jueves, 10 de marzo de 2016

Sur, metrobus y después



El aplauso final fue caluroso pero corto, si querés largas ovaciones, hacé drama o un musical. En una comedia, la devolución son las risas o el aplauso súbito ante un logro que toma desprevenido al público. Aproveché que estaba en punta de banco para salir entre los primeros. El espectáculo no me había gustado particularmente, pero tampoco me había disgustado particularmente. En la calle Corrientes, como era domingo, la marea humana no era tan densa como la de un sábado, ni tampoco tan diluida como lo será en unos meses cuando la falta de plata ya sea indisimulable. Los empresarios teatrales son paradojales, en los reportajes se muestran bien derechosos y apoyan cuanta gestión garca se nos venga encima, aunque sus éxitos más recordables los hacen bajo gobiernos populistas. Ay, ay, ay. Voy a las apuradas por Cerrito a la parada del Plaza de Marcelo T de Alvear. Cuando llego a Paraguay, cruzo con temeridad el tramo de avenida que me separa del metrobus, no sea cosa que a último momento pierda el micro. En la parada hay una cola más o menos corta para el de autopista, la integran jóvenes en su mayoría y están sentados o recostados en el piso, lo que indica que hace rato que están, lo que abriga mi esperanza de que el micro venga pronto. En los primeros cinco minutos, repaso el espectáculo y concluyo con que cumplió su cometido de hacerme olvidar que al día siguiente comienzo las clases y que como tengo primeros años, el inicio escalonado no me afecta y tengo que dar clase en todos los cursos. Como dice el viejo chiste, la fortuna más que sonreírme, se me caga de risa. A los diez minutos, alguien prende un cigarrillo y me renacen las ganas de volver a fumar. Pasó más de un año desde que dejé y todavía lo extraño. Estas esperas eran más placenteras pitando y pitando. Enumero las ventajas de no fumar, dejo de contar para no deprimirme, son magras en comparación con los goces del hermoso vicio abandonado. A los quince minutos, suspiro y maldigo el sistema público de transporte. Las compañías de colectivos son mafiosas y arman rápido un monopolio. Durante años y años, hubo solo una empresa que te llevaba de Buenos Aires a La Plata y viceversa, of course. Era más mala que quitarle el helado a un niño, pero al ser única le conocíamos todas las pulgas y al menos sabíamos a qué atenernos. Ahora son dos, y en vez de competir por un mejor servicio, se copian las mañas. Y nuestra desprotección es gigante. Si el gobierno anterior, muy amigo del estado presente, poco y nada hizo para supervisar el transporte automotor, éste, tan amigo del estado ausente y de que las empresas se regulen por sí mismas, acentuará nuestra desprotección. Uno de estos días pagaremos cuatro o cinco veces más el boleto por un servicio incluso peor que el actual. Hay que ser boludo para votar un gobierno contrario a tus intereses. Y sin embargo, acá nos tenés, y no es que yo sea un vivo bárbaro, no, soy tan boludo como el que más, pero yo, garca no te voto ni aunque me laven el cerebro y el cerebelo. Si después de que me cagaron una vida entera, no puedo identificar a los que me cagaron, más que cagado, soy un boludo de cuadro de honor. A los veinte minutos, me acuerdo de una línea de una canción de Sondheim, she’ll grow older by the hour, cambio el she por we y la hour por minute y la línea nos describe con exactitud a los de la cola. El fastidio y el cansancio de la espera nos tira encima décadas enteras, las caras lozanas de los jóvenes que me acompañan se vuelven máscaras mal terminadas. Y a los que tenemos muchos años vividos, las arrugas se nos profundizan con fiereza. Las alegrías nos hacen, al menos, joviales, las tristezas, en cambio, nos hacen lo que somos, simplemente viejos. A los veinticinco minutos, suspiro por mi inhabilidad de manejar nada que no sea un triciclo, la lancha a pedal que heredé de mi hermano y mi bicicleta. Por eso nunca pretendí tener un auto, cosa que en momentos como este lamento hasta las lágrimas. Encima como estamos en el metrobus, o sea en carriles exclusivos para micros, es altamente improbable que se repita lo que apenas se dio un par de veces en doscientos años de esperar el micro: que pase un conocido, nos vea y se ofrezca a llevarnos. A la media hora, miramos con fijeza el horizonte por donde debería venir el micro. Queremos materializarlo con la fuerza de nuestra voluntad. Pero por más voluntad que le ponemos, la magia no se engendra y el micro no aparece. Según la sabiduría oriental, al universo hay que pedirle con claridad para que nos dé. Los que estamos esperando el micro, le pedimos al universo con claridad que lo haga venir de una vez, pero el universo no parece estar comprendiéndonos o se hace el zonzo, o como todos los dioses se divierte con nuestra desgracia. Y sí, somos dignos en nuestra felicidad y ridículos en nuestras tragedias. A los treinta y cinco minutos, estamos en Kafka hasta el tuétano. La realidad se fue de cauce. Se