viernes, 1 de febrero de 2013

Nasrudín en el omnibus Plaza

“Muy tarde por la noche Nasrudin se encuentra dando vueltas alrededor de una farola, mirando hacia abajo. Pasa por allí un vecino.
- ¿Qué estás haciendo Nasrudín, has perdido alguna cosa?- le pregunta.
- Sí, estoy buscando mi llave.
El vecino se queda con él para ayudarle a buscar. Después de un rato, pasa una vecina.
-¿Qué estáis haciendo? - les pregunta.
- Estamos buscando la llave de Nasrudín.
Ella también quiere ayudarlos y se pone a buscar.
Luego, otro vecino se une a ellos. Juntos buscan y buscan y buscan. Habiendo buscado durante un largo rato acaban por cansarse. Un vecino pregunta:
- Nasrudín, hemos buscado tu llave durante mucho tiempo, ¿estás seguro de haberla perdido en este lugar?
- No, dice Nasrudín
- ¿Dónde la perdiste, pues?
- Allí, en mi casa.
- Entonces, ¿por qué la estamos buscando aquí?
- Pues porque aquí hay más luz y mi casa está muy oscura.”


Nasreddin, o Nasrudín, es un personaje mítico de la tradición popular sufí, una especie de antihéroe del islam, cuyas historias sirven para ilustrar o introducir las enseñanzas sufíes, se supone vivió en la Península Anatolia en una época indeterminada entre los siglos XIII y XV.

Llevo todo enero sin hacer el trámite que debo. Decido que ha llegado el momento aunque haya alerta amarilla y el calor desaliente a los más valientes. La oficina está abierta desde el mediodía hasta las seis de la tarde. Horario poco veraniego si los hay. Llego a la terminal cerca de las dos y media. Para el Plaza, que va al centro de Buenos Aires y que me deja sólo a unas cuadras de la oficina en que debo hacer el trámite, hay una cola más o menos poblada. Tomo mi lugar y calculo que podré entrar en el primero que venga. Busco en mi mochila la tarjeta SUBE y me bebo de un tirón mitad de la botellita de agua mineral sin gas, la segunda desde que salí de casa. Procuro no pensar en el calor, que igual se siente, aunque no piense en él. Me seco la boca con el dorso del puño, todavía quedan rastros de la colonia de pino que me puse. Tanteo en los bolsillos de la bermuda para ver si no perdí el celular. No. Todavía está allí. Una señora entra en bicicleta a la playa de los colectivos de larga distancia, los cuidadores de la terminal tocan silbatos con demasiado brío para el calor aplastante que se enseñorea triunfal y la hacen volver a la calle. A la fila que me precede, la miro someramente, más que nada para ver si hay un conocido del que quisiera escapar. En eso viene el micro. Calculé bien, no tengo que esperar al siguiente.
 


Ya no hay asientos junto a las ventanillas. Paso la mitad del micro y me siento junto a una mujer joven y delgada. Mientras me ubico se contornea en su asiento como si temiera que alguna parte de mi cuerpo rozara el suyo. No seré Danny Kaye pero tampoco soy un Buda. Me incrusto contra el apoyabrazos que da al pasillo mientras busco mi lugar en el mundo dentro del asiento. Tomo nota mental para preguntarles a mis amigos viajeros si en los Estados Unidos, donde hay mucha gente con sobrepeso, los asientos del famoso Greyhound son tan estrechos como los de aquí. Mi vecina, de ahora en más la contorsionista porque tiene un buen manejo de su cuerpo, se estira, suspira, relaja los músculos del cuello, y apoya la cabeza contra el asiento, casi al borde de la ventanilla. Le deseo la mejor de las suertes, o sea que le garúe finito, sin saber que luego interaccionaríamos. El aire acondicionado está al máximo pero es tal el calor que parece estar al mínimo. Ni unas veteranas, que están sentadas más adelante, hacen amago de ponerse los saquitos que cargaron para las inclemencias de la refrigeración.
 


