miércoles, 26 de diciembre de 2012

El Cascanueces salvó mi vida






En los países en que las Navidades son tan blancas como las que cantaba Bing Crosby, el Cascanueces es una costumbre navideña tan tradicional como el arbolito.
 

Hace unos años, el Argentino montó el Cascanueces en una breve temporada de diciembre que culminó en un 23. Ya que los argentinos somos cipayos muy adeptos a adoptar celebraciones ajenas (Halloween, San Patricio y esas yerbas), pensé que la costumbre se adquiriría, pero no.
 

De todos modos este año no faltarían ofertas de Cascanueces en diciembre. Iñaki Urlezaga haría uno en el Ópera (al que no iría porque las entradas estaban carísimas), Eleonora Cassano se despediría del ballet con otro en plena 9 de julio (al que tampoco iría por el calor y la lejanía del escenario, porque para ver el espectáculo desde una pantalla, me quedo en mi casa). Terminé aceptando la del cine.
 

La Royal Opera House de Londres filmaba su versión en vivo para ser exhibida en los cines de todo el mundo. Esta vez no sería trasmitida en directo de modo que no había peligro de que se suspendiera como pasó con el prometido Lago de los cisnes. El primer día que se ofrecía, el lunes 17, no éramos muchos. La suspensión anterior pasaba su factura. La página web de los cines locales prometía sonido deslumbrante y nitidez visual inusitada. Promesas que se incumplirían flagrantemente.
 

Las nuevas tecnologías demandan de los proyeccionistas celo y dedicación, ya no se trata de cambiar el rollo y sentarse a tomar mate, leer un libro y escuchar la radio hasta el próximo cambio, no. Hay películas que vienen con su manual de exhibición. El proyeccionista es ahora como el iluminador de un teatro, durante la función debe hacer cambios, ajustes y monitorear efectos. Lo sé porque hago traducciones para una compañía que genera subtítulos y de vez en cuando me toca pasar al español las instrucciones de cómo proyectar tal o cual película. A lo que voy es que a los proyeccionistas locales no les llegan los manuales o no los leen. Resultaba obvio que el Cascanueces en 2 D intensificado venía con especificaciones que se ignoraron olímpicamente. Pusieron la computadora (para estas cosas se usa una) en default o sea en una especie de piloto automático y a conformarnos. El sonido salía fuerte, plano y acolchado. Si esperábamos disfrutar de Tchaikovski con el juego de planos sonoros del Dolby, nos quedaríamos con las ganas. Es más, las toses del auditorio (no olvidemos que es casi invierno en Londres), que no pueden eliminarse pero si filtrarse hasta reducirlas cerca de la inaudibilidad, competían con los instrumentos por el primer plano sonoro. La imagen sólo por momentos era nítida, la mayor parte del tiempo estaba sumida en una bruma. Los colores eran borrosos y los contrastes a veces marcadísimos y otras inexistentes. Nos hicieron comer el intervalo de 20 minutos como si estuviéramos en vivo cuando pudieron reducirlo a 10 con solo mover el mouse y hacer click con el cursor. 

De todos modos nada impidió que atestiguáramos que tanto el ballet como la orquesta de la Royal Opera House chapotean la perfección con la naturalidad con que se respira. Eso sí, nos cobraron la entrada diferenciada como si nos dieran lo que habían prometido.
 

Yo quedé tan sediento de Tchaikovski que llegué a casa y bajé cuanto Cascanueces encontré en la red. La suite para piano, la suite para orquesta, las versiones highlights (antologías de los mejores momentos) y un par de versiones completas. Las escucho a todas en mis momentos libres. El Cascanueces me sale literalmente por los poros. Es mi manera de no desesperar, de no rendirme al estrés, de no caer en la depresión profunda. Diciembre es un mes chicle para los docentes, parece que termina, pero no, se estira, se estira, se estira.
 

La cultura puede parecer inútil, un adorno sofisticado, una proveedora de tópicos de conversación que van más allá del clima y de la salud, sin embargo puede salvar tu vida. En mi caso el Cascanueces hace que el eterno diciembre sea menos eterno. Permítanme darles un consejo, cuando estén bien hagan acopio mental de músicas, cuadros, fotografías, poemas, pedazos de prosa, libros, películas que les alivien el alma. Y ténganlas a mano que, cuando la tormenta arrecie, serán el refugio inexpugnable a los rayos, vientos y cortinas de agua. No hay dolor, problema, pesar, preocupación o malestar que no puedan aligerar. No curan pero alivian.
 

Porque ¿para qué carajo sirve la cultura? Para sobrevivir, para eso sirve.

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