La Plata es una ciudad que chorrea cultura. Hay música, teatro, pintura, literatura (ahora hasta estamos incursionando en la producción cinematográfica). Le hemos dado al país nuestra cuota de poetas, músicos, actores, compositores, novelistas, dramaturgos, cantantes, compositores, escultores (y hasta alguna que otra vedette). Pero mi máximo orgullo por la pertenencia a esta ciudad se aviva por lo que pasa a fin de año: la emergencia del verdadero arte popular. Espontáneo, solidario, anónimo, grupal, mancomunado: La elaboración de los muñecos de fin de año. Me da mucha alegría pertenecer a una sociedad de cultura emergente. La cultura emergente es algo tan pero tan raro que poquitísimas ciudades del mundo se dan el lujo de exhibirla. ¡Vivan los muñecos, carajo!
manda VOTO dejá un espacio 202 al 6357 es por Lito de Tradición Platense en 25 y 40
lunes, 31 de diciembre de 2012
sábado, 29 de diciembre de 2012
Composición, tema: La vaca
No acostumbro a fijar metas ante un año que se inicia. En el momento que surjan, sea otoño u octubre, las establezco y procuro cumplirlas. No me enorgullezco si las logro, no, a lo sumo me alegro. Ni me desmoralizo si fracaso, soy sólo un hombre.
Tampoco hago balances. Los hice cuando debía. Después de cualquier problema, conflicto, malentendido o ruptura, analicé las circunstancias, los por qués, los para qués, llegué a una conclusión y me pregunté si hice lo que debí, si no podría haber hecho otra cosa. Las respuestas no fueron satisfactorias, nunca lo son, pero después de un tiempo ya no dolían así que supuse que podía seguir adelante para acertar o equivocarme otra vez.
Eso sí, cuando me desean que los sueños se cumplan, me pregunto cuáles son. Están los tercos que siguen sin cumplirse, que no dependen de mí y que debería dar por prescriptos. No los doy por vencidos por superstición y respeto. Si alguna vez fueron fundamentales por ahí guardan alguna relevancia. Contra todo pronóstico y sentido común los mantengo aunque sé que me harán infeliz. A los nuevos los miro con desconfianza. ¿Son válidos? ¿Un capricho del momento? ¿Una necesidad desatendida que se cobra venganza? Los pongo entre paréntesis y si no los olvido, habrá que tomarlos en cuenta. Hubo épocas en que como la canción los resumía en “salud, dinero y amor”. La salud no se discute. ¿El dinero? Ahora lo reemplazo con trabajo. Abandonada la esperanza de que un juego de azar me depare una fortuna o que una herencia inesperada me salve del naufragio cotidiano, cifro en el trabajo la recompensa exigua pero constante de llevarme el pan a la boca y un libro a los ojos. ¿El amor? Tema espinoso si los hay. No hay uno solo sino varios. Está el amor a uno mismo, el más importante. El amor de la familia y de los amigos, variable en su gradación pero a la larga fiel y durable. Y está el amor-amor. Riesgoso, azaroso y un poco sobrevalorado. Si no se lo tiene pesa como una carencia profunda, si se lo tiene pensamos que nos lo merecíamos. Ni tanto ni tan poco. Millones de personas llevaron vidas colmadas y generosas sin haberlo conocido. Hay alguna madrugada olvidada en que el ideal romántico se pone en perspectiva y pierde su barniz dorado y se lo ve como en realidad es, bello pero un poco falluto. Y está la solidaridad, que es el amor de los extraños, el más hermoso, porque es intenso, desinteresado y súbito, el modo en que la especie se celebra y se protege, cuando se comprende por fin que uno, cualquiera, es todos. Y está el amor de Dios, claro, pero con ese no me meto, es personal, se siente o no se siente.
Ahora resumo los deseos en uno, poder reírme, no como las hienas sino de verdad, con carcajadas francas y sonoras. Si uno puede reírse, salud se tiene, no hay hambre porque nada mata más el humor, y se siente amor si no la amargura no nos deja ver el humor que hay detrás de esta broma divina que es la vida.
Tampoco me pongo a analizar si los años pasados fueron buenos o malos. Los años son convenciones y la vida es una sola. Y viene con sus alegrías y pesares, sus cortedades y recompensas, sus caricias y brusquedades. A veces algunas priman sobre las otras, pero a la larga así como hay noche y día, tormenta y calma, los contrastes tienden a nivelarse.
Así que ojalá podamos reírnos mucho. Si las lágrimas se asocian al dolor, una buena carcajada sigue siendo lo más parecido a una expresión cierta y tangible de felicidad que conozco.
(La ilustración dice: "Al final no somos más que cuentos", frase de Steven Moffat)
Tampoco hago balances. Los hice cuando debía. Después de cualquier problema, conflicto, malentendido o ruptura, analicé las circunstancias, los por qués, los para qués, llegué a una conclusión y me pregunté si hice lo que debí, si no podría haber hecho otra cosa. Las respuestas no fueron satisfactorias, nunca lo son, pero después de un tiempo ya no dolían así que supuse que podía seguir adelante para acertar o equivocarme otra vez.
Eso sí, cuando me desean que los sueños se cumplan, me pregunto cuáles son. Están los tercos que siguen sin cumplirse, que no dependen de mí y que debería dar por prescriptos. No los doy por vencidos por superstición y respeto. Si alguna vez fueron fundamentales por ahí guardan alguna relevancia. Contra todo pronóstico y sentido común los mantengo aunque sé que me harán infeliz. A los nuevos los miro con desconfianza. ¿Son válidos? ¿Un capricho del momento? ¿Una necesidad desatendida que se cobra venganza? Los pongo entre paréntesis y si no los olvido, habrá que tomarlos en cuenta. Hubo épocas en que como la canción los resumía en “salud, dinero y amor”. La salud no se discute. ¿El dinero? Ahora lo reemplazo con trabajo. Abandonada la esperanza de que un juego de azar me depare una fortuna o que una herencia inesperada me salve del naufragio cotidiano, cifro en el trabajo la recompensa exigua pero constante de llevarme el pan a la boca y un libro a los ojos. ¿El amor? Tema espinoso si los hay. No hay uno solo sino varios. Está el amor a uno mismo, el más importante. El amor de la familia y de los amigos, variable en su gradación pero a la larga fiel y durable. Y está el amor-amor. Riesgoso, azaroso y un poco sobrevalorado. Si no se lo tiene pesa como una carencia profunda, si se lo tiene pensamos que nos lo merecíamos. Ni tanto ni tan poco. Millones de personas llevaron vidas colmadas y generosas sin haberlo conocido. Hay alguna madrugada olvidada en que el ideal romántico se pone en perspectiva y pierde su barniz dorado y se lo ve como en realidad es, bello pero un poco falluto. Y está la solidaridad, que es el amor de los extraños, el más hermoso, porque es intenso, desinteresado y súbito, el modo en que la especie se celebra y se protege, cuando se comprende por fin que uno, cualquiera, es todos. Y está el amor de Dios, claro, pero con ese no me meto, es personal, se siente o no se siente.
Ahora resumo los deseos en uno, poder reírme, no como las hienas sino de verdad, con carcajadas francas y sonoras. Si uno puede reírse, salud se tiene, no hay hambre porque nada mata más el humor, y se siente amor si no la amargura no nos deja ver el humor que hay detrás de esta broma divina que es la vida.
Tampoco me pongo a analizar si los años pasados fueron buenos o malos. Los años son convenciones y la vida es una sola. Y viene con sus alegrías y pesares, sus cortedades y recompensas, sus caricias y brusquedades. A veces algunas priman sobre las otras, pero a la larga así como hay noche y día, tormenta y calma, los contrastes tienden a nivelarse.
Así que ojalá podamos reírnos mucho. Si las lágrimas se asocian al dolor, una buena carcajada sigue siendo lo más parecido a una expresión cierta y tangible de felicidad que conozco.
(La ilustración dice: "Al final no somos más que cuentos", frase de Steven Moffat)
viernes, 28 de diciembre de 2012
¿Será verdad?
El jet lag, también conocido como descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona (que marca los periodos de sueño y vigilia) y el nuevo horario que se establece al viajar en avión a largas distancias, a través de varias regiones horarias.
Síntomas: Fatiga. Cansancio general. Problemas digestivos: vómitos y diarreas. Confusión en la toma de decisiones o al hablar. Falta de memoria. Irritabilidad. Apatía.
(Sacado de Wikipedia)
“No conozco el mar, pero si es su verde como el verde nuestro del cañaveral, sí conozco el mar”, dice Juan Piattelli en la letra de la canción. Yo parafraseo: “No conozco el jet lag, pero si sus síntomas son como los míos ahora y aquí, sí conozco el jet lag”.
Las vacaciones empezaron por fin, pero es tal el cansancio que arrastro que me siento desorientado, confuso, irritado. No sé si descorchar un champán o pegarme un tiro. Como todos los años, no optaré por ninguna de estas alternativas, me tomaré un café, procuraré calmarme y sacaré a pasear el perro que de la alegría hace más cabriolas que Jackie Chan. El muy sátrapa sabe que a partir de este instante, mi tiempo le pertenece. Ya no tendrá que compartirme con los horarios de las escuelas, con los plazos de las traducciones, tal vez, pero no con la asimétrica regularidad de mis horarios escolares.
