martes, 25 de diciembre de 2012

El fin del mundo

Esta vez por desgracia me enteré temprano. Como siempre hojeo las páginas de espectáculos, que me iba a enterar, me iba a enterar. Il Piccolo Teatro di Milano venía a hacer Arlecchino.
 


Dos únicas funciones. Los horarios me quedan a contramano. Bah, toda función que no sea sábado o domingo me queda a trasmano. El jueves 20 empieza a las 20 y el viernes 21 a las 17. El jueves a la noche lo tengo comprometido, aunque si no lo tuviera, igual representaría un inconveniente. La obra dura unas tres horas y monedas y se me dificulta la vuelta, más si hay demora en el inicio. El viernes implica que faltaré a tomar examen en dos turnos en mi escuela favorita de adultos. A la tarde no mandé a nadie, salvo a los que abandonaron y que no van a regresar a normalizar su situación dando exámenes. A la noche hay una alumna que quizá venga, es de las que maneja el inglés que damos y prefiere llevársela a venir a clases. Si apareciera, se podría ocupar de ella mi colega del otro tercero, aunque no corresponde porque son exámenes regulares y el profesor debe estar o mandar el examen escrito. Me neurotizo. Mucho. Pero sé que mi colega es gaucha y no guacha, no va a hacer aspavientos si no aparezco, le va a tomar y listo. Quizá me hago problema al pedo, por ahí la alumna ni asiste.
 


¿Qué hacer? ¿Ir o no ir? Al teatro, digo.
 


Me paso el año perdiéndome todo lo que no vaya en fin de semana, decido que es hora de hacer una excepción. Tardo en sacar las entradas, que la suerte lo decida, tal vez para cuando opte por sacarlas ya no hay y se acabó el dilema. Pero no, me meto en la página del San Martín y puedo sacarlas sin problemas. El precio es más que accesible así que eso tampoco es determinante para no ir. Má sí, voy.
 


En los días previos, la decisión tomada no aminora la culpa ni da la cuestión por zanjada. Desde siempre la noción de responsabilidad inculcada a fuego y la culpa católica no me dejan vivir en paz. Me encantaría ser un irresponsable, un todo-me-chupa-un-huevo, pero es tarde. Son años y años de alimentar el mito que no hay nada mejor que sostener la disciplina prusiana. Como si el mundo se viniera abajo, si el pequeño engranaje que soy falla o se toma un descanso. Huevadas de las que ya no puedo escapar.
 


El Arlecchino del Piccolo Teatro es un mito y un hito del teatro mundial. Giorgio Strehler la dirigió originalmente en 1948 y la reversionó 5 veces más. Este Arlecchino que no había visto me remitía a otro Arlequino que sí había visto, allá en los 70, en mi primera adolescencia, no menos hito ni mito, la inolvidable versión que co-dirigieron China Zorrilla y Villanueva Cosse en la que Ulises Dumont y Gianni Lunadei se sacaban chispas, irrepetible duelo de talentos imperecederos para la comedia.
 


Salimos temprano. Mis amigos dicen que exagero, el que me acompaña no es la excepción. Pero el micro puede romperse, el tráfico puede ser inusualmente pesado o la autopista puede estar bloqueada por una manifestación o un accidente. Algunas de estas cosas pasan en el viaje de vuelta, cuando ya no importa, pero pudieron pasar en el viaje de ida en el que sí hubieran importado. Cuando fuimos con Florencia a ver a Liza Minnelli el viaje de 50 minutos duró casi dos horas y media, así que no me discutan, las  precauciones jamás son inútiles.
 


Llegamos a las 4, con tiempo suficiente para retirar las entradas y tomar un café para desprendernos de las cotidianeidades y prepararnos para el espectáculo. El teatro es un rito que exige un mínimo de preparación para su mayor disfrute. Un viaje que se aprecia mejor con la mente y el corazón ligeros de equipaje.
 


Esta vez el baño del San Martín tiene jabón y toallas de papel, pero no tiene agua. Después habrá agua pero las toallas habrán desaparecido, comprensible, había que desjabonarse de algún modo…
 


No había estrellas ni figurones en la platea, suele haberlas en las visitas de elencos internacionales, si las hubo, estuvieron en la función del día anterior. Pero sí había artistas que por su talento y compromiso despiertan nuestra admiración y respeto. Estaban, por ejemplo, la impar Beatriz Spelzini y el maravilloso Oski Guzmán.
 


Pasados unos 10 minutos después de las 5, llegó el anuncio de que apagáramos los celulares y comenzó la tristeza. La culpa no la tenía ni el excepcional elenco ni la obra, una de las comedias más deliciosas y mejor construidas de la historia, no. Pero, por lo que fuera, todo parecía muy antiguo, desangelado. La Argentina tiene un teatro excelente, variado e inspirado, no hay estilo ni temática que no hayamos probado. No es que no tengamos nada que aprender, pero tampoco pueden deslumbrarnos los primeros espejitos de colores. Aunque no sé si es eso lo que generaba la tristeza, porque a lo sumo esta puesta mítica llegaba tarde. El resto del público le ponía entusiasmo, procuraba reírse y el esfuerzo a veces daba resultado, sin embargo no eran respuestas espontáneas, fluidas, naturales. A los 20 minutos una señora se levantó educadamente y se fue para no volver. Yo, en mi butaca me arrepentía de haber ido, de haber faltado a los exámenes. Me consolaba con que esta desilusión era mejor que haberme quedado para siempre con la idea de haberme perdido algo que no debí perderme. El dilema había tenido vertientes en las que ambas perdía.
 


El espectáculo tiene 3 actos de unos 50 minutos cada uno y dos intervalos. Salimos al primer intervalo y no quisimos volver. Mi amigo había disfrutado del espectáculo incluso menos que yo, de modo que no hubo discusión, nos pusimos rápidamente de acuerdo y decidimos que era mejor irnos que terminar detestando algo que en esencia era bueno.
 


El viaje de vuelta fue una pequeña odisea. El tráfico estaba muy denso y tardamos 45 minutos en salir de la Capital, el micro se rompió antes de llegar a Hudson y tuvimos que treparnos a otro. 

Llegué a casa cansado, sudoroso y cabizbajo. El único beneficiado fue Perrito, reaparecía antes en su vida, así que me extrañó menos de lo que habíamos pactado. 


Según los mayas era el día del fin del mundo. El mundo no terminó, pero algo en mí llegaba a su fin. No pude o no supe precisar qué era. Horrible. No hay peor tristeza que la inaprehensible.

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