viernes, 25 de octubre de 2013

Amadeus es Amadeus



Amadeus es Amadeus, una buena obra, no en vano célebre, con contrastes, ironías y contradicciones rotundas. Salieri se pelea con el Dios mercantilista de su pueblo (de su infancia) porque le ha dado todo menos genio. Mozart, literalmente un animalito de Dios, soporta el genio más como una maldición. Y la suprema ironía, Salieri, el santo de los mediocres, como el mismo se denomina, es el único capaz de advertir el genio de Mozart en toda su valía.

El tiempo pasa y las buenas obras puede que no pierdan vigencia, aunque sin duda envejecen. Como a las buenas y viejas casas es necesario adecentarlas un poco para que sigan cobijando bien.

El edificio Amadeus tiene una estructura sólida como pocas. Peter Shaffer, ya con La real cacería del sol, pero fundamentalmente con Equus y Amadeus, innovó la manera de plantear una obra de teatro. Tomamos nota e hicimos escuela. Y tal como es el mundo, las innovaciones de ayer son los lugares comunes de hoy. E ironía frecuente, lo que ayer fue revolucionario, hoy es apenas nostalgia de los memoriosos y de los eruditos. A lo que voy es que Amadeus ya no sorprende. Y si a eso le sumamos que la película basada en la obra fue muy vista y es muy recordada, estamos como ante Hamlet, antes de entrar ya lo sabemos todo, sólo la versión nos salvará de la llovizna del tedio, del frío del aburrimiento.

Por suerte, Javier Daulte es un buen arquitecto teatral. Fusionó los dos actos en uno, aligeró la hojarasca, expuso conflictos con nitidez e hizo que la obra fluyera rauda.

La bellísima escenografía de Alberto Negrín se va significando de a poco y cerca del final, si cabe, se vuelve incluso más hermosa. Eso sí, es una escenografía simbólico-referente como las que suelen verse en el Teatro San Martín, de modo que le da a esta producción comercial aires de una realización del complejo oficial.

El elenco está muy bien, aunque la verdad sea dicha, los Venticelli (aquí tanto coro como sirvientes) no tuvieron una buena noche, arrancaron vomitando texto y si bien después calentaron motores, lucían desdibujados, sin embargo por momentos exhibían que tenían un trabajo sólido detrás. (Cosas del teatro, la obra es la misma pero ninguna función es igual a otra).

No se puede decir que Verónica Pelaccini esté mal como Constance, pero tiene escenas en que no alcanza la relevancia requerida, como si no pudiera darle a su personaje la cohesión necesaria (le falta cinco para el peso, bah…). Rodrigo de la Serna, uno de nuestros actores jóvenes más completos y talentosos, da un Mozart personalísimo que no se parece en nada al de la película ni al del propio Oscar Martínez treinta años atrás (lo recuerdo como si fuera ayer, por entonces yo era un jovencísimo aprendiz de actor y su Mozart me voló la cabeza, tampoco olvidaré jamás el grito mudo que congelaba a Leonor Manso (Constance) cuando moría Mozart, casualmente este año Pompeyo le marcó un grito de dolor similar en el excelente León en invierno). De la Serna no hace hincapie en la famosa risita y prefiere transitar otros recursos. Confieso que me ató un buen nudo en la garganta en la escena de la agonía cuando se aferra a Salieri y lo confunde con el espectro del padre, algo raro en mí, la muerte de los personajes teatrales no me conmueven, en el cine, personaje que muere desaparece de la acción para siempre jamás (a menos que resucite en un flashback, claro), en teatro eso de que mueran y saber que al rato en el saludo final estén de lo más saludables, hace que me cueste entregarme al juego y me pone la emoción entre paréntesis, pero aquí De la Serna me partió el alma con su desgarro. No obstante, el héroe de la velada es Oscar Martínez, Salieri es el que articula toda la obra y necesita un gran actor e inspirado. Martínez es lo primero y está lo segundo. Sentados medio atrás, en la fila 18, vimos como toda la platea anterior se puso de pie como accionada por un resorte cuando salió en el saludo final. Un pequeño homenaje bien ganado, merecido.
Para ver un clásico del que sabemos todo, conviene ir siempre con alguien que tenga poca o ninguna idea de la obra en cuestión, lo que nos da casi siempre alguien joven, su asombro nos devolverá un poco el que tuvimos cuando éramos así de iniciáticos. En mi caso esta vez fui con mi sobrina, que me reclamaba que este año no la había llevado al teatro. Las bondades de la obra la apasionaron. Claro, después hubo que decepcionarla, decirle que la obra era sólo un cuento bien contado aunque falaz, que Salieri no mató a Mozart y que quizá no hizo nada en su contra, y que si bien no fue un Mozart, nadie más que Mozart lo fue, no fue ningún negado y creó buena música. No importa, me dijo, al menos ahora sé con exactitud a que se refiere León Gieco con eso de somos los Salieris de Charly.

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