Augusto Boal en Teatro del Oprimido cuenta que le dio una cámara de fotos a unos pibes lustrabotas y les pidió que le trajeran una imagen que simbolizara qué era lo que los esclavizaba. A los días, uno de ellos trajo la foto de un clavo. Cuando Boal le preguntó por qué, el chico le contestó que en ese clavo su patrón colgaba el cajoncito de lustrar con que lo obligaba a trabajar.
Si Boal me pidiera el mismo ejercicio, le llevaría la foto de un reloj. El reloj simboliza y determina el yugo al que estoy sometido. El reloj hipoteca mi vida. Si es lunes y son las 8, debo estar en tal o cual escuela, si es martes y son las 4 ya debo haber entregado la traducción de mierda que llegó a las 7 de la mañana y así sucesivamente hasta conformar un eterno etcétera.
No sorprenderá entonces que lo primero que haga cuando suena el timbre del inicio de las vacaciones sea sacarme el reloj y olvidarlo sobre la mesa. En realidad para ratificar el simbolismo, tendría que hacerlo moco con un martillo, pero sería un liberación tan inútil como costosa, de modo que simplemente finjo olvidarlo. En un día o dos volveré a ponérmelo para pautar cosas más estimulantes como no llegar tarde al cine o a la cita con un amigo.
Liberado del reloj, paso a desempacar la mochila, portafolios, o lo que sea que esté usando para contrabandear carpetas con listas de alumnos, exámenes, certificaciones y esas cosas. Acomodar las carpetas en su lugar de origen desata una neurosis, la biblioteca de los papeles no acepta uno más y habrá que proceder a aligerarla. Podría poner las carpetas en los estantes de los libros, pero si lo hago, jamás me desprenderé de los papeles inútiles que se enciman como capas geológicas hasta conformar sino un Aconcagua al menos una bonita sierra. A pesar de los adelantos tecnológicos, los docentes seguimos llenándonos de papeles y no de pen-drives. Resuelvo la neurosis salvajemente. Hago entrar las carpetas a la fuerza. En febrero cuando llegue la primera fecha de exámenes, tiraré los papeles inservibles. O no. Me considero eficiente y expeditivo pero como me gusta contradecirme: adoro procrastinar.
Dejo la mochila en el banco del rincón, me sirvo un segundo café y me pregunto qué tengo ganas de hacer. No se me ocurre nada interesante de modo que me desnudo, prendo el ventilador y me acuesto. Aunque hoy no hace mucho calor, Perrito prefiere hacerse un bollo debajo de la cama y no treparse y arrellanarse junto a mis pies.
Dormiremos nuestra primera siesta de libertad. Llegaron las vacaciones, ¿será verdad?
miércoles, 26 de diciembre de 2012
El Cascanueces salvó mi vida
En los países en que las Navidades son tan blancas como las que cantaba Bing Crosby, el Cascanueces es una costumbre navideña tan tradicional como el arbolito.
Hace unos años, el Argentino montó el Cascanueces en una breve temporada de diciembre que culminó en un 23. Ya que los argentinos somos cipayos muy adeptos a adoptar celebraciones ajenas (Halloween, San Patricio y esas yerbas), pensé que la costumbre se adquiriría, pero no.
De todos modos este año no faltarían ofertas de Cascanueces en diciembre. Iñaki Urlezaga haría uno en el Ópera (al que no iría porque las entradas estaban carísimas), Eleonora Cassano se despediría del ballet con otro en plena 9 de julio (al que tampoco iría por el calor y la lejanía del escenario, porque para ver el espectáculo desde una pantalla, me quedo en mi casa). Terminé aceptando la del cine.
La Royal Opera House de Londres filmaba su versión en vivo para ser exhibida en los cines de todo el mundo. Esta vez no sería trasmitida en directo de modo que no había peligro de que se suspendiera como pasó con el prometido Lago de los cisnes. El primer día que se ofrecía, el lunes 17, no éramos muchos. La suspensión anterior pasaba su factura. La página web de los cines locales prometía sonido deslumbrante y nitidez visual inusitada. Promesas que se incumplirían flagrantemente.
Las nuevas tecnologías demandan de los proyeccionistas celo y dedicación, ya no se trata de cambiar el rollo y sentarse a tomar mate, leer un libro y escuchar la radio hasta el próximo cambio, no. Hay películas que vienen con su manual de exhibición. El proyeccionista es ahora como el iluminador de un teatro, durante la función debe hacer cambios, ajustes y monitorear efectos. Lo sé porque hago traducciones para una compañía que genera subtítulos y de vez en cuando me toca pasar al español las instrucciones de cómo proyectar tal o cual película. A lo que voy es que a los proyeccionistas locales no les llegan los manuales o no los leen. Resultaba obvio que el Cascanueces en 2 D intensificado venía con especificaciones que se ignoraron olímpicamente. Pusieron la computadora (para estas cosas se usa una) en default o sea en una especie de piloto automático y a conformarnos. El sonido salía fuerte, plano y acolchado. Si esperábamos disfrutar de Tchaikovski con el juego de planos sonoros del Dolby, nos quedaríamos con las ganas. Es más, las toses del auditorio (no olvidemos que es casi invierno en Londres), que no pueden eliminarse pero si filtrarse hasta reducirlas cerca de la inaudibilidad, competían con los instrumentos por el primer plano sonoro. La imagen sólo por momentos era nítida, la mayor parte del tiempo estaba sumida en una bruma. Los colores eran borrosos y los contrastes a veces marcadísimos y otras inexistentes. Nos hicieron comer el intervalo de 20 minutos como si estuviéramos en vivo cuando pudieron reducirlo a 10 con solo mover el mouse y hacer click con el cursor.
De todos modos nada impidió que atestiguáramos que tanto el ballet como la orquesta de la Royal Opera House chapotean la perfección con la naturalidad con que se respira. Eso sí, nos cobraron la entrada diferenciada como si nos dieran lo que habían prometido.
Yo quedé tan sediento de Tchaikovski que llegué a casa y bajé cuanto Cascanueces encontré en la red. La suite para piano, la suite para orquesta, las versiones highlights (antologías de los mejores momentos) y un par de versiones completas. Las escucho a todas en mis momentos libres. El Cascanueces me sale literalmente por los poros. Es mi manera de no desesperar, de no rendirme al estrés, de no caer en la depresión profunda. Diciembre es un mes chicle para los docentes, parece que termina, pero no, se estira, se estira, se estira.
La cultura puede parecer inútil, un adorno sofisticado, una proveedora de tópicos de conversación que van más allá del clima y de la salud, sin embargo puede salvar tu vida. En mi caso el Cascanueces hace que el eterno diciembre sea menos eterno. Permítanme darles un consejo, cuando estén bien hagan acopio mental de músicas, cuadros, fotografías, poemas, pedazos de prosa, libros, películas que les alivien el alma. Y ténganlas a mano que, cuando la tormenta arrecie, serán el refugio inexpugnable a los rayos, vientos y cortinas de agua. No hay dolor, problema, pesar, preocupación o malestar que no puedan aligerar. No curan pero alivian.
Porque ¿para qué carajo sirve la cultura? Para sobrevivir, para eso sirve.
martes, 25 de diciembre de 2012
El fin del mundo
Esta vez por desgracia me enteré temprano. Como siempre hojeo las páginas de espectáculos, que me iba a enterar, me iba a enterar. Il Piccolo Teatro di Milano venía a hacer Arlecchino.
Dos únicas funciones. Los horarios me quedan a contramano. Bah, toda función que no sea sábado o domingo me queda a trasmano. El jueves 20 empieza a las 20 y el viernes 21 a las 17. El jueves a la noche lo tengo comprometido, aunque si no lo tuviera, igual representaría un inconveniente. La obra dura unas tres horas y monedas y se me dificulta la vuelta, más si hay demora en el inicio. El viernes implica que faltaré a tomar examen en dos turnos en mi escuela favorita de adultos. A la tarde no mandé a nadie, salvo a los que abandonaron y que no van a regresar a normalizar su situación dando exámenes. A la noche hay una alumna que quizá venga, es de las que maneja el inglés que damos y prefiere llevársela a venir a clases. Si apareciera, se podría ocupar de ella mi colega del otro tercero, aunque no corresponde porque son exámenes regulares y el profesor debe estar o mandar el examen escrito. Me neurotizo. Mucho. Pero sé que mi colega es gaucha y no guacha, no va a hacer aspavientos si no aparezco, le va a tomar y listo. Quizá me hago problema al pedo, por ahí la alumna ni asiste.
¿Qué hacer? ¿Ir o no ir? Al teatro, digo.
Me paso el año perdiéndome todo lo que no vaya en fin de semana, decido que es hora de hacer una excepción. Tardo en sacar las entradas, que la suerte lo decida, tal vez para cuando opte por sacarlas ya no hay y se acabó el dilema. Pero no, me meto en la página del San Martín y puedo sacarlas sin problemas. El precio es más que accesible así que eso tampoco es determinante para no ir. Má sí, voy.
En los días previos, la decisión tomada no aminora la culpa ni da la cuestión por zanjada. Desde siempre la noción de responsabilidad inculcada a fuego y la culpa católica no me dejan vivir en paz. Me encantaría ser un irresponsable, un todo-me-chupa-un-huevo, pero es tarde. Son años y años de alimentar el mito que no hay nada mejor que sostener la disciplina prusiana. Como si el mundo se viniera abajo, si el pequeño engranaje que soy falla o se toma un descanso. Huevadas de las que ya no puedo escapar.