supone que los micros pasan. Por experiencia sabemos que uno se para en determinados puntos, esperamos un tiempo prudencial y el colectivo llega. ¿Por qué entonces no se comprueba ahora ese hecho esperable? ¿Los micros habrán dejado de pasar? ¿Esta parada acaso ya no es parada? ¿Desde cuándo? Porque estoy en el metrobús, ¿no? ¿Y si decretaron que el metrobus sea desde hace una media hora una bicisenda y no nos enteramos? Pero tendríamos que saberlo, con tanto teléfono inteligente, pero la información se digita, ¿y si optaron por no hacérnoslo saber? A la medianoche, la no certeza será cierta, porque a esa hora dejan de pasar, incluso cuando pasaban. A los cuarenta minutos, el abandono se me vuelve furia. El despreocupado llegó cuando había solo una chica detrás de mí. Por entonces la cola ya no era formal. Como dije los jóvenes de adelante estaban como piedras que cruzan un charco, más que en línea, diseminados, pero era claro que había una cola. El despreocupado es joven y lo hipnotiza su teléfono. Elige no ponerse en la cola y deambular cerca de los que están adelante. Me enfurece que sea un caótico, un irrespetuoso con las formalidades sociales, un tonto que se cree libre de convenciones. Ahora la cola es más larga que nuestra paciencia. Sé que cuando llegue el micro, se incorporará a los de adelante y subirá antes que nosotros. Y que lo dejarán, porque los demás no están atentos a cuándo se incorporó a nuestro paisaje, pero yo sí, presté atención y sé que le corresponde el turno después de la chica que me sigue detrás. Tengo ganas de gritarle que se ponga en la fila, que no vaya a colarse, pero no lo haré, porque no quiero que me tomen por un viejo cascarrabias. Sé que el despreocupado se aprovecha de mi adhesión al qué dirán, que encubre o funda mi cobardía, para cagarme. Me enfurece que sea libre a costa de mi esclavitud. A los cuarenta y cinco minutos, me acuerdo de una idea que me pasó un amigo. Dice que lo único que tenemos con certeza es tiempo. Tiempo que tarde o temprano se nos acabará inexorablemente. Y que al ser dueños solo de nuestro tiempo, debemos gastarlo como se nos dé la gana, y lo peor que pueden hacernos es obligarnos a gastarlo en tareas inútiles, en esperas desangeladas, irrecuperables. La idea se me pegó, porque en educación hay gente, léase, directivos, que te hacen adherir a normas irrazonables nada más que porque existen. Si no tenés alumnos, por ejemplo, en vez de dejarte ir, te obligan a cumplir todo el horario, por la responsabilidad civil de que aparezca un alumno, te dicen, porque es responsabilidad tuya el alumno en tu horario, o por el seguro, te dicen, porque si se te cae un piano en la cabeza después que cumpliste tu horario, tu familia liga algo, pero si el piano se te cae en el horario en que debías estar trabajando en tu aula, tu familia no liga ni el pésame y se muere de hambre, pelotudeces contrarias al sentido común de dejarte ir y que seas feliz. A los cincuenta minutos, me arrepiento de no tener cargada en el teléfono La guerra y la paz. Medio en chiste, medio en serio digo que quiero volver a leerla. De haberla tenido cargada, ya iría por la mitad o la habría terminado. A los cincuenta y cinco minutos, estoy tan cansado de la espera desesperada que caigo en la ofrenda, regalo mis principios a cambio de que venga de una vez, digo que dejaré que el despreocupado suba, que no protestaré, que no lo señalaré a las masas para que lo pongan en su lugar, o lo dejen en el páramo del metrobus para que repita la espera de otro micro que quizá tampoco llegue. A la hora, me pongo fatalista, me digo que quizá nos salvamos de un grave accidente, que si el micro hubiera venido a horario por ahí nos hubiéramos hecho moco, desbarrancándonos desde lo alto de la autopista, incrustándonos por falla de frenos contra una pared o explotando por chocar contra un camión con combustible. Procuro abandonar el fatalismo porque funciona con doble filo, porque por ahí el micro se demoró para que nos desbarranquemos, nos incrustemos o explotemos, y ahora vendrá precisamente para eso, para conducirnos al desastre, algo que podría haberse evitado de llegar a tiempo. A la hora y cinco minutos, llega. Los de adelante cierran filas, obstruyen con sus cuerpos el acceso a los escalones del micro para que el despreocupado no pueda colarse, hago lo mismo y no lo dejo subir antes de mí, la chica de atrás no hace lo mismo y se cuela. De haber hecho la fila, estaría detrás de ella. No ganó mucho, adelantó solo un casillero. El colectivo engulle toda la cola. En la parada del obelisco hay tanta o más gente que en la nuestra. La mitad queda abajo. No hace más paradas porque no hay más lugar. En el camino nos olvidamos de la espera. Hasta la próxima vez.

3 comentarios:

  1. Al menos la espera sirvió para que escribas esta genialidad...!!!

    ResponderEliminar
  2. Aqui va un Speak Low que seguramente sera superado por el del dia de hoy !!!https://youtu.be/SRm08pVt-xc

    ResponderEliminar