Salimos, el micro toma la diagonal rumbo a la autopista, no daremos vueltas por 44, 13, etcétera, para recoger más pasajeros. Saco el celular, desenrollo los auriculares, me los pongo, selecciono en el menú la carpeta con los temas que voy a escuchar y aprieto play. Shirley Bassey canta temas de Broadway como si en eso se le fuera la vida. Bah, ella siempre canta como si estuviera bajo amenaza mortal. A las pocas cuadras, se levanta una chica de unos veintidós años, no muy alta, de pelo negro enrulado y largo, de ojos grandes y marrones, labios tentadores y de contundente silueta, no quiero decir que cargue peso de más sino que está más cerca de Sophia Loren que de Twiggy. Enfila por el pasillo con cara de pocos amigos. Supongo que se sentó junto a alguien que la molestó y que busca otro asiento al final del micro. Pongo mi codo en el apoyabrazos para no perturbarla cuando pase, pero no. Se para frente a mí y algo dice. En un principio no la oigo porque no acierto a poner pausa, apagar la música o sacarme los auriculares. No manejo el celular con la pericia de los adolescentes y si me apuran no me sacan bueno. Finalmente lo logro, Shirley se calla y me saco los auriculares sin arrancarme las orejas. La chica sigue hablando pero por más que intento focalizar sus palabras sólo oigo el zumbido de los motores del micro. Le digo que no entendí qué quería, si podía repetírmelo. Ahora sí la escucho, me dice: “Quiero mi billetera, quiero que la busques en tu mochila y me la des.” Respondo a la voz de mando, como en la escuela cuando nos pedían esas cosas. En la parte central no cargo muchas cosas, un pantalón largo por las dudas no quieran atenderme de bermuda en la oficina a la que voy, el libro que debo leer para la reunión mensual del Club del Libro, la botellita de agua, el frasquito con colirio porque a esta edad avanzada se me secan los ojos, y una bolsita de plástico con caramelos de menta y miel. En el bolsillo interno con su cierre de seguridad mi vieja billetera de cuero negro. Estúpidamente se la muestro y ella me dice: “No, no quiero la tuya, quiero la mía, es azul.” Me la quedo en la mano y le doy mi mochila para que la revise ella. “No”, me dice, “no voy a revisar tu mochila, sólo quiero que me des mi billetera azul, vos estabas en la cola detrás mío, así que la tenés vos.” Todavía estupefacto le contesto: “Pero yo no la tengo, no te la saqué.” Ella me dice: “Mi mochila está abierta, vos estabas detrás mío, así que la debes tener vos.” Reacciono un poquito, más por su insistencia que por la recuperación de mis inexistentes reflejos y digo: “Me estoy empezando a enojar.” Si me creen lento de reacciones, no desesperen, puedo superarme. “No quiero que te enojes,” me dice la chica, “quiero mi billetera.” Mi vecina, la contorsionista, abandona su letargo, se cuasi incorpora y dice: “Él parece que no la tiene,” (parece, ¡yegua!), “¿cuándo te diste cuenta de que tu mochila estaba abierta?” “Recién,” dice la chica, “cuando me senté.” “¿Estuviste mucho tiempo en la cola?,” pregunta la contorsionista. “Y… un rato,” dice la chica. “¿Y con qué pagaste el pasaje?,” pregunta la contorsionista. “Con la SUBE,” contesta la chica, “pero la tenía en el bolsillo.” “¿Y no podés haberla dejado en tu casa?,” pregunta la contorsionista. “Sí, quizá, pero estoy segura de que la puse, y él estaba detrás mío en la cola,” insiste por enésima vez la chica. “Por ahí te la robaron antes, ¿usted no vio si alguien se la sacó?,” me pregunta la contorsionista. Mi vecina es un amor, primero tira un “parece que no fue él,” ahora me trata de viejo y cómplice. “No,” contesto indignado, “si hubiera visto que se la sacaba alguien, algo hubiera hecho, no  sé, le hubiera avisado”. La contorsionista da el caso por cerrado y le dice a la chica: “Ojalá la hayas dejado en tu casa.” “La chica dice: “No sé, pero me voy a tener que bajar e ir a fijarme, en mi billetera estaba la plata, las tarjetas, no me queda nada, me voy a tener que bajar,” se da media vuelta y se va. Yo procuro poner a resguardo mi buen nombre y honor y musito algo sobre ser increpado, inculpado. La contorsionista me larga: “Bueno, disculpelá, estaba nerviosa, póngase en su lugar.” Y en el mío quién se pone, pienso, pero a la contorsionista ya no le importa nada, se reacomoda y a los minutos duerme a pata ancha. Veo bajar a la chica en la última parada antes de la autopista y aunque no quiera se me instala una tristeza. Deseo con ansías que la billetera azul no haya sido robada ni perdida y que esté en la casa de la chica. Me calzó otra vez a la Bassey, pero por un largo rato no me parece que canta si no que grita.

2 comentarios:

  1. "... Ni unas veteranas, que están sentadas más adelante, hacen amago de ponerse los saquitos que cargaron para las inclemencias de la refrigeración...."

    Jamas te perdonare el comentario de los saquitooossssssss y las veteranas, así que vacia tu mochila y devolveme mi admiración azul.

    Angry Daisy

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    1. Ah, no, my dearest Angry Daisy, usted no pertenece a ningún grupo sino a la elite de las irrepetibles como la Bergman, la Davis, la Stanwyck, la Streep, la Sarandon, la Hawn, la Keaton, la Weisz…

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