El Arlecchino del Piccolo Teatro es un mito y un hito del teatro mundial. Giorgio Strehler la dirigió originalmente en 1948 y la reversionó 5 veces más. Este Arlecchino que no había visto me remitía a otro Arlequino que sí había visto, allá en los 70, en mi primera adolescencia, no menos hito ni mito, la inolvidable versión que co-dirigieron China Zorrilla y Villanueva Cosse en la que Ulises Dumont y Gianni Lunadei se sacaban chispas, irrepetible duelo de talentos imperecederos para la comedia.
Salimos temprano. Mis amigos dicen que exagero, el que me acompaña no es la excepción. Pero el micro puede romperse, el tráfico puede ser inusualmente pesado o la autopista puede estar bloqueada por una manifestación o un accidente. Algunas de estas cosas pasan en el viaje de vuelta, cuando ya no importa, pero pudieron pasar en el viaje de ida en el que sí hubieran importado. Cuando fuimos con Florencia a ver a Liza Minnelli el viaje de 50 minutos duró casi dos horas y media, así que no me discutan, las precauciones jamás son inútiles.
Llegamos a las 4, con tiempo suficiente para retirar las entradas y tomar un café para desprendernos de las cotidianeidades y prepararnos para el espectáculo. El teatro es un rito que exige un mínimo de preparación para su mayor disfrute. Un viaje que se aprecia mejor con la mente y el corazón ligeros de equipaje.
Esta vez el baño del San Martín tiene jabón y toallas de papel, pero no tiene agua. Después habrá agua pero las toallas habrán desaparecido, comprensible, había que desjabonarse de algún modo…
No había estrellas ni figurones en la platea, suele haberlas en las visitas de elencos internacionales, si las hubo, estuvieron en la función del día anterior. Pero sí había artistas que por su talento y compromiso despiertan nuestra admiración y respeto. Estaban, por ejemplo, la impar Beatriz Spelzini y el maravilloso Oski Guzmán.
Pasados unos 10 minutos después de las 5, llegó el anuncio de que apagáramos los celulares y comenzó la tristeza. La culpa no la tenía ni el excepcional elenco ni la obra, una de las comedias más deliciosas y mejor construidas de la historia, no. Pero, por lo que fuera, todo parecía muy antiguo, desangelado. La Argentina tiene un teatro excelente, variado e inspirado, no hay estilo ni temática que no hayamos probado. No es que no tengamos nada que aprender, pero tampoco pueden deslumbrarnos los primeros espejitos de colores. Aunque no sé si es eso lo que generaba la tristeza, porque a lo sumo esta puesta mítica llegaba tarde. El resto del público le ponía entusiasmo, procuraba reírse y el esfuerzo a veces daba resultado, sin embargo no eran respuestas espontáneas, fluidas, naturales. A los 20 minutos una señora se levantó educadamente y se fue para no volver. Yo, en mi butaca me arrepentía de haber ido, de haber faltado a los exámenes. Me consolaba con que esta desilusión era mejor que haberme quedado para siempre con la idea de haberme perdido algo que no debí perderme. El dilema había tenido vertientes en las que ambas perdía.
El espectáculo tiene 3 actos de unos 50 minutos cada uno y dos intervalos. Salimos al primer intervalo y no quisimos volver. Mi amigo había disfrutado del espectáculo incluso menos que yo, de modo que no hubo discusión, nos pusimos rápidamente de acuerdo y decidimos que era mejor irnos que terminar detestando algo que en esencia era bueno.
El viaje de vuelta fue una pequeña odisea. El tráfico estaba muy denso y tardamos 45 minutos en salir de la Capital, el micro se rompió antes de llegar a Hudson y tuvimos que treparnos a otro.
Llegué a casa cansado, sudoroso y cabizbajo. El único beneficiado fue Perrito, reaparecía antes en su vida, así que me extrañó menos de lo que habíamos pactado.
Según los mayas era el día del fin del mundo. El mundo no terminó, pero algo en mí llegaba a su fin. No pude o no supe precisar qué era. Horrible. No hay peor tristeza que la inaprehensible.
Dos únicas funciones. Los horarios me quedan a contramano. Bah, toda función que no sea sábado o domingo me queda a trasmano. El jueves 20 empieza a las 20 y el viernes 21 a las 17. El jueves a la noche lo tengo comprometido, aunque si no lo tuviera, igual representaría un inconveniente. La obra dura unas tres horas y monedas y se me dificulta la vuelta, más si hay demora en el inicio. El viernes implica que faltaré a tomar examen en dos turnos en mi escuela favorita de adultos. A la tarde no mandé a nadie, salvo a los que abandonaron y que no van a regresar a normalizar su situación dando exámenes. A la noche hay una alumna que quizá venga, es de las que maneja el inglés que damos y prefiere llevársela a venir a clases. Si apareciera, se podría ocupar de ella mi colega del otro tercero, aunque no corresponde porque son exámenes regulares y el profesor debe estar o mandar el examen escrito. Me neurotizo. Mucho. Pero sé que mi colega es gaucha y no guacha, no va a hacer aspavientos si no aparezco, le va a tomar y listo. Quizá me hago problema al pedo, por ahí la alumna ni asiste.
¿Qué hacer? ¿Ir o no ir? Al teatro, digo.
Me paso el año perdiéndome todo lo que no vaya en fin de semana, decido que es hora de hacer una excepción. Tardo en sacar las entradas, que la suerte lo decida, tal vez para cuando opte por sacarlas ya no hay y se acabó el dilema. Pero no, me meto en la página del San Martín y puedo sacarlas sin problemas. El precio es más que accesible así que eso tampoco es determinante para no ir. Má sí, voy.
En los días previos, la decisión tomada no aminora la culpa ni da la cuestión por zanjada. Desde siempre la noción de responsabilidad inculcada a fuego y la culpa católica no me dejan vivir en paz. Me encantaría ser un irresponsable, un todo-me-chupa-un-huevo, pero es tarde. Son años y años de alimentar el mito que no hay nada mejor que sostener la disciplina prusiana. Como si el mundo se viniera abajo, si el pequeño engranaje que soy falla o se toma un descanso. Huevadas de las que ya no puedo escapar.
El Arlecchino del Piccolo Teatro es un mito y un hito del teatro mundial. Giorgio Strehler la dirigió originalmente en 1948 y la reversionó 5 veces más. Este Arlecchino que no había visto me remitía a otro Arlequino que sí había visto, allá en los 70, en mi primera adolescencia, no menos hito ni mito, la inolvidable versión que co-dirigieron China Zorrilla y Villanueva Cosse en la que Ulises Dumont y Gianni Lunadei se sacaban chispas, irrepetible duelo de talentos imperecederos para la comedia.
Salimos temprano. Mis amigos dicen que exagero, el que me acompaña no es la excepción. Pero el micro puede romperse, el tráfico puede ser inusualmente pesado o la autopista puede estar bloqueada por una manifestación o un accidente. Algunas de estas cosas pasan en el viaje de vuelta, cuando ya no importa, pero pudieron pasar en el viaje de ida en el que sí hubieran importado. Cuando fuimos con Florencia a ver a Liza Minnelli el viaje de 50 minutos duró casi dos horas y media, así que no me discutan, las precauciones jamás son inútiles.
Llegamos a las 4, con tiempo suficiente para retirar las entradas y tomar un café para desprendernos de las cotidianeidades y prepararnos para el espectáculo. El teatro es un rito que exige un mínimo de preparación para su mayor disfrute. Un viaje que se aprecia mejor con la mente y el corazón ligeros de equipaje.
Esta vez el baño del San Martín tiene jabón y toallas de papel, pero no tiene agua. Después habrá agua pero las toallas habrán desaparecido, comprensible, había que desjabonarse de algún modo…
No había estrellas ni figurones en la platea, suele haberlas en las visitas de elencos internacionales, si las hubo, estuvieron en la función del día anterior. Pero sí había artistas que por su talento y compromiso despiertan nuestra admiración y respeto. Estaban, por ejemplo, la impar Beatriz Spelzini y el maravilloso Oski Guzmán.
Pasados unos 10 minutos después de las 5, llegó el anuncio de que apagáramos los celulares y comenzó la tristeza. La culpa no la tenía ni el excepcional elenco ni la obra, una de las comedias más deliciosas y mejor construidas de la historia, no. Pero, por lo que fuera, todo parecía muy antiguo, desangelado. La Argentina tiene un teatro excelente, variado e inspirado, no hay estilo ni temática que no hayamos probado. No es que no tengamos nada que aprender, pero tampoco pueden deslumbrarnos los primeros espejitos de colores. Aunque no sé si es eso lo que generaba la tristeza, porque a lo sumo esta puesta mítica llegaba tarde. El resto del público le ponía entusiasmo, procuraba reírse y el esfuerzo a veces daba resultado, sin embargo no eran respuestas espontáneas, fluidas, naturales. A los 20 minutos una señora se levantó educadamente y se fue para no volver. Yo, en mi butaca me arrepentía de haber ido, de haber faltado a los exámenes. Me consolaba con que esta desilusión era mejor que haberme quedado para siempre con la idea de haberme perdido algo que no debí perderme. El dilema había tenido vertientes en las que ambas perdía.
