sábado, 14 de diciembre de 2013

D. H. Lawrence en el Salón Dorado


Viernes 13 de diciembre de 2013
Me despierta la inclemente luz del día. Son apenas las 6. El reloj está puesto a las 8. Intento volver a dormir. Al rato sé que no lo lograré y me levanto. Me aqueja una buena resaca. Anoche, a pesar del cansancio y de deletrear una aburridísima novela policial que proclama a los gritos que el culpable es el marido, no conciliaba el sueño y abusé del whisky. No, no me duele la cabeza (sólo el champán me da jaqueca), ni tengo náuseas (siempre estoy bien comido), pero el mareo, la debilidad de las piernas y los brazos, la pastosidad de la boca, el algodón en el cerebro son síntomas ineludibles. Ruego que haya café en el termo, poner la cafetera se me antoja una empresa titánica. Sí, hay. Le doy un golpe de microondas ya que está tibio. Agarro la botella de dos litros de agua mineral (tomar agua de la canilla en verano es suicida) y me conmino a tomarla toda para eliminar las toxinas. Perrito se pone a mis pies y con los ojos me dice: ¿Por qué carajo tuvimos que levantarnos de la cama? Él podría haber seguido durmiendo, pero lo pierde la curiosidad más que el compañerismo, no sea cosa que haga o coma algo sin que él lo sepa. Prendo la computadora y leo los diarios. Arranco con La Nación, diario garca de todo garquismo. Esta semana exprimió la crisis policial hasta la última gota. Aquietado el vendaval, la emprende ahora con el fiscal Campagnoli. Después de leer la segunda nota, no me decido si a canonizarlo o a llevarlo al bronce por prohombre de la patria. Como les desconfío hasta el pronóstico del tiempo, entro a Página 12 y me entero de que el tipo hace la gran Clarín, se victimiza, tira títulos escandalosos, reduce el problema al maniqueísmo, pero no contesta los argumentos por los que la malévola (según La Nación) Gils Carbó pidió su suspensión. O sea La Nación continúa siendo tribuna de doctrina garca. Ahora bien, ¿por qué carajo leo este pasquín? Porque tiene una buena página de espectáculos, y lo que para otros es el fútbol, para mí es el espectáculo. Me detengo en las nominaciones  para los Globos de Oro, y ya es hora de pasear a  Perrito y de bañarse para ir a la Fiesta de Fin de Curso, donde entregaré medallas o diplomas. Sigo la costumbre de todos los años y me pongo el traje. Mis buenos pesos me costó, pero la tela es de puro algodón, así que es todo lo fresco que puede ser. Hago una variación de la iconoclasia de Woody Allen, no me pongo zapatillas sino sandalias. Por supuesto tampoco llevo corbata. Son casi las 9, pero el calor ya aprieta. La resaca está casi diluida, aunque por momentos todavía camino como sobre huevos. Lamento haber descartado la gorra (supuse que quedaría muy Tangalanga) y el sol me fríe las ideas. Noto que muchos hombres llevan sombreros. Dejaron de usarse masivamente a principio de los 50, supongo que porque comprendieron que ya no eran necesarios. Ahora debido al aumento del calor están volviendo. Hasta los años 40 ¿el calor se debía a qué? ¿Pre-calentamiento global? ¿Se habrán estudiado las incidencias del calor según las décadas? Divagaciones de una mente en resaca. Desacelero el paso,  voy a llegar demasiado temprano. Me apura el deseo de que todo haya terminado. Entro a Plaza Moreno a las 9 y 10, me siento en un banco y me atiborro durante 10 minutos de Jamie Cullum. La fiesta es en el Salón Dorado de la Municipalidad. A las y 25 cruzo. Se supone que empiece y media. En la puerta me encuentro con una alumna y nos saludamos. Cuando llego al Salón Dorado, descubro que la cosa está en veremos. La vice me cuenta que hay pocas sillas y que no hay designado un sector para docentes, que aproveche y me ubique contra los ventanales que dan a 12. Tomo un banquito tapizado de felpa roja que se asemeja a un cojinete. Comienzan a llegar más docentes y autoridades. No me muevo de mi asiento. Saludo a todos desde lejos, me resisto a dejar mi puesto, que haber llegado temprano me sirva para algo. En eso entra en escena la bibliotecaria, chica simpática si las hay, con las manos vendadas. Es obvio que ha tenido un accidente. Así es, lo sabré después, se le resbaló una olla y se quemó. Espero a que esté más o menos cerca y le hago gestos para que se acerque. Me levanto y me corro apenas dos o tres pasos de mi envidiado asiento. Eso le basta a La Reverenda Hija de Puta para zambullirse en el cojinete todavía tibio de mis asentaderas. Cuando termino de hablar con la bibliotecaria, giro y con la mirada le digo: Sabés que ese asiento es mío, el único que hay en kilómetros y que yo lo ocupaba. No me devuelve la mirada y se hace la distraída. Sabe que ningún hombre y menos un docente le va a pedir que le devuelva el asiento. Es un momento re H D Lawrence: La masculinidad enfrentada a la más rotunda conchudez. La manipulación de los atavismos machistas para ejercer el poder omnívoro de la mantis religiosa. Mi andropausia todavía no está tan acendrada como para que no me importe nada, para exigirle mi asiento, aunque ella levante la voz y pretenda un escándalo. La Reverenda Hija de Puta anda por los 30 y algo, de modo que su conchudez es rugiente, no tiene la disculpa de la edad o la debilidad. Hago lo que los hombres hacen desde el principio de los tiempos, o sea, me jodo. Voy hacia el fondo del salón donde en el sector reservado a los parientes de los egresados todavía hay lugares disponibles y me siento. Sé que no permaneceré sentado mucho tiempo, no bien ingrese el grueso del público deberé ceder el lugar a la primera embarazada, madre con niño o anciana que se acerquen. Desde mi nueva y transitoria trinchera, estudio a La Reverenda Hija de Puta. Casi no habla con nadie, hace como que se concentra en su celular, espera pacientemente a que los que la conocen se acerquen a saludarla, sabe que si se para o se entretiene un segundo puede perder el lugar conquistado con malas artes. Juzga a todos como hijos de puta, los mide por lo que ella es: La Reverenda Hija de Puta. No tardo en cederle mi silla a una señora muy compuesta, que me hace una mueca de agradecimiento como si yo oliera a orines y le dejara un lugar inmundo. La señora muy compuesta no se sienta, se queda parada junto a la silla, y mientras me alejo, aprovecha para apartarse y que entonces una señora de hermosos ojos oscuros y tez morena la ocupe. Me pongo junto a la ventana abierta. No por mucho tiempo, el balcón es el paraíso de los niños que se aburren. Los niños son un límite de la paciencia que ya he dejado atrás, así que me adelanto unos pasos. Entran los egresados y todos los parientes que estaban afuera. El lugar apenas da abasto. La multitud ocupa todos los espacios libres. Me parece que reina la justicia cuando veo a La Reverenda Hija de Puta arrinconada por cuerpos morrudos que le tapan la visual, la apabullan con perfume y le cortan el aire. Más tarde, cuando voy rumbo al escenario para entregar medallas o diplomas, la veo bañada en sudor, abanicándose con el tenue programa. A pesar de todas las molestias no ha rendido su lugar. No me sorprende, siempre es la propia conchudez la que aniquila a las reverendas hijas de puta.

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