jueves, 21 de enero de 2016

Filomena



A los que hemos escrito teatro nos han preguntado alguna vez qué obra del repertorio mundial nos hubiera gustado escribir. Hay una mayoría que prefiere Hamlet; otros, muchos también, optan por Esperando a Godot; otros eligen El enemigo del pueblo; algunos El tranvía llamado deseo; más de uno Las brujas de Salem; no pocos Largo viaje del día hacía la noche; los melancólicos La gaviota o El tío Vania; y no crean que se quedan afuera El inspector general, Fuenteovejuna, Yerma, Santa Juana, Las troyanas, Galileo, Tartufo o La importancia de llamarse Ernesto. A mí me hubiera gustado escribir Filumena Marturano.


¿Por qué? Porque es esencialmente popular y nadie en su sano juicio no la tildaría de arte puro. Las obras de teatro son putas. Algunas son amadas. Otras, respetadas. Pero entre las mejores están las que son a la vez amadas y respetadas. De tan putas, claro. (Esta idea de la putez, por desgracia, no es mía. Tito Cossa, entre otros, la han usado).


Tiene uno de los personajes femeninos mejor redondeados. Cualquiera en su situación se sentaría a llorar en un rincón. Se flagelaría o maldeciría su suerte. Ella no, toma el rencor en sus manos y pergeña un plan creativo, recuperará a su hombre, que no será un dechado de virtudes, pero no es malo y es suyo, y de paso construirá una familia. Algo nada fácil en tiempos en que la única familia posible era la reglada por el estado y santificada por la iglesia, con casamiento de blanco, por las virginidades que eso implica y con los correspondientes bautismos ante cada nacimiento.


La obra arranca bien arriba, como le gustaba a Shakespeare (en realidad lo obligaba el público que estaba más para atender sus cosas que una obra). No doy detalles para no arruinarles las sorpresas a los que tienen el placer de no conocerla (envidio siempre a los que todavía no han leído Cien años de soledad, Boquitas Pintadas, que no han visto Mi bella dama o Breaking bad, porque tienen la posibilidad de maravillarse al descubrirlas, a mí me queda solo amarlas, el descubrimiento ya fue hecho). Y cuando el pobre Doménico quiera salir de la trampa en la que ha caído, ella esgrimirá un secreto que lo dejará de una pieza. Encima el secreto implica un enigma, que le desatará una curiosidad insaciable, que ella manejará diamantina, inexorablemente. Se llega entonces a un final que conmociona al más pintado y ratifica una idea que la obra venía piloteando desde un principio: que la vida se preserva mejor a sí misma a través del amor (para perdurar puede usar la violencia y el horror pero por suerte elige también el amor) e introduce otra que uno se lleva de recuerdo a la salida: que las lágrimas no son privativas de la angustia. Algo que uno experimenta  en carne propia en ese momento, porque el que no anda moqueando, las oculta como puede.
Para cine o televisión ya fue filmada 9 veces, una argentina (195), tres italianas (1951, 1964 y 2010), dos alemanas (1960 y 1967), una francesa (1970), una portuguesa (1994) y una yugoslava, de cuando todavía existía Yugoslavia, claro (1996). La variedad de nacionalidades da cuenta de su popularidad mundial. Desde que nació, allá por 1946, se dio en cuanto país tuviera un teatro.


A nosotros, por cercanía, de estas versiones registradas nos interesan las dos primeras y la de 1964. Por esas cosas del destino no solo fue uno de los más grandes éxitos de la carrera de Tita Merello, sino que tuvo el honor de ser la primera de llevarla a la pantalla, allá por 1950. Su Doménico era el gran Guillermo Battaglia; y puesta teatral y película fueron dirigidas por Luis Mottura. Recién al año siguiente, 1951, su autor, el inmenso Eduardo De Filippo la llevo al cine con su hermana Titina De Filippo como Filumena y con él, como Doménico. Y en el año 1964, el genial Vittorio De Sica con el título de Matrimonio all’italiana haría la versión cinematográfica por excelencia (según leí, las demás versiones (vi solo la de Tita y la Titina, aparte de la de De Sica, claro) son registros más o menos fieles de la obra teatral). Por supuesto a la película de De Sica no la hace menos extraordinaria, entrañable e inolvidable que los protagonistas fueran Sophia Loren y Marcello Mastroianni.


Con lo que por aquí amamos el teatro, se hizo pocas veces. Durante años y años tuvo dueña: Tita Merello. En el fondo nadie se le animaba por temor a la comparación. En 1980, gracias al éxito de 1977 de la versión dirigida en Londres por Franco Zeffirelli con Joan Plowright y Colin Blakely en los protagónicos, llegó nuevamente a un teatro porteño con Cipe Lincovsky y Alberto de Mendoza, quien por esas caprichos de la vida fuera uno de los hijos en la versión de Tita Merello. Tita todavía vivía y Osvaldo Pacheco medió sin éxito para que recibiera a Cipe y le contara secretos del personaje y aunque nunca lo reconoció, como el Teatro del Globo le quedaba cerca de dónde vivía, una noche entró y la vio. A la salida le dijo al control que la dejó pasar: “No será la Merello, pero vale”. Cuando se enteró, Cipe sintió como si se hubiera ganado un Óscar. Graciela Dufau la leyó una vez a beneficio de la casa del teatro, pero por lo que fuera nunca la hizo como Dios manda. En el 2006 la hicieron Hugo Arana y Betiana Blum, luego reemplazada por Virginia Lago. Norma Pons que la tenía entre ceja y ceja no pudo al final hacerla y se la legó en una cena a  Moria Casán. Habrá que ver si alguna vez la encara o si la deja en anécdota.


Hoy llega de la mano de Claudia Lapacó y Antonio Grimau. Claudia, grande entre las grandes, tiene ya un currículo que envidiaría hasta la divina Sarah. Iluminó algunos de los personajes más complejos del teatro universal. Me regaló tantas noches inolvidables que no sé por dónde empezar. Entre las que rápido me dicta la memoria, me vienen Los monstruos sagrados de Cocteau, La profesión de la Señora Warren de Bernard Shaw, Viaje de un largo día hacia la noche de O’Neill, Lo que vio el mayordomo de Orton y entre las dirigidas por China Zorrilla, me quedo con La pulga en la oreja de Feydeau y Salven al cómico de Marcelo Ramos. Ah, la amé casi tanto como el personaje de Alfredo Alcón en Filosofía de vida de Juan Villoro, obra por la que su primer exmarido, Rodolfo Bebán, abandonó el ostracismo.


Todo pinta bien en esta versión, elenco, dirección (nada más ni nada menos que Helena Tritek), escenografía y luces de nuestro ganador del Óscar, Eugenio Zanetti. Comprobaremos que tal fue cuando la veamos.  En mi pequeña historia personal, jamás olvidaré que fue la espera de este estreno lo que me ayudó a soportar el primer mes del avasallamiento macrista. Al menos por eso, mis eternas gracias.

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