viernes, 7 de diciembre de 2012

De días de mierda, de decisiones intempestivas y de cómo sobrevivir a sus contingencias


Miércoles de súper fin de mes total. La tarjeta en el cajero da lástima, es decir, el saldo de mi cuenta es tan exiguo como mi esperanza. El sentido común me indica que vaya al chino, pero tuve un día de mierda, necesito compensación o mi cabeza va a explotar como la del personaje de Capusotto que se tilda en la red social. En mi heladera hay algo más que el medio limón sin exprimir de la canción de Charly, así que puedo mandar la sensatez bien al carajo. Decido ir a Buenos Aires.
 

Plan A: si consigo entrada, ver una obra del San Martín, porque es día de mitad de precio y las de ya por sí accesibles entradas se vuelven incluso más por los descuentos de este día. Plan B: si no consigo entradas, revolver las bateas de las librerías de viejo o de ofertas de Corrientes. Má sí, me digo, el viernes cobro, sólo tengo que sobrevivir el jueves, no es que vaya a jugarme la herencia familiar en una última apuesta.
 

En las dos casas de lotería en las que suelo cargar la SUBE no hay sistema. El inconveniente hace que me pregunte si no es mejor quedarme, desistir. Insisto y en OCA postal, el horario para cargar la SUBE terminó, pero un señor muy amable de acento peruano me dice que no importa, que la va a cargar igual. En mis adentros lo lluevo de bendiciones. Para el Plaza hay una cola larga, sin embargo el primer micro que aparece va sólo hasta Corrientes, muchos se hacen a un lado y subo. Dios bendiga al chofer porque el aire acondicionado está al máximo. Cuando entrás de repente a un lugar con aire acondicionado, el cambio de temperatura hace que tu olfato capte el estado odorífero de tu cuerpo. Inhalo y compruebo que el perfume, imitación aunque fortachón, le gana al sudor por dos a uno. O sea que hiedo un poco, pero no soy el asistente del protagonista de Almas muertas de Gogol, que es perseguido por un olor pertinaz y consuetudinario.  El aire me arrulla y cabeceo un par de veces que es lo más parecido a un sueño de bebé que mis nervios pueden conseguir. En el celular, mi personalísima antología de the very best of Kurt Weill despliega su gloria (qué se la va a hacer, si uno nació aparato, ¡aparato hasta el fin!).
 

Consigo entrada para Recordando con ira, fila tres al centro, atrás quedaron las doradas épocas en que el San Martín se llenaba y el día popular era el primero en agotarse. Necesito un café a como dé lugar, estoy de gasolero total así que sólo puedo permitirme el café de filtro, recalentado y hervido estilo cowboy, que te da McDonald’s. Tomo el café sin azúcar, a éste le pongo dos sobrecitos para tragarlo mejor. Tengo una hora libre, me meto en mi librería favorita de ofertas para desordenar sus bateas. Suelo no encontrar nada que me interese… mucho, espero que esta vez me pase lo mismo porque literalmente cuento las monedas y no quiero obsesionarme con libros que dejo pasar y que después no hallo más. Arranco bien, nada en la primera batea, best sellers viejos, libros de autoayuda perimidos y análisis políticos que ya eran irrelevantes cuando se editaron. El dilema surge en la segunda batea, libros de cine sobre directores que amo hasta el delirio. Quince sopes cada uno, pichincha total si uno tiene plata. Si llevo algunos me voy a quedar sin un mango ni para caramelos, pero si no los llevo después me voy a arrepentir hasta el final de los tiempos. Opto por la primera bifurcación, hay monedas en el tarro de las mismas, ante cualquier urgencia rompo el chanchito y listo, después de todo los comerciantes aman las monedas. Ahora el dilema es cuáles elegir. La elección es difícil. Me neurotizo. Elijo de corazón. Billy Wilder, ¡sí, no puedo vivir sin él! Ernest Lubitsch, ¡tampoco sin él, nunca! Truffaut, ¡siempre! y ¿quién carajo se atreve a decirle no al viejo y peludo John Huston? Dejo a Eastwood, a Capra, a Cukor y mejor no sigo con la lista para no entristecerme. Llego a perder la SUBE y quedo varado en Buenos Aires hasta que alguien venga a mi rescate. ¿Tendré crédito en el celular para pedir socorro? Mejor ni mentar la desgracia, no voy a perder la SUBE.
 

Llego al San Martín con tiempo. No hacen pasar todavía. Aprovecho y hago una escala técnica en el baño. Antes me lavo las manos porque se ensuciaron al rebuscar libros. Jabón hay, agua hay, papel para secarse las manos no hay. Revuelvo la mochila en busca de  pañuelos descartables. Un señor me pide permiso para acceder al artefacto con los papeles. Le digo que me hago a un lado encantado, pero que los papeles brillan por ausencia. Me dice: Si pudiera, el Gobierno de la Ciudad tiraría abajo el San Martín y pondría un estacionamiento. No puedo coincidir más. Agrega: Cultura es un desastre, pero después hacen un megaevento en la 9 de Julio y la gilada cree que Cultura funciona bárbaro. De tanto coincidir le ofrezco un pañuelo descartable, acepta. Cuando salgo del baño, me choco con alguien del teatro. Le digo que no hay papel en el baño. Larga una carcajada como si hubiera dicho algo graciosísimo. Recupera la compostura y me dice: Perdón, hace como cuatro meses que no hay papel. Le pregunto si quejándome puedo contribuir. Me contesta que hay un libro de quejas, pero que nadie lo lee. Le agradezco su sinceridad. En su cabeza parece que sellamos un pacto de honor porque me da la mano. Se la estrecho con afecto y seguimos nuestros caminos. Me conformo pensando que al menos ahora no hay en el hall el olor a mierda que había el año pasado por un caño roto que tardaron seis meses en arreglar.
 

