jueves, 5 de septiembre de 2013

To be or not to be (qué cagada... soy actor)




Soy un actor, ante todo, por sobre todo, debajo de todo. Por elección, por imposición, por obstinación. Aunque no ejerza, en un rincón del espejo, en una foto perdida, aunque nadie venga a mis funciones. Y más que nada, claro, un actor de teatro, porque de televisión y cine, tan poco, casi nada.

 

Cuando asume un personaje, un actor de teatro investiga, propone, prueba, recrea, pone el cuerpo, mete la pata, avanza, retrocede, apuesta, le hace trampas a la emoción, a la intención, traza el conflicto del derecho, del revés y al través, juega, se aburre, se entusiasma, se rebela, reniega, cansa, sueña y vuelve a intentarlo otra vez. Ensaya, bah, hasta que lo logra, hasta que hace pie, hasta que el personaje respira en él, con él, y si no se desvía, si no se desconcentra, fluye en él.

 

Al fin, por fin. Sonríe. Y todos los maestros que tuvo también. Los muertos en sus tumbas, en sus nubes, en el viento. Los vivos en sus ascensores de gloria, en sus cadalsos de ego, en los libros insurgentes que prometieron escribir y que jamás garabatearán. Al fin, por fin. Todas las clases de actuación a las que asistió, todas las discusiones en las que participó, los hectolitros de café que tomó, las horas de sueño que perdió, cobran sentido, abandonan su imbecilidad, se recubren de significación. Al fin, por fin. No descubrió la cura de nada, no disminuyó el hambre, la pobreza, no pasará a la historia, ni desandará la trascendencia, pero el pedacito de mundo que le tocó habitar es un poquito menos lúgubre, porque él hizo su trabajo y casi atrapó un personaje. Porque, lamento decepcionarlos, un personaje nunca se atrapa del todo, el muy pillo puede desvanecerse con la celeridad con que se corporizó, no es hijo de mujer, es cosa de la imaginación.

 

Por eso el actor sabio sólo sonríe, ya aprendió que si se cree el César o descorcha el champán, vuelve a cero, o lo que es peor a la mascarada vacía. Ya sabe que a pesar de las luces, del aplauso, crear es casi una proeza secreta. Y si es un buen actor, uno de verdad, se olvida de todo, estira los músculos, calienta la gola, ejercita la respiración y se prepara para la repetición. Porque el teatro es un ajo, da sabor, deja aliento perfumado y repite.

 

Quienes no entienden el trabajo del actor teatral creen que la repetición es una maldición, un espejismo absurdo, una quimera rota, una contradicción insalvable, que es imposible disfrutar una y otra vez de algo que se sabe cómo empieza, cómo se desarrolla y cómo termina. Pero claro hay un truco para todo, hasta para el amor. El truco, ya lo dije, como al pasar, es olvidarse de todo, o, bueno, hacer cómo que todo se olvida. Entrar a escena y que nada exista salvo este aquí y ahora. Ése es el juego, como en el del amor, ir de a un paso a la vez, decirse sólo estoy en este segundo, desentenderse de toda ansiedad y expectativa, ser aquí, en este instante, uno, entero, abierto, y las líneas saldrán solas, sin que deba recordarlas, nada más que porque soy en este juego.

 

Actuar es también un viaje programado en el que todo saldrá bien si lo preparamos con detalle y previmos las contingencias. La ropa puede rasgarse, no importará si traemos un par de hilos y la aguja. La comida puede darnos acidez, no importará si el botiquín básico está cubierto. Y así. Y así también, un minuto lleva a otro y a otro y a otro. Y como atendemos nada más que la aventura de cada minuto, con su dicha o con su angustia, todo vuelve a ser nuevo otra vez y volvemos a sorprendernos como la primera vez. Ésa es la ilógica lógica del actuar, el eterno placer renovado de la repetición, el espejismo milagroso de hacer siempre lo mismo.

 
(Esta perorata es una respuesta a un alumno que me preguntó: che, profe, ¿no te aburre enseñar siempre el to be?)


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