sábado, 18 de febrero de 2012

Los peligros de pasear el perro



Domingo a la mañana. Es temprano. No me caí de la cama. Perrito me despertó instándome a que lo saque. Me mal peino, me pongo unas bermudas, me calzo las ojotas, le pongo el collar y la correa y salimos.

No estoy despierto del todo, no me importa, con un poco de suerte me volveré a dormir. No hay nadie en la calle. Perrito no hace sus necesidades de inmediato, necesita inspiración, olfatea pastos, persigue olores hasta que hace lo que tiene que hacer.

Procuro seguir en estado zombi, pero sin quererlo me acuerdo de lo que espera en el día: la traducción de mierda de un infocomercial y la actualización de los exámenes que tomaré en la semana.  Me pierdo en las lamentaciones de mi poca suerte y mi aciago destino, mientras Perrito se concentra en sabrá Dios qué aroma hay oculto en un trozo de pasto de la rambla.

De repente, un perro negro grandote tiene a Perrito agarrado del cuello y percibo que dos perros marrones están a mi espalda, al acecho. No sé si les ha pasado a ustedes, pero en las situaciones de peligro siento como si el tiempo se ralentizara, como si los hechos se desarrollaran en cámara lenta. Mi cerebro, lento por naturaleza, se toma siglos para reaccionar en un apuro.

De un recóndito rincón de mi cabeza surge algo aprendido en mi lejana infancia en Catamarca. No pateo las costillas del perro negro. No. Barro con mi pie y mi pierna sus patas traseras, siente que pierde equilibrio y suelta a Perrito. (Si querés que un perro suelte algo que tiene en la boca, levantale las patas traseras y lo soltará). Tiro de la correa, levanto a Perrito por el aire, Perrito ayuda pataleando y termina junto a mi costado izquierdo, sostenido con firmeza por mi brazo. El perro negro se dispone a atacar otra vez y esta vez casi liga la patada en las costillas, se hace a un lado justo a tiempo. Los perros a mi espalda ladran amenazantes. Desprendo la correa del collar y la uso como látigo hasta que los tres perros se van. Se reúnen con otros cuatro perros que esperaban en la vereda de enfrente. Son una jauría de siete perros de la calle que viven en la playa de estacionamiento de la remisería de la vuelta. Hasta ahora con Perrito nos mantuvimos a respetuosa distancia, es la primera vez que se meten con nosotros.

Pasado el primer susto, reacciono verbalmente y los insulto, mientras me alejo con Perrito en brazos. En la esquina me cercioro si Perrito está bien. Lo está. Ni un rasguño. La buena alimentación, el ejercicio diario y la tupida  pelambre ayudaron. Está tan fuerte como un toro, gracias a Dios. Pero está asustadísimo, como yo, tiembla, no como yo, que no tiemblo, pero casi. Perrito quiere volver, lo acaricio hasta que se tranquiliza y continuamos el paseo. Por suerte no elabora un trauma, se olvida y hace sus necesidades.

Moraleja: No te pierdas en quejas y lamentaciones, puedes no ver un peligro o un infortunio que se te viene encima y que puedes evitar o combatir.

Fue un nuevo capítulo de Zen al paso.
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