Dan sala, somos unos cuantos, no un montonazo, tampoco poquitos. Media sala, bah. Una de las ventajas de ir solo a una sala de espectáculos es escuchar las conversaciones ajenas. En la fila de atrás, un hombre intenta sacar carné de conocedor ante su acompañante y no pega una. La obra es del bueno de John Osborne y él dice: ¿Viste?, es del mismo autor del que vimos Todos eran mis hijos (no, señor, esa obra es de Arthur Miller) El señor se concentra en el programa de mano y dice: No, no es de O’Neill (vuelve a errar y le quita definitivamente la paternidad de los sufridos Hijos al pobre Miller) Sigue leyendo y vuelve a meter la pata: Esta obra es de 1929 (no, señor, en 1929 nació Osborne, la obra se estrenó en 1956, lo dice el mismo programa).
 

Los actores entran a escena con el público acomodándose, algunos creen que empieza, apuran al acomodador y quieren acallar a dos señoronas que conversan en voz alta sobre la mejor temporada para visitar Madrid. El acomodador aclara que no empieza, que es detalle de puesta (sic). Arengo creo que lo escucha porque se le escapa una sonrisa extra, nada fuera de tono porque su personaje arranca de buen humor. Dan el aviso de apagar celulares y esta vez, Dios sea loado, ninguno suena en el transcurso de la función. La versión de Mónica Viñao, la directora, es buena. Mauricio Kartún firma la adaptación que elimina sin mucho daño al personaje del coronel. Esteban Meloni es Jimmy, Romina Gaetani es Alison, Guillermo Arengo es Cliff y Andrea Bonelli es Helena. (Este es mi año con la Bonelli, la vi en febrero en El burgués gentilhombre –deliciosa-, por mitad de año junto a la gran Graciela Duffau en La mujer justa –excelente- y ahora aquí –muy pero muy bien-; si no era su fan, ya lo soy, que me nombren socio honorario en su club de admiradores, además de talentosa es bella y madura bellamente).
 

Me gusta lo que veo, todos están muy bien, pero no puedo sacarme de la cabeza la primera versión que vi. Ensanchó horizontes en mi vida. Yo andaba por los 13 años, fue la primera obra con Alfredo Alcón que vi y quedé deslumbrado y enamorado de su teatralidad para siempre jamás, puede que a veces sea muy intenso, pero inmensurable es el placer que provoca verlo en escena. Cristina Banegas era Alison, Tony Vilas era Cliff, Zulema Katz era Helena y Lalo Hartich era el coronel, al que no eliminaban en esa versión. Dirigía Osvaldo Bonnet.
 

A esta versión le entiendo de verdad, ya tuve mi porción de frustraciones irremontables, de relaciones volubles y de confusiones emocionales graves. A los trece años, comprendí la trama, los personajes y los conflictos como datos, no como reflejo de experiencias vividas. La Gaetani me sorprende, está perfecta, tiene la fragilidad, la sensualidad y la elegancia de esa niña rica encadenada a un lumpen. La Bonelli no parece tener su mejor noche,  pero su personaje está trabajado al detalle, es muy logrado y se nota, para eso sirven los ensayos, para cimentar un trabajo y anclarlo antes los posibles vaivenes cotidianos. Arengo es entrañable como pocos, es de una humanidad flagrante que no sólo traspasa las candilejas sino que se mete en tu alma, intrusión que uno bendice. Meloni es un buen Jimmy, pero ¿quién puede competir con Alfredito el Grande? Peor aún, con un recuerdo atesorado de Alcón. Nadie. Injusticia mía, no falta de mérito del pobre Meloni.
 

Cuando voy llegando a la parada, se va un Plaza por autopista. Quedo segundo en la fila, me precede un tipo joven. Viene uno por Centenario y alivia la cola de al lado. Al rato aparece otro por autopista y el boludo alegre que está delante de mí no le hace seña. Me le adelanto, estiro el brazo, pero ya es tarde, el micro se va. Juro que el muy boludo no le hizo seña. Lo miro con furia y se disculpa: Venía lleno. El micro pasa en  cámara lenta y se ven asientos vacíos. No se lo señalo, ¿para qué? Ser primero en la fila es una gran responsabilidad, por razones que se me escapan, los choferes, aunque ven una larga cola, no paran si no se les hace seña con perentoriedad. Algunos intrépidos pasajeros bajan a la calle y prácticamente los paran con su cuerpo, estilo plaza de Tianamnen. No fui el único en darse cuenta de que el micro iba medio vacío. Pasamos quince minutos ansiosos, cuando aparece otro, somos varios los que nos estiramos para pararlo. El flaco sigue sin hacerle seña, es de los que cree que como el micro tiene cuatro o cinco paradas antes de agarrar la autopista debe detenerse por su cuenta en todas las paradas. Un boludo importante que vive mentalmente en Suecia y no en la apasionantemente ilógica Buenos Aires. Me siento junto a un señor voluminoso que lee y me obliga a apelotonarme contra el apoyabrazos que da al pasillo. Me enamoro durante todo el viaje de un ser soñado que manda todo el tiempo mensajitos de textos. ¿Soy el único que se entretiene en los viajes enamorándose de seres que jamás conoceremos ni volveremos a ver? No creo. No soy la excepción a nada.

No hay comentarios:

Publicar un comentario