El espectáculo tiene 3 actos de unos 50 minutos cada uno y dos intervalos. Salimos al primer intervalo y no quisimos volver. Mi amigo había disfrutado del espectáculo incluso menos que yo, de modo que no hubo discusión, nos pusimos rápidamente de acuerdo y decidimos que era mejor irnos que terminar detestando algo que en esencia era bueno.
El viaje de vuelta fue una pequeña odisea. El tráfico estaba muy denso y tardamos 45 minutos en salir de la Capital, el micro se rompió antes de llegar a Hudson y tuvimos que treparnos a otro.
Llegué a casa cansado, sudoroso y cabizbajo. El único beneficiado fue Perrito, reaparecía antes en su vida, así que me extrañó menos de lo que habíamos pactado.
Según los mayas era el día del fin del mundo. El mundo no terminó, pero algo en mí llegaba a su fin. No pude o no supe precisar qué era. Horrible. No hay peor tristeza que la inaprehensible.
lunes, 24 de diciembre de 2012
La condesa Alexandra
Mientras afuera ruge el calor (acá dentro un poco menos, bueno, no mucho menos) me pongo a ver una película que encontré de casualidad y que bajé con ansiedad porque no la había visto. Es con Marlene en tren de frágil mujercita que se desmaya en las emociones violentas (su mito se alimenta más de la versión femme fatale curtida y cínica). La dirige Jacques Feyder que pasó a la historia por La kermesse heroica y se basa en una novela de James Hilton (Adiós, Mr. Chips, Horizontes perdidos, En la noche del pasado).
Marlene es la condesa Alexandra Vladinoff, una aristócrata rusa a la que la Revolución la agarra de lo más desprevenida en su mansión del campo. Está sola con sus sirvientes, quienes en el momento clave huyen y la dejan sola (lo bien que hacen porque si no los hubieran fusilado). Se salva de la turba porque hay orden de interrogarla. Será rescatada como cuatro veces o más por un espía británico devenido revolucionario que pasó una temporadita en Siberia, Peter Ouronov, nacido Ainsley J. Fothergill, interpretado por Robert Donat (el de Los 39 escalones, el primero, el de Hitchcock).
El film, más allá de algunas licencias narrativas de la época, no cae en el absurdo y las simplificaciones, no, las fugas y las vueltas de argumento son bastante plausibles. Lo único deliciosamente delirante es que a Marlene jamás se le mancilla el maquillaje impecable ni se le cae ninguna de sus larguísimas pestañas postizas. Gajes del oficio que le dicen.(Si se es Marlene no se anda por la vida a cara lavada, ¡qué joder!)
Ah, la peli es de 1937 (juro que no había nacido todavía)
sábado, 22 de diciembre de 2012
Cierren los ojos
...porque las imágenes son medio pedorras, pero disfruten al máximo a los maravillosos The King's Singers diviertiéndose a lo grande con la excepcional Kiri Te Kanawa en este popurrí navideño.
viernes, 14 de diciembre de 2012
El reino de los pasitos de bebé
En 1991 surgió ¿Qué pasa, Bob? o ¿Qué tal, Bob? de Frank Oz, una comedia que para mucha otra gente y para mí se convirtió en referencia personal ineludible. Permeó el inconsciente colectivo no tanto como Cuando Harry conoció a Sally, pero le anda cerca. Es ya un clásico de la comedia estadounidense reciente. Bob (Bill Murray) es un paciente psiquiátrico multifóbico y maníaco-obsesivo-compulsivo como pocos. Parece manipular y desbaratar la vida privada de su terapeuta, el Dr. Leo Marvin (Richard Dreyfuss). Bueno, eso es al principio porque se trata de una comedia de cambio de roles, ya que el psiquiatra terminará persiguiendo al paciente y demostrará estar mucho más perturbado mentalmente que Bob.
Lo inolvidable viene con lo de los Baby steps. El Dr. Leo Marvin ha escrito un libro que se llama precisamente así: Baby steps (Pasos de bebé), en el que estipula que la mejor manera de evitar pánico y stress es no pensar en lo que nos espera al final del camino, algo con lo que no podemos lidiar o nos cuesta enfrentar, y considerar sólo un paso por vez. Supone que una vez que hayamos llegado, sabremos qué hacer o cómo enfrentar lo que nos angustia. En una escena de comedia perfecta, Bill Murray enternece y desternilla a la vez ensayando estos pasos de bebé.
Diciembre es mi reino de los pasos de bebé. No los uso para llegar a enfrentar algo que temo, no, los uso para no desesperar y llegar a lo que ansío: las vacaciones. La tarea docente no termina con las clases, no, es el comienzo de otra etapa, que parece elástica, eterna, el casi terminamos pero no. Después del fin de las clases y el cierre de notas vienen las jornadas de orientación para los que se fueron a examen, en las que les decimos qué les tomaremos y cómo. Luego vienen los exámenes propiamente dichos que se dividen en previos y regulares, de modo que por cada escuela que tengamos debamos ir dos veces a tomar exámenes. Y en el medio están las fiestas de fin de curso, que en el caso de los adultos son emocionalmente devastadoras. Con los adultos uno no sólo comparte clases sino alegrías y tristezas, discusiones éticas, estéticas y políticas, vivencias intensas que ya no habrán de repetirse. Los docentes somos una terminal de micros o trenes, cobijamos historias por un rato que luego siguen su camino.
Para atravesar este momento sin dejar demasiados jirones, uso los pasos de bebé. Una vez que tengo todas las fechas, las pongo cronológicamente en una hoja. Compro un cuadernito de 24 páginas y a cada página le asigno un día con sus respectivas obligaciones. Cumplo con las del primer día y a la noche recién me fijo qué me toca al día siguiente para saber a qué hora debo levantarme, qué debo llevar, etc. Y al final del día, antes de acostarme arranco la hoja del día que se fue y me fijo que me toca al siguiente. De esa manera evito angustias y no me obsesiono con todo lo que aún me falta para llegar a la meta. Este año, por ejemplo, termino el Día de los Inocentes (¡que la inocencia me valga!)
Lo positivo de este calendario escolar es que no me doy cuenta que pasan las fiestas (soy de los que les cuesta vivirlas con alegría). Navidad pasa entre el fárrago del trabajo y llego a Año Nuevo tan cansado que la quema del muñeco es como una duermevela.
A veces lo esencial es no pensar, no cuestionar nada, sólo sobrevivir. A como dé lugar. Si no existieran los pasos de bebé, no sé a qué recurriría, pero existen gracias a que el inmenso Bill Murray los transformó en un recuerdo indeleble. ¡Viva Bill Murray, carajo!
viernes, 7 de diciembre de 2012
De días de mierda, de decisiones intempestivas y de cómo sobrevivir a sus contingencias
Miércoles de súper fin de mes total. La tarjeta en el cajero da lástima, es decir, el saldo de mi cuenta es tan exiguo como mi esperanza. El sentido común me indica que vaya al chino, pero tuve un día de mierda, necesito compensación o mi cabeza va a explotar como la del personaje de Capusotto que se tilda en la red social. En mi heladera hay algo más que el medio limón sin exprimir de la canción de Charly, así que puedo mandar la sensatez bien al carajo. Decido ir a Buenos Aires.
Plan A: si consigo entrada, ver una obra del San Martín, porque es día de mitad de precio y las de ya por sí accesibles entradas se vuelven incluso más por los descuentos de este día. Plan B: si no consigo entradas, revolver las bateas de las librerías de viejo o de ofertas de Corrientes. Má sí, me digo, el viernes cobro, sólo tengo que sobrevivir el jueves, no es que vaya a jugarme la herencia familiar en una última apuesta.
En las dos casas de lotería en las que suelo cargar la SUBE no hay sistema. El inconveniente hace que me pregunte si no es mejor quedarme, desistir. Insisto y en OCA postal, el horario para cargar la SUBE terminó, pero un señor muy amable de acento peruano me dice que no importa, que la va a cargar igual. En mis adentros lo lluevo de bendiciones. Para el Plaza hay una cola larga, sin embargo el primer micro que aparece va sólo hasta Corrientes, muchos se hacen a un lado y subo. Dios bendiga al chofer porque el aire acondicionado está al máximo. Cuando entrás de repente a un lugar con aire acondicionado, el cambio de temperatura hace que tu olfato capte el estado odorífero de tu cuerpo. Inhalo y compruebo que el perfume, imitación aunque fortachón, le gana al sudor por dos a uno. O sea que hiedo un poco, pero no soy el asistente del protagonista de Almas muertas de Gogol, que es perseguido por un olor pertinaz y consuetudinario. El aire me arrulla y cabeceo un par de veces que es lo más parecido a un sueño de bebé que mis nervios pueden conseguir. En el celular, mi personalísima antología de the very best of Kurt Weill despliega su gloria (qué se la va a hacer, si uno nació aparato, ¡aparato hasta el fin!).
