jueves, 8 de agosto de 2013

Un tal Manzi




A quienes no fuimos contemporáneos del apogeo del tango, los que sí lo fueron, nos decían: “Al tango se llega con la edad, con las primeras canas”. Axioma que repito como un mantra, cuando un alumnito me pregunta: A usted, profe, ¿¡le gusta el tango?! Para mi suerte al tango, como al cine de los grandes maestros, llegué precozmente.

Pasé mi infancia en Catamarca, por aquel entonces la televisión no había llegado, sólo había radio (y cine, claro). El folklore y el tango fluían a raudales. Mi tía Martina, que había quedado como mi tutora cuando mis padres se vinieron a La Plata, tenía varios discos de tango que escuchaba una y otra vez. Yo no les prestaba mucha atención, no podía decir si el tango me gustaba o no, era algo que estaba allí sin que uno tuviera que ver, como el viento.

La radio era omnipresente, había una sola emisora y estaba prendida desde que nos levantábamos hasta que nos acostábamos. Los programas locales se alternaban con enlatados que venían de Buenos Aires. Jamás me perdía el radioteatro de Violeta Antier y Alfredo Alcón (ella murió joven y su voz se me perdió; la de él, reforzada por todas las veces que lo vi, vive en mí.) Pasaban también un programa de Guerrero Marthineitz y otro de Pinky. Se me ordenaba apagar la radio si hacía deberes de lengua o matemáticas, pero cuando hacía un mapa o dibujaba una casita de Tucumán, me dejaban oírla. En un programa de Pinky, escuché hablar de Homero por primera vez. Pasó el disco completo A Homero que Susana Rinaldi acababa de sacar. Entre canción y canción, Pinky hablaba con un hombre, cuyo nombre se me escapó, maravillas de Manzi y de la Rinaldi. Aunque fuera la Rinaldi con su interpretación la que me llevara a prestar atención a las letras y descubrir a Homero, no fue ella la que deslumbró sino Manzi. Hasta ese momento los tangos hablaban de percanta-que-amuraste-en-lo-mejor-de-mi-vida, de pobre-y-solterona-te-has-quedado-sin-ilusión-ni-fe, de volver-con-la-frente-marchita y así, cosas que me parecían tan lejanas y exóticas como Tanganica. Pero cuando Rinaldi atacó y cantó: “Fui como una lluvia de cenizas y fatigas / en las horas resignadas de tu vida... / Gota de vinagre derramada, / fatalmente derramada, sobre todas tus heridas”, sin importar que tenía unos 11 años y estaba más lejos de haber tenido una relación amorosa destructiva que de Saturno, la sonoridad, la seducción, un mundo iluminado y abarcado me llevaron a comprender o más bien intuir lo que era un poeta de verdad.

Pasaron el disco en orden, a Fuimos, le siguieron Barrio de tango, Papá Baltasar, Ninguna, El último organito  y A Homero, el homenaje de Cátulo Castillo y Aníbal Troilo a quien fuera su amigo. Concluía así el lado A del long play, dijeron algo antes de pasar al B, pero a mí no me importaba lo que dijeran, quería seguir oyendo a Homero. Vinieron así Malena (la única que ya conocía porque había que ser marciano para no conocer Malena), Betinoti, El pescante, Romance de barrio, Che bandoneón y las lacerantes Definiciones para esperar mi muerte, poema que venía con el fondo musical de Sur. Al rato que el programa terminó, mi tía vino a ver cómo me iba con lo que fuera que estuviera haciendo (creo que era el dibujo de unas vasijas diaguitas) y aproveché para preguntarle si conocía a un tal Homero Manzi. Claro, m’hijito, me contestó, es un importante poeta del tango. Asentí, no iba a discutir semejante verdad, como cuando le porfiaba que los Beatles eran mejor que Los Chalchaleros (y… qué se le va a hacer, también se aprende de las estupideces propias…)

Al poco tiempo de estar instalado en La Plata, cursando el primer año del secundario, en el Centro Cultural del Disco me crucé con A Homero de la Rinaldi y lo compré. La cajera me preguntó si era un regalo para mis padres. Le contesté que no, que era para mí. Procuró disimular la cara de sonamos-tenemos-otro-aparato, pero no pudo. En aquellos tiempos, todos los de mi edad escuchaban Sui Géneris, Pescado Rabioso y demás, yo, también, pero los alternaba con Manzi.

Así fue como conocí a Homero, que se me reapareció en estos días. En las vacaciones me había  propuesto ver algunas obras de teatro a las que les tenía ganas. Entre las imperdibles figuraba Manzi, la vida en orsai, un musical de Betty Gambartes, Bernardo Carey y Diego Vila. Ellos tres ya habían concebido unos pocos años atrás otro musical dedicado a otro grande del tango, Enrique Santos Discépolo. Se llamó Discepolín y yo con Diego Peretti, Roberto Carnaghi, Lidia Catalano, Claribel Medina, Rodolfo Vals, Claudio Martínez Brel y el Chino Laborde en los protagónicos. En ambos casos partieron de momentos capitales en la vida personal y profesional de estos creadores, los desarrollan y los resignifican con las canciones que contribuyeron a pergeñar. En Manzi, la vida en orsai, los protagonistas son Jorge Suárez (Manzi), Julia Calvo (Nelly Omar) y Néstor Caniglia que interpreta a varios personajes, entre ellos Cátulo Castillo y Anibal Troilo. Acompañados por un trío de músicos, Damián Bolotini (violin), Gabriel Rivano (bandoneón) y Diego Vila (piano y conducción). El espectáculo es excelente. Jorge Suárez es uno de nuestros mejores actores y canta muy pero muy bien. Julia Calvo es un milagro, mezcla rara de Katina Paxinou, Anna Magnani, Tita Merello y Melina Mercouri, no sólo actúa como los dioses sino que es dueña de un vozarrón elocuente y colorido, una auténtica fuerza de la naturaleza. Néstor Caniglia no va a la zaga ante estos dos monstruos de la expresividad y perfila con nitidez sus personajes. Pocas veces el teatro es lo que en esencia es: un rito de elevación. Esta vez lo fue. Una noche feliz.
Manzi, la vida en orsai se presenta en la ciudad de Buenos Aires, en el teatro La Comedia, Rodríguez Peña 1062 (casi avenida Santa Fe) y va los jueves y viernes a las 21, los sábados a las 20 y a las 22:30, y los domingos a las 20 hs.

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