bendiga al chofer porque el aire acondicionado está al máximo. Cuando entrás de repente a un lugar con aire acondicionado, el cambio de temperatura hace que tu olfato capte el estado odorífero de tu cuerpo. Inhalo y compruebo que el perfume, imitación aunque fortachón, le gana al sudor por dos a uno. O sea que hiedo un poco, pero no soy el asistente del protagonista de Almas muertas de Gogol, que es perseguido por un olor pertinaz y consuetudinario.  El aire me arrulla y cabeceo un par de veces que es lo más parecido a un sueño de bebé que mis nervios pueden conseguir. En el celular, mi personalísima antología de the very best of Kurt Weill despliega su gloria (qué se la va a hacer, si uno nació aparato, ¡aparato hasta el fin!).
 

Consigo entrada para Recordando con ira, fila tres al centro, atrás quedaron las doradas épocas en que el San Martín se llenaba y el día popular era el primero en agotarse. Necesito un café a como dé lugar, estoy de gasolero total así que sólo puedo permitirme el café de filtro, recalentado y hervido estilo cowboy, que te da McDonald’s. Tomo el café sin azúcar, a éste le pongo dos sobrecitos para tragarlo mejor. Tengo una hora libre, me meto en mi librería favorita de ofertas para desordenar sus bateas. Suelo no encontrar nada que me interese… mucho, espero que esta vez me pase lo mismo porque literalmente cuento las monedas y no quiero obsesionarme con libros que dejo pasar y que después no hallo más. Arranco bien, nada en la primera batea, best sellers viejos, libros de autoayuda perimidos y análisis políticos que ya eran irrelevantes cuando se editaron. El dilema surge en la segunda batea, libros de cine sobre directores que amo hasta el delirio. Quince sopes cada uno, pichincha total si uno tiene plata. Si llevo algunos me voy a quedar sin un mango ni para caramelos, pero si no los llevo después me voy a arrepentir hasta el final de los tiempos. Opto por la primera bifurcación, hay monedas en el tarro de las mismas, ante cualquier urgencia rompo el chanchito y listo, después de todo los comerciantes aman las monedas. Ahora el dilema es cuáles elegir. La elección es difícil. Me neurotizo. Elijo de corazón. Billy Wilder, ¡sí, no puedo vivir sin él! Ernest Lubitsch, ¡tampoco sin él, nunca! Truffaut, ¡siempre! y ¿quién carajo se atreve a decirle no al viejo y peludo John Huston? Dejo a Eastwood, a Capra, a Cukor y mejor no sigo con la lista para no entristecerme. Llego a perder la SUBE y quedo varado en Buenos Aires hasta que alguien venga a mi rescate. ¿Tendré crédito en el celular para pedir socorro? Mejor ni mentar la desgracia, no voy a perder la SUBE.
 

Llego al San Martín con tiempo. No hacen pasar todavía. Aprovecho y hago una escala técnica en el baño. Antes me lavo las manos porque se ensuciaron al rebuscar libros. Jabón hay, agua hay, papel para secarse las manos no hay. Revuelvo la mochila en busca de  pañuelos descartables. Un señor me pide permiso para acceder al artefacto con los papeles. Le digo que me hago a un lado encantado, pero que los papeles brillan por ausencia. Me dice: Si pudiera, el Gobierno de la Ciudad tiraría abajo el San Martín y pondría un estacionamiento. No puedo coincidir más. Agrega: Cultura es un desastre, pero después hacen un megaevento en la 9 de Julio y la gilada cree que Cultura funciona bárbaro. De tanto coincidir le ofrezco un pañuelo descartable, acepta. Cuando salgo del baño, me choco con alguien del teatro. Le digo que no hay papel en el baño. Larga una carcajada como si hubiera dicho algo graciosísimo. Recupera la compostura y me dice: Perdón, hace como cuatro meses que no hay papel. Le pregunto si quejándome puedo contribuir. Me contesta que hay un libro de quejas, pero que nadie lo lee. Le agradezco su sinceridad. En su cabeza parece que sellamos un pacto de honor porque me da la mano. Se la estrecho con afecto y seguimos nuestros caminos. Me conformo pensando que al menos ahora no hay en el hall el olor a mierda que había el año pasado por un caño roto que tardaron seis meses en arreglar.
 

Dan sala, somos unos cuantos, no un montonazo, tampoco poquitos. Media sala, bah. Una de las ventajas de ir solo a una sala de espectáculos es escuchar las conversaciones ajenas. En la fila de atrás, un hombre intenta sacar carné de conocedor ante su acompañante y no pega una. La obra es del bueno de John Osborne y él dice: ¿Viste?, es del mismo autor del que vimos Todos eran mis hijos (no, señor, esa obra es de Arthur Miller) El señor se concentra en el programa de mano y dice: No, no es de O’Neill (vuelve a errar y le quita definitivamente la paternidad de los sufridos Hijos al pobre Miller) Sigue leyendo y vuelve a meter la pata: Esta obra es de 1929 (no, señor, en 1929 nació Osborne, la obra se estrenó en 1956, lo dice el mismo programa).
 

Los actores entran a escena con el público acomodándose, algunos creen que empieza, apuran al acomodador y quieren acallar a dos señoronas que conversan en voz alta sobre la mejor temporada para visitar Madrid. El acomodador aclara que no empieza, que es detalle de puesta (sic). Arengo creo que lo escucha porque se le escapa una sonrisa extra, nada fuera de tono porque su personaje arranca de buen humor. Dan el aviso de apagar celulares y esta vez, Dios sea loado, ninguno suena en el transcurso de la función. La versión de Mónica Viñao, la directora, es buena. Mauricio Kartún firma la adaptación que elimina sin mucho daño al personaje del coronel. Esteban Meloni es Jimmy, Romina Gaetani es Alison, Guillermo Arengo es Cliff y Andrea Bonelli es Helena. (Este es mi año con la Bonelli, la vi en febrero en El burgués gentilhombre –deliciosa-, por mitad de año junto a la gran Graciela Duffau en La mujer justa –excelente- y ahora aquí –muy pero muy bien-; si no era su fan, ya lo soy, que me nombren socio honorario en su club de admiradores, además de talentosa es bella y madura bellamente).
 

Me gusta lo que veo, todos están muy bien, pero no puedo sacarme de la cabeza la primera versión que vi. Ensanchó horizontes en mi vida. Yo andaba por los 13 años, fue la primera obra con Alfredo Alcón que vi y quedé deslumbrado y enamorado de su teatralidad para siempre jamás, puede que a veces sea muy intenso, pero inmensurable es el placer que provoca verlo en escena. Cristina Banegas era Alison, Tony Vilas era Cliff, Zulema Katz era Helena y Lalo Hartich era el coronel, al que no eliminaban en esa versión. Dirigía Osvaldo Bonnet.
 

A esta versión le entiendo de verdad, ya tuve mi porción de frustraciones irremontables, de relaciones volubles y de confusiones emocionales graves. A los trece años, comprendí la trama, los personajes y los conflictos como datos, no como reflejo de experiencias vividas. La Gaetani me sorprende, está perfecta, tiene la fragilidad, la sensualidad y la elegancia de esa niña rica encadenada a un lumpen. La Bonelli no parece tener su mejor noche,  pero su personaje está trabajado al detalle, es muy logrado y se nota, para eso sirven los ensayos, para cimentar un trabajo y anclarlo antes los posibles vaivenes cotidianos. Arengo es entrañable como pocos, es de una humanidad flagrante que no sólo traspasa las candilejas sino que se mete en tu alma, intrusión que uno bendice. Meloni es un buen Jimmy, pero ¿quién puede competir con Alfredito el Grande? Peor aún, con un recuerdo atesorado de Alcón. Nadie. Injusticia mía, no falta de mérito del pobre Meloni.
 

Cuando voy llegando a la parada, se va un Plaza por autopista. Quedo segundo en la fila, me precede un tipo joven. Viene uno por Centenario y alivia la cola de al lado. Al rato aparece otro por autopista y el boludo alegre que está delante de mí no le hace seña. Me le adelanto, estiro el brazo, pero ya es tarde, el micro se va. Juro que el muy boludo no le hizo seña. Lo miro con furia y se disculpa: Venía lleno. El micro pasa en  cámara lenta y se ven asientos vacíos. No se lo señalo, ¿para qué? Ser primero en la fila es una gran responsabilidad, por razones que se me escapan, los choferes, aunque ven una larga cola, no paran si no se les hace seña con perentoriedad. Algunos intrépidos pasajeros bajan a la calle y prácticamente los paran con su cuerpo, estilo plaza de Tianamnen. No fui el único en darse cuenta de que el micro iba medio vacío. Pasamos quince minutos ansiosos, cuando aparece otro, somos varios los que nos estiramos para pararlo. El flaco sigue sin hacerle seña, es de los que cree que como el micro tiene cuatro o cinco paradas antes de agarrar la autopista debe detenerse por su cuenta en todas las paradas. Un boludo importante que vive mentalmente en Suecia y no en la apasionantemente ilógica Buenos Aires. Me siento junto a un señor voluminoso que lee y me obliga a apelotonarme contra el apoyabrazos que da al pasillo. Me enamoro durante todo el viaje de un ser soñado que manda todo el tiempo mensajitos de textos. ¿Soy el único que se entretiene en los viajes enamorándose de seres que jamás conoceremos ni volveremos a ver? No creo. No soy la excepción a nada.