Consigo entrada para Recordando con ira, fila tres al centro, atrás quedaron las doradas épocas en que el San Martín se llenaba y el día popular era el primero en agotarse. Necesito un café a como dé lugar, estoy de gasolero total así que sólo puedo permitirme el café de filtro, recalentado y hervido estilo cowboy, que te da McDonald’s. Tomo el café sin azúcar, a éste le pongo dos sobrecitos para tragarlo mejor. Tengo una hora libre, me meto en mi librería favorita de ofertas para desordenar sus bateas. Suelo no encontrar nada que me interese… mucho, espero que esta vez me pase lo mismo porque literalmente cuento las monedas y no quiero obsesionarme con libros que dejo pasar y que después no hallo más. Arranco bien, nada en la primera batea, best sellers viejos, libros de autoayuda perimidos y análisis políticos que ya eran irrelevantes cuando se editaron. El dilema surge en la segunda batea, libros de cine sobre directores que amo hasta el delirio. Quince sopes cada uno, pichincha total si uno tiene plata. Si llevo algunos me voy a quedar sin un mango ni para caramelos, pero si no los llevo después me voy a arrepentir hasta el final de los tiempos. Opto por la primera bifurcación, hay monedas en el tarro de las mismas, ante cualquier urgencia rompo el chanchito y listo, después de todo los comerciantes aman las monedas. Ahora el dilema es cuáles elegir. La elección es difícil. Me neurotizo. Elijo de corazón. Billy Wilder, ¡sí, no puedo vivir sin él! Ernest Lubitsch, ¡tampoco sin él, nunca! Truffaut, ¡siempre! y ¿quién carajo se atreve a decirle no al viejo y peludo John Huston? Dejo a Eastwood, a Capra, a Cukor y mejor no sigo con la lista para no entristecerme. Llego a perder la SUBE y quedo varado en Buenos Aires hasta que alguien venga a mi rescate. ¿Tendré crédito en el celular para pedir socorro? Mejor ni mentar la desgracia, no voy a perder la SUBE.
Llego al San Martín con tiempo. No hacen pasar todavía. Aprovecho y hago una escala técnica en el baño. Antes me lavo las manos porque se ensuciaron al rebuscar libros. Jabón hay, agua hay, papel para secarse las manos no hay. Revuelvo la mochila en busca de pañuelos descartables. Un señor me pide permiso para acceder al artefacto con los papeles. Le digo que me hago a un lado encantado, pero que los papeles brillan por ausencia. Me dice: Si pudiera, el Gobierno de la Ciudad tiraría abajo el San Martín y pondría un estacionamiento. No puedo coincidir más. Agrega: Cultura es un desastre, pero después hacen un megaevento en la 9 de Julio y la gilada cree que Cultura funciona bárbaro. De tanto coincidir le ofrezco un pañuelo descartable, acepta. Cuando salgo del baño, me choco con alguien del teatro. Le digo que no hay papel en el baño. Larga una carcajada como si hubiera dicho algo graciosísimo. Recupera la compostura y me dice: Perdón, hace como cuatro meses que no hay papel. Le pregunto si quejándome puedo contribuir. Me contesta que hay un libro de quejas, pero que nadie lo lee. Le agradezco su sinceridad. En su cabeza parece que sellamos un pacto de honor porque me da la mano. Se la estrecho con afecto y seguimos nuestros caminos. Me conformo pensando que al menos ahora no hay en el hall el olor a mierda que había el año pasado por un caño roto que tardaron seis meses en arreglar.
Dan sala, somos unos cuantos, no un montonazo, tampoco poquitos. Media sala, bah. Una de las ventajas de ir solo a una sala de espectáculos es escuchar las conversaciones ajenas. En la fila de atrás, un hombre intenta sacar carné de conocedor ante su acompañante y no pega una. La obra es del bueno de John Osborne y él dice: ¿Viste?, es del mismo autor del que vimos Todos eran mis hijos (no, señor, esa obra es de Arthur Miller) El señor se concentra en el programa de mano y dice: No, no es de O’Neill (vuelve a errar y le quita definitivamente la paternidad de los sufridos Hijos al pobre Miller) Sigue leyendo y vuelve a meter la pata: Esta obra es de 1929 (no, señor, en 1929 nació Osborne, la obra se estrenó en 1956, lo dice el mismo programa).
Los actores entran a escena con el público acomodándose, algunos creen que empieza, apuran al acomodador y quieren acallar a dos señoronas que conversan en voz alta sobre la mejor temporada para visitar Madrid. El acomodador aclara que no empieza, que es detalle de puesta (sic). Arengo creo que lo escucha porque se le escapa una sonrisa extra, nada fuera de tono porque su personaje arranca de buen humor. Dan el aviso de apagar celulares y esta vez, Dios sea loado, ninguno suena en el transcurso de la función. La versión de Mónica Viñao, la directora, es buena. Mauricio Kartún firma la adaptación que elimina sin mucho daño al personaje del coronel. Esteban Meloni es Jimmy, Romina Gaetani es Alison, Guillermo Arengo es Cliff y Andrea Bonelli es Helena. (Este es mi año con la Bonelli, la vi en febrero en El burgués gentilhombre –deliciosa-, por mitad de año junto a la gran Graciela Duffau en La mujer justa –excelente- y ahora aquí –muy pero muy bien-; si no era su fan, ya lo soy, que me nombren socio honorario en su club de admiradores, además de talentosa es bella y madura bellamente).
Me gusta lo que veo, todos están muy bien, pero no puedo sacarme de la cabeza la primera versión que vi. Ensanchó horizontes en mi vida. Yo andaba por los 13 años, fue la primera obra con Alfredo Alcón que vi y quedé deslumbrado y enamorado de su teatralidad para siempre jamás, puede que a veces sea muy intenso, pero inmensurable es el placer que provoca verlo en escena. Cristina Banegas era Alison, Tony Vilas era Cliff, Zulema Katz era Helena y Lalo Hartich era el coronel, al que no eliminaban en esa versión. Dirigía Osvaldo Bonnet.
A esta versión le entiendo de verdad, ya tuve mi porción de frustraciones irremontables, de relaciones volubles y de confusiones emocionales graves. A los trece años, comprendí la trama, los personajes y los conflictos como datos, no como reflejo de experiencias vividas. La Gaetani me sorprende, está perfecta, tiene la fragilidad, la sensualidad y la elegancia de esa niña rica encadenada a un lumpen. La Bonelli no parece tener su mejor noche, pero su personaje está trabajado al detalle, es muy logrado y se nota, para eso sirven los ensayos, para cimentar un trabajo y anclarlo antes los posibles vaivenes cotidianos. Arengo es entrañable como pocos, es de una humanidad flagrante que no sólo traspasa las candilejas sino que se mete en tu alma, intrusión que uno bendice. Meloni es un buen Jimmy, pero ¿quién puede competir con Alfredito el Grande? Peor aún, con un recuerdo atesorado de Alcón. Nadie. Injusticia mía, no falta de mérito del pobre Meloni.
Cuando voy llegando a la parada, se va un Plaza por autopista. Quedo segundo en la fila, me precede un tipo joven. Viene uno por Centenario y alivia la cola de al lado. Al rato aparece otro por autopista y el boludo alegre que está delante de mí no le hace seña. Me le adelanto, estiro el brazo, pero ya es tarde, el micro se va. Juro que el muy boludo no le hizo seña. Lo miro con furia y se disculpa: Venía lleno. El micro pasa en cámara lenta y se ven asientos vacíos. No se lo señalo, ¿para qué? Ser primero en la fila es una gran responsabilidad, por razones que se me escapan, los choferes, aunque ven una larga cola, no paran si no se les hace seña con perentoriedad. Algunos intrépidos pasajeros bajan a la calle y prácticamente los paran con su cuerpo, estilo plaza de Tianamnen. No fui el único en darse cuenta de que el micro iba medio vacío. Pasamos quince minutos ansiosos, cuando aparece otro, somos varios los que nos estiramos para pararlo. El flaco sigue sin hacerle seña, es de los que cree que como el micro tiene cuatro o cinco paradas antes de agarrar la autopista debe detenerse por su cuenta en todas las paradas. Un boludo importante que vive mentalmente en Suecia y no en la apasionantemente ilógica Buenos Aires. Me siento junto a un señor voluminoso que lee y me obliga a apelotonarme contra el apoyabrazos que da al pasillo. Me enamoro durante todo el viaje de un ser soñado que manda todo el tiempo mensajitos de textos. ¿Soy el único que se entretiene en los viajes enamorándose de seres que jamás conoceremos ni volveremos a ver? No creo. No soy la excepción a nada.
jueves, 29 de noviembre de 2012
Que parezca fácil...
Una de las características de los artistas interpretativos es hacer que parezca moco 'e pavo lo que técnicamente es muy difícil. Pocas cosas tan endemoniadamente difíciles de cantar que este hermoso vals peruano de Chabuca Grande que Soledad hace sonar como si fuera el Arroz con leche.
domingo, 25 de noviembre de 2012
Soledad en Canciones a la carta
Yo iba a ir de todos modos, pero que fuera acompañado fue obra de la causalidad. Mi amigo Horacio me había invitado a ver Lo que vio el mayordomo de Joe Orton con Pinti, Luque, Flechner dirigidos por Carlos Rivas en el Coliseo Podestá. Como es de público conocimiento, el camión con los técnicos fue asaltado camino de La Plata y la función se suspendió a último momento. Nosotros nos enteramos cuando llegamos al teatro. Le reintegraron el importe de las entradas, pero como Horacio quería que la invitación fuera efectiva, me dijo que eligiera otro espectáculo de entre los que figuraban en la cartelera. El recital de Vitale-Baglietto era tentador, pero, parafraseando a Cole Porter, llevo a Soledad bajo la piel, así que opté por Canciones a la carta.
Conté con ansiedad los días que faltaban para el espectáculo y cualquier contratiempo por severo y desgastador que fuera se dulcificaba y aliviaba porque la vería pronto, la Sole me fascina. De todas las cantantes argentinas que admiro, Soledad me da seguridad como espectador. Las demás, que no nombraré, me generan reconcomio. En los lejanos tiempos en que estudiaba canto compartí con ellas profesoras. Todas tienen talento, técnica, recursos, oficio, pero sus voces están terminadas de construir y permanecen siempre pendientes de algún yerro que se les pueda escapar. Un par de pifiadas leves puede demoler su seguridad y desbarrancar la función en una pelea por dominar una perfección que sienten que se les escapa. Soledad no. Es lo que los anglosajones llaman una “natural”. Nació para cantar, lo hace con la naturalidad con la que yo vivo metiendo la pata y encima perfeccionó su instrumento lo que redundó en un placer que no se acaba y crece. (Los que se quedaron con la impresión de que sigue cantando igual a cuando irrumpió el fenómeno de la Solemanía se están perdiendo una artista madura, sólida, carismática, inquieta y creciente. Son los menos, pero como profeso la fe Pastorutti suelo lidiar con ellos). A lo que voy es que tiene la seguridad de los que nacieron con talento y aunque sabe que es una elegida no cree tener la vaca atada y la labura constantemente.
Horacio me regaló una vez un concepto que creo encierra verdad. Me dijo: Cantar es un acto de soberbia. En un principio la palabra soberbia me pareció un poco fuerte y busqué reemplazarla con otra menos punzante. Hoy creo que soberbia es la palabra justa. Cualquiera puede actuar, escribir, componer, pintar con un mínimo de talento y convencer al mundo de que se merece ser tildado de genio. Basta con superar autoestimas endebles, lograr alguna proeza técnica, desatar el exhibicionismo escénico, que no es más que ganas de seducir, y regodearse por hacer malabares que podrán ser simples pero que mantienen al menos por un rato las pelotas sin caerse. Cantar es eso y algo más. Someterse al examen permanente de ser oído y no sonar como el chirrido de una puerta, el croar de los sapos, el vapor penetrante de las pavas silbadoras o el quejido insoportable de la uña contra el pizarrón. Hay que sonar siempre a tiempo, a tono, a agrado. Y no basta con la seguridad, la seducción, la maña, no, hay que tener además una actitud desafiante, beligerante, que se parece mucho a la jactancia, y sí, digámoslo clarito, a la soberbia. Resumirlo en una oración sería algo así como: El escenario no admite débiles, pero cantar es sólo para los fuertes.
Soledad me da tranquilidad porque no terminó de construir su voz si no que fortificó la que la naturaleza le dio. No la pifia casi nunca y si lo hace (es tan humana que hasta sabemos que viene de Arequito) comprende que es un descuido y no el derrumbe del castillo.
Canciones a la carta es un espectáculo en tres partes. Al entrar se invita al público a elegir en una hoja-menú, una canción como entrada, otra como plato principal, otra como postre y otra entre las sugerencias del chef. Se pide además que dejemos el nombre, establezcamos la ciudad donde vivimos, consignemos la edad y pongamos una dirección de mail. En la primera parte del show, Soledad canta un repertorio elegido por ella misma, en la segunda hace entrar una urna con las hojas-menuces y sortea dos entradas, dos platos principales, dos postres y una sugerencia del chef, o sea siete personas subirán al escenario y se sentarán en una especie de living que se ha armado y ella les cantará las canciones que han elegido. (Participamos, pero nosotros ni ningún otro hombre salió favorecido en el sorteo). En la tercera y última parte repasará algunos de sus grandes éxitos. Después, claro, vendrán los bises.
En el programa de mano declara que se refugia en un teatro para lograr más intimidad, estar más cerca de su público. Y sí, la chica está acostumbrada a las multitudes, a los espacios abiertos, a públicos épicos que desalentarían a los menos fogueados en lides descomunales. En ese contexto se podría decir que Canciones a la carta es “íntimo”. Como toda cantante popular tiene su liturgia que debe respetar sino sus fans no percibirían que es ella. Hay un clima de fiesta, su público de toda la vida reparte e infla globos, tira papelitos, exhibe carteles, ejecuta con los brazos movimientos coreográficos concertados y en el ya mítico e ineludible a Don Ata revolea lo que tenga a mano.
Como las verdaderamente grandes la Sole trasciende las candilejas y uno en la fila 15 siente que canta sólo para uno. Se mueve en escena con la facilidad y la gracia de quien se halla en su lugar de pertenencia. Y que canta como los dioses es una realidad tangible y objetiva como sólo las realidades pueden serlo. Puede no gustar su repertorio o el modo de encararlo, pero nadie con buen oído puede negar que sabe cantar bien.
Creo que para Horacio era la primera vez que la veía en vivo. La conocía por sus grabaciones, claro. Creo que también disfrutó de su talento. Digo creo porque en la cena de después hablamos de otras cosas, nos pusimos un poco al día, porque ya no nos vemos con tanta frecuencia. Antes, después de ver un espectáculo, lo desmenuzábamos, lo viviseccionábamos y sacábamos conclusiones. Extraño eso. Ganarte la vida duramente te hace perder cosas. Me pierdo, por ejemplo, que su lucidez me regale otros conceptos iluminadores.
martes, 20 de noviembre de 2012
Calle 13
El horario del recital de Calle 13 en la plaza Moreno era todo un misterio. Una página web de Cultura de la Municipalidad decía que era a las 17, un diario de Buenos Aires decía que empezaba a las 18:30 y una amiga en el Facebook decía que comenzaría a las 20. Descarto el de las 17 por muy temprano y el de las 20 por impreciso y decido confiar en el del diario. Craso error, mientras algunos medios sigan más interesados en operar contra Cristina que en informar no hay que creerle ni los muertos. Ay, de haberle llevado el apunte a la sugerencia de mi amiga, habría salido ganando…
Llego a eso de las 18:40. La plaza está vallada y unos policías te cachean antes de entrar. Me pongo en la cola y cuando llega mi turno, levanto los brazos como los jóvenes que me precedían, el cana me mira, me pone la mano en el hombro y dice: Por favor, adelante… Me sentí Matusalén. Me consuelo pensando que por mi edad o por mi aspecto inocente podría haber pasado un arma blanca, porros, pastillas o una petaca. Consuelo inútil porque jamás pasaría esas cosas y soy lo que parezco: un señor mayor inofensivo…
Decido ubicarme en la vereda frente a las escalinatas de la catedral porque allí no da el sol, no quiero que me empujen y hay parlantes a los costados. Mientras espero que empiece, me entretengo mirando pasar la gente, que no es una de mis ocupaciones favoritas, pero otra no se me ocurre, salvo repasar las tablas o comprobar qué poemas me acuerdo todavía de memoria. Me saludo con alumnos, colegas, vecinos y conocidos. La espera se alarga y pasamos de la expectativa al hartazgo. Esta vez no nos ponían música para aligerar la espera. A las 8 menos cuarto, un locutor anuncia que falta menos. Se le entendía poco y nada. El sonido se empastaba y la voz del hombre pasaba de una amalgama sonora informe que semejaba una alocución a una palabra nítida y perdida que se colaba y daba un probable sentido a lo que decía. Fue una advertencia que desoí. Me dije: suena así porque le dieron sólo un canal y no habilitaron todas las bandas disponibles. Iluso de mí.
A las 8 y cuarto comenzó, el escenario se inundó de expresiva luz y atractiva multimedia. René algo pareció decir y comenzó a contorsionarse con el torso desnudo como acostumbra. Nosotros allá atrás no entendíamos nada de lo que cantaba ni distinguíamos si eso que sonaba era música. Era como cuando uno procuraba sintonizar una emisora con música en una radio de onda corta y no lo lograba. Ya sé, la comparación es de un viejazo indisimulable, pero como ya conté, el cana acabó con toda pretensión de juventud que pudiera tener. Giré para ver cómo reaccionaban los demás, seguían caminando, charlando, comiendo, bebiendo como si nada pasara en el escenario y estuvieran allí para tomar el fresco. Tampoco aplaudieron cuando la canción terminó. Sabrá Dios por qué habrán ido, pero para ver el espectáculo aparentemente no. Arrancó la segunda y esperé que se produjera un milagro, que alguien girara una perilla, apretara un botón y que la música surgiera nítida y diáfana, no pasó porque Dios se reserva los milagros para cuestiones menos técnicas. En tiempos de tanto avance tecnológico espera que nos la arreglemos por nuestra cuenta. Por momentos el volumen aumentaba y se adivinaba algo como No hay nadie como tú mi amor, y los que estaban sentados en las escalinatas se arrobaban, más por adivinar la canción que por percibirla. Comencé a moverme y buscar dentro de la vereda en la que estaba una posición que me permitiera oír mejor, me dije: por ahí estoy parado en un agujero negro que se chupa el sonido y si me corro se corrige. Pero por más que intenté transformarme en una antena humana, no pasaba nada. Por ahí, en otros lugares de la plaza se escucha mejor, me dije, después de todo los que estaban en frente al escenario parecían pasarla bomba. Descartaba llegar tan cerca, pero no perdía la esperanza de encontrar otro lugar desde el que se oyera algo parecido a un sonido inteligible. Me metí por la vereda interna de la plaza que comunica con la calle 51, se oía un poco mejor a la voz cantante o sea René, pero a la banda no mucho, sobresalía de vez en cuando un saxo. Pasábamos entonces de una radio onda corta a una spica. Sigo con los viejazos, toda ilusión de juventud ya está perdida. Me pregunté ¿me quedo aquí y escucho mal pero escucho, me voy a casa o me acerco a la parte central en la que parece oírse bien? Junté coraje y me acerqué. Llegué a la parte central de la plaza, la que da al palacio municipal hacia el frente y por los costados a trece, de ahí a 12 era imposible acercarse. Oír se oía, no muy bien pero se oía. Decido quedarme aunque me empujen, pero no va y se me instala al lado un grandote de voz estentórea que conversaba a los gritos prácticamente en mi oreja. Fue la orden de partida. Derrotado, frustrado, desencantado me fui. Ni los fuegos artificiales que me encantan me invitaban a quedarme.
Los diarios nada dicen que hubo problemas de sonido. Prefiero no ser desconfiado o malpensado y creer que es porque estaban cerca del escenario. En los diarios que habilitan comentarios de lectores, estos hablan de lo que cobró la banda, de la ideología de la banda, de si había gente humilde y drogados (sic, en lo de drogados, para “humildes” usan otra palabra despectiva que ni en pedo repito porque podré tener muchos defectos pero discriminar ni ahí), en fin, hablan de lo que les interesa y del sonido, nada.
Creería que me ataca la hipoacusia o la sordera si no me hubiera chocado en la salida con un flaco que estaba cerca de mí en la explanada de la catedral y que me dijo: Tanto esperar para no oír carajo. Menos mal. Juro que era joven y no parecía tener problemas de audición.
lunes, 19 de noviembre de 2012
Tombuctú
Mi relación con Paul Auster empezó más o menos. “Más” con el cine, “menos” con su literatura. Creo que primero accedí a las películas que codirigió con Wayne Wang: Cigarros y Humos del vecino, ambas de 1995. Me gustaron mucho. Fumar es un vicio que conozco. Y me tropecé con su literatura gracias a o por culpa de una amiga. Me prestó El palacio de la luna con la orden de que me encantara. El problema con los fanáticos es que no te seducen, te imponen. Quizá con espíritus menos rebeldes, la táctica dé resultado. Yo respondo mal a las tiranías, incluso a las afectuosas. Aunque se le devolví con la tibia aseveración de que me había gustado, en realidad me había caído pesadísimo. Me pareció tonto y pretencioso. Combinación que me mantuvo alejado de sus libros por un buen tiempo. Cuando su nombre surgía, decía que no era para mí, que era un autor con el que no dialogaba. El tiempo pasó y otra amiga me regaló Un hombre en la oscuridad. Como es una amiga muy querida que consideraba que era un buen libro y que me gustaría, lo leí obedientemente, con más sentido del deber que con expectativas de disfrute. Para mi sorpresa, lo leí de un tirón y lo disfruté. Auster seguía sin despertarme un arrollador entusiasmo, pero al menos ya no le tenía tirria. Cuando me topaba con un libro suyo en las librerías no lo pasaba por algo con indisimulado disgusto sino que leía la contratapa y evaluaba con seriedad la posibilidad de leerlo. Quedaba siempre descartado porque otros títulos, otros autores me urgían más.
Me encantan las ofertas, el compre uno y llévese otro, el haga cola y una hora antes del inicio de la función le regalaremos una entrada, el conteste esta pregunta on line y si está entre los primeros veinte en remitirla imprima un acceso libre y esas cosas. Hubo épocas de mi vida en que era la única forma de comprar dos libros o de ver espectáculos que tenía. Mi vida ahora es una calesita, pero en otros momentos fue una montaña rusa o un tren fantasma. En la mala no me lamento, veo como sobrevivir sin dejar de hacer lo que gusta. Ahora puedo vivir sin las ofertas, pero me divierte aprovecharlas.
El pasado martes 13, el Banco Provincia te devolvía la mitad de tu compra en libros con una tarjeta de crédito hasta $150, o sea si gastabas 200 te devolvía 100 y si gastabas 400 sólo te devolvía 150. Decidí que la manera de aprovechar al máximo la oferta era gastar $300. Como docente estatal al que le paga el Banco Provincia, tengo tarjeta de crédito otorgada por la institución. Mi límite de gasto es absurdamente bajo, pero podía todavía cargar $300. Resolví que era el momento de adueñarse de esos títulos que uno desdeña por caros o porque uno sospecha que tal vez no retribuyan en placer el precio oneroso que tienen. En los días previos al 13, en cuanto recreo tenía, hurgaba el catálogo on line de El Ateneo, barajando posibilidades. El juego era que la suma me diera $300. Tenía que tomar en cuenta que quizá los títulos que elegía no estuvieran y los tuviera que reemplazar por otros de parecido interés y precio. Armé varios paquetes.
El 13, entre clases, fui a El Ateneo. Rebosaba de gente. Estaba lejos de ser el único en querer aprovechar la oferta. Tuve suerte con mi primer paquete. Me hice de Muerte de una heroína roja, El enigma Spinoza y Tombuctú. Éste último es de Paul Auster. La suma daba 301, me pasaba en un peso, pero me sentía “generoso” y no era cuestión de ser tan estricto.
A Tombuctú lo descubrí en el catálogo, ni sabía de su existencia. Me atrajo la sinopsis de la contratapa: “Cuando Mister Bones, un perro callejero de gran inteligencia, se encuentra con Willy G. Christmas, poeta errante y vagabundo, se convierten en confidentes inseparables. Como si de don Quijote y Sancho Panza se tratara, comparten sus días con la soledad, el azar y la dureza de la vida en la calle. El día en que el escritor presiente que su muerte está cercana y que se aproxima a un mítico mundo al que él llama Tombuctú (un "oasis de espíritus" que empieza allí "donde termina el mapa del mundo"), decide iniciar un último viaje a Baltimore para buscar a su antigua maestra y confiarle a su fiel amigo. Pero Míster Bones terminará por continuar su camino en solitario resistiendo a la vida y a lo más desalentador, la especie humana, y perseguirá Tombuctú para reunirse con Willy y sus sueños. Paul Auster nos muestra una visión honesta y hermosa de la naturaleza humana a través de los ojos caninos de Mister Bones. Un viaje emotivo que es un canto a la amistad y a la búsqueda de la felicidad.”
Como ahora tengo a Perrito, los libros con perros me atraen. Dejé a los otros dos libros para más adelante y la misma noche del 13 ataqué a Tombuctú. Confieso que desde Expiación de Ian McEwan ningún libro me atrapó tanto. En el medio leí muchos otros libros que me gustaron, que leí con agrado, pero que me “atraparan”, “atraparan”, ninguno. Como afirmé en la crónica de cine de Caballo de guerra, creo que los libros con animales tienen la virtud de hacer que suspendamos nuestra incredulidad ante sus peripecias con más facilidad. Creamos empatía de inmediato. A lo que voy en esta ocasión es que desde niño no reía y lloraba así con un libro. No es un libro largo, pero aquella primera noche, planté bandera al fin del primer capítulo (tiene cinco), podría haberlo terminado, pero agotado y agradecido por las emociones, decidí que me durara un poco más. Aunque al día siguiente, leí el resto. No me importó llegar tarde a una clase o que una traducción urgente y difícil me tuviera después la noche en vela. Tenía que saber que pasaba con Mister Bones. En algún momento hice algo que no hago nunca, me adelanté y leí el final, no soportaba no saber cuál era el destino final del perro. Tanto me angustiaba la incertidumbre.
Las vueltas de la vida y la lectura, ahora, después de Tombuctú, Paul Auster es uno de mis autores favoritos. No sólo me gusta dialogar con él sino que le tengo un reciente y sin embargo profundo afecto. ¡Me es imposible no dialogar con un hombre que escribió un libro tan pero tan hermoso!
viernes, 9 de noviembre de 2012
Favio
Adiós, Chiquito
Por Horacio Verbitsky
Temía estar solo en ese momento, pero no fue así. Terminó de apagarse poco después del mediodía, tomado de la mano por sus afectos más íntimos.
Hace dos meses, cuando la Cámara de Diputados le entregó un premio, Leonardo Favio, tal vez nuestro mayor artista popular, me pidió que lo acompañara. Fui porque el premio se lo daban a él y él fue porque el premio se llamaba Néstor Kirchner, quien le devolvió la felicidad por las transformaciones que puede producir la política y que para tantos llegó como una sorpresiva primavera. Le cautivaba Cristina y estaba orgulloso del homenaje que ella le tributó hace unos años. Como muchos, sentía como un privilegio haber llegado a vivir este presente.
Si el Chiquito te pedía algo era difícil negarse. Cuando me invitó al estreno de su última obra, Aniceto, le dije que no me sentía cómodo en esa situación social. Pero me insistió hasta la intriga. Para colmo me hizo sentar entre Fito Páez y los bailarines de la película. No había dónde esconderse. Al entrar al cine me dijo que quería hablarme cuando se encendieran las luces, como si supiera que planeaba escaparme un segundo antes de eso. Recién al final de la proyección entendí por qué me obligó a quedarme. No creo haber hecho nada para merecer que me dedicara el Aniceto, aunque él sentía que siempre estuve cuando me necesitó, desde aquellos años de mate con bombilla en la terraza en que me contaba escena por escena cómo sería su próxima película. Soy uno de los que le dijeron que no era una locura volver a filmar El romance del Aniceto y la Francisca con bailarines en vez de actores. Uno diría, ¿y qué podía importarle lo que pensara un tipo que entendía tan poco de esas cosas? Le importaba, porque era un creador tan grande como inseguro. Su cine y su música se basaban en la intuición, alimentada en el universo de su infancia y hasta su último proyecto inconcluso tiene que ver con eso, el pantalón cortito con un solo tirador y el mantel de hule. Pero como cineasta además era un obsesivo que medía y pesaba cada detalle hasta la exasperación y al Tano Stagnaro le hizo hacer cosas con el color que hoy parecen fáciles con el digital pero que entonces eran una proeza. Rita Hayworth decía que las únicas joyas de su vida eran las dos películas que filmó con Fred Astaire. Yo atesoro el guión, las indicaciones de escenografía y el disco con la música del Aniceto. Mañana quiero volver a leer ese texto y las líneas con que me lo mandó, así como hoy escucho sus canciones, de las que decía que “perdurarán mucho más allá de nuestras sombras”, por las que “me recordarán al momento de empacar para no volver”, aunque al mismo tiempo se definiera como “un compositor rasante, de tono y dominante”.
Desde los shows de su juventud siempre hablaba de la muerte, con una idea de la trascendencia que en los últimos años lo acercó a una experiencia mística de Dios y el universo. Era bastante asustadizo y cuando tuvieron que operarlo para un reemplazo de cadera, me mandó las cajas con el montaje final de Perón, sinfonía de un sentimiento, y un escueto mensaje aterrador: “Si me pasa algo vos decidís qué hacer con esto”. Pocas veces en la vida sentí tanta responsabilidad. Para rendirse ante esa obra superlativa, como casi todo lo que filmó en su vida, no hace falta coincidir con todas sus ideas políticas, y de hecho no comparto su visión del último Perón y todo lo que vino con él. Tampoco me olvido de que hoy es fácil exponer esos desacuerdos, pero cuando estas cuestiones no eran parte de la filosofía y de la historia sino de la vida (y sobre todo de la muerte, omnipresente), el Chiquito salvó la vida de una docena de rehenes a quienes torturaban guardaespaldas descontrolados el día del regreso de Perón en 1973. Una cosa es la ideología y otra cosa la decencia.
No sé si tiene alguna importancia decirlo hoy, pero mi preferida de sus películas es Gatica, el Mono. Sé que es muy subjetivo. Sobre todo en una filmografía con varios puntos altos para elegir. Esa película es la historia de la sangre, de la sangre vertida por nuestro agobiado pueblo, de la humillación y la derrota y la aridez, de la impotencia y del fracaso. Algunos críticos han señalado que su duración es excesiva. Yo no quería que terminara nunca, y la vi varias veces en una semana. Creo que sólo me había pasado antes con La conspiración de los boyardos, de Eisenstein, en mi adolescencia; con Vivir y Kagemusha, de Kurosawa; con Rocco y sus hermanos, de Visconti. Varias buenas películas han encarado el pasado terrible de este país, desde distintos ángulos, muchos encomiables. Pero me parece que nadie había conseguido una mirada tan abarcadora como la de su reflexión, de algún modo no política. Pertenece a otro orden de la realidad, establece un nexo distinto con el espectador, multidimensional, envolvente, iluminador e inexplicable, como la poesía. Y además les llega a todos, no sólo a los que saben y les importa.
Walsh abrió las primeras ediciones de Operación Masacre con una cita de Elliot, en inglés: “Una lluvia de sangre ha cegado mis ojos. ¿Cómo, cómo podría volver alguna vez a las suaves, tranquilas estaciones?”. Pero luego la sustituyó por otra, del comisario a cargo de los fusilamientos: “Agrega el declarante que la comisión encomendada era terriblemente ingrata para el que habla, pues salía de todas las funciones específicas de la policía”. Ni poesía inglesa ni la implacable precisión de los datos. La estética de Gatica para decir aquello mismo que obsesionaba a Walsh es la que el Chiquito y su hermano y coguionista, el Negrito Zuhair Jorge Jury, aprendieron de los radioteatros que hacían su mamá Laura Favio y su tía Elcira Olivera Garcés. Cuando un talento torrentoso recupera esta marca de infancia, para narrar la vida de un ídolo del más aluvional barro, amasado con lágrimas en la tierra de la Patria sublevada cuyo subsuelo Scalabrini Ortiz vio emerger aquel 17 de octubre, se produce el milagro de una ópera popular, en la que los temas más complejos pueden transmitirse de un modo accesible a todos. La obra de arte regresa al pueblo que la originó, y a su vez lo ennoblece, al ofrecerle esa nueva dimensión de sí mismo. Así se forja la cultura de una Nación, esa categoría tan desmedrada y, sin embargo, indeleble.
La antológica secuencia de la misa, con los dos cuerpos bañados en sangre y los rostros retorcidos por el dolor y el odio es una rendición de cuentas minuciosa de la infinita capacidad de infligir daño que ha sido nuestra historia, pasada y moderna, desde el fusilamiento de Dorrego en adelante. Los artistas capaces de recrear los mitos populares de ese modo deslumbrante, revelan rasgos ocultos de los pueblos, que tal vez ellos mismos ignoran.
Te despido así, con el nombre que sólo muy pocos teníamos permiso para usar, tal vez porque nos conocíamos desde que salimos de la adolescencia. Me cuesta escribir de vos en tiempo pasado. Me cuesta escribir sin llorar, mientras escucho tus canciones que alguna vez me parecieron una desviación de tu obra cinematográfica enorme y que me llevó años entender y amar como parte inseparable de una misma narrativa. Adiós, Chiquito.
Publicado en Página 12 el martes 6 de noviembre de 2012
viernes, 26 de octubre de 2012
Uggie
Desde que vi El artista, Uggie, el perro estrella de la película, se convirtió en una de mis obsesiones favoritas. No soy el único fanático del simpatiquísimo can. Uggie anda en gira europea presentando su libro de memorias. En la foto se lo ve en una librería de París. Como toda superestrella que se precie, satisface la curiosidad de sus seguidores con una autobiografía. Yo ya estoy reservando un ejemplar.
Lo que no fue
Como ya confesé en este mismo blog, Tchaikovsky y su música para ballet me vuela la cabeza. El martes el Cinema City anunciaba que exhibiría en directo desde Londres El lago de los cisnes. La idea me seducía por dos motivos. El ya mencionadoTchaikovsky y participar de una trasmisión en directo, porque se dice que en un futuro cercano es así como veremos las películas. Parece que para evitar la piratería, los yanquis planean transmitir via satélite a todo el mundo los estrenos cinematográficos.
Como soy desconfiado, entré a la página web de la Royal Opera House para ver si era verdad que el espectáculo se transmitiría en vivo. Y sí, era verdad.
Con la debida anticipación llegué al cine. Para mi desilusión y la de muchos la función había sido suspendida "por problemas técnicos".
Hoy en la página web del Royal Ballet, espectadores de todo el mundo comentan la experiencia. Nosotros, "por problemas técnicos" nos quedamos afuera. Sin comentarios...
lunes, 22 de octubre de 2012
¡Oh, Soraya!
Hay cosas a las que llego tarde, pero ¡mejor llegar tarde que nunca! Esta escena es lo más. La posteo porque debo tenerla a mano, ¡es adictiva! Al margen de lo obvio, dos detalles me matan: a Nandito lo hieren en el brazo, pero el actor actúa ¡como si le hubieran perforado el hígado! Y la de la cartera en vez de hacer algo, ¡ se toma una pastilla!
¡Al que me denuncie, que se prepare!
¡Gracias, Horacio, por contarme que existe esta maravilla! (Me fascina, me fascina, ¡me fascina!)
martes, 16 de octubre de 2012
Felices rejóvenes 87 años, Angela
Hoy es el cumpleaños de la inmensamente maravillosa Angela Lansbury. Se la ve aquí en Sweeney Todd, que estrenó. Hace su primera canción en la obra: "Los peores pasteles de Londres". Si son amables y se toman la molestia de ver este magistral despliegue de histrionismo más de una vez, podrán notar ¡todas las cosas que hace y expresa! Sondheim pocas veces estuvo mejor interpretado.
sábado, 6 de octubre de 2012
Tchaikovsky
Los años lectivos son cada vez más largos. Arrancan el 10 de
febrero y con suerte terminan el 23 de diciembre (sin suerte, después de
Navidad). En cuanto a las condiciones de
trabajo, bueno, no son aterradoras como hace algunos años (hay más trabajo, más
poder adquisitivo, la cacareada distribución de la riqueza se nota: ya no hay
que lidiar con los efectos de las frustraciones económicas de las familias de
los alumnos, ¡eso sí que era bravo!), pero lo pedagógico, lo burocrático y lo
edilicio siguen en coma, de modo que, en resumen amable, distan de ser buenas como yo de ser Daniel Radcