miércoles, 1 de abril de 2015

El cine contemporáneo ¿un arte?



En la actualidad ver muchas películas contemporáneas puede tener efectos colaterales. No solo el esperable déjà vu, sino un profundo desconcierto, un rumiante desasosiego, una inquietante sensación de desplazamiento. Muchos críticos han comenzado a intentar darse explicaciones. Yo no soy un crítico, pero elucubraré también mi razonamiento de por qué nos sentimos así.


En un principio el cine era esas historias parpadeantes de imágenes y sonidos que se proyectaban en una sábana blanca de un lugar llamado también cine. Fue mudo, después habló, tenía algo de teatro, de novela, de ópera, de pintura, pero se independizó de esas influencias, y tanto, que comenzó a llamárselo el séptimo arte. Durante años reinó solo, fue el único dueño de una pantalla. Balbuceó un lenguaje hasta que lo dominó y lo llevó a las alturas sublimes de la poesía.


Después le salió una sombra pequeña: la televisión. De inmediato no fue una competencia peligrosa. La televisión armaba su programación con concursos de preguntas y respuestas, shows musicales, obras de teatro filmadas, sketchs de cómicos robados a la radio. Cuando se comenzó a producir ficción, sea cual fuera el género (western, de guerra, comedias, etc.) tanto la duración como el lenguaje diferían de los del cine. Tampoco con el  nacimiento de los telefilmes, el lenguaje de las películas cinematográficas se vio afectado. La televisión desarrolló su propia gramática. Bastaba solo un poco de práctica para poder diferenciar un telefilm de una película de cine.


De todos modos, el cine registró la pérdida de su primera batalla cuando la televisión empezó a propalar películas por sus diminutas pantallas. Si bien las viejas películas gozaron de una sobrevida, el cine se empequeñeció. Las películas perdieron la amplitud de las pantallas de ese lugar también llamado cine.


Eventualmente la televisión se convirtió en una competencia peligrosa. La gente prefería quedarse en casa a ver televisión en vez de ir al cine. La reacción del cine fue agrandarse, ensancharse, fueron entonces los tiempos del 70 mm, del cinemascope, del cinerama, de la épica, del gran espectáculo. También se volvió más audaz, dentro de los parámetros imperantes, para tratar temas más adultos como la problemática social o el sexo, cuestiones que la televisión por ser tan hogareña y familiar no podía tratar.


En algún momento se dieron tregua, convivieron, o el cine cedía espacio ante la televisión o viceversa. Y entonces el cine sufrió una devastadora segunda derrota: la revolución del video. La televisión, no ya como medio transmisor sino como aparato, triunfaba otra vez. El cine se volvía portátil. De manera más definitiva, el cine achicaba el espectro de su pantalla a las reducidas dimensiones de un televisor. Y en menos de que canta un gallo, padeció otra severa derrota: la llegada del cable. Ya ir al cine era solo la primicia de lo que se vería en el cable.


Lo que vendría después no es más que las bifurcaciones de esas derrotas: el DVD, ver películas en la computadoras, en los teléfonos, o en lo que tenga pantalla. Y Hollywood, como principal líder del cine, no estuvo a la altura de las circunstancias, en vez de fortalecer el lenguaje cinematográfico, lo neutralizó, lo bastardeó, lo degeneró, hasta prácticamente destruirlo.


Y sin darnos cuenta vimos pasar el momento en que el cine murió. La hora, el minuto, el segundo de su paso a la eternidad. Las películas, como expresión de eso que llamamos cine, ya no son lo que eran: CINE. Pasaron a ser esa otra cosa que aparece en las múltiples pantallas, que, insistamos, ya no son eso que llamamos películas, sino algo parecido, pero que ya no es cine. Y entonces los críticos más despabilados comienzan a hablar de “productos”, de “artefactos”, de “dispositivos” visuales que cumplen funciones determinadas de evasión, de exorcismo social, de acompañamiento de pochoclos, de matar horas.


Por ahora solo presento el tema. La discusión recién empieza. Algo es indiscutible, para los que amamos el cine, es liberador dejar de considerar películas a ese “acontecer visual” que se ve hoy en día en las distintas pantallas. Después de todo, si Lawrence de Arabia es una película, Selma, La teoría del todo, El código enigma bajo ningún punto de vista, pueden serlo. Buenas, regulares o malas, son otra cosa. Y cuando dejamos de considerarlas películas, el regocijo se impone porque rozamos algo parecido a una epifanía.
 
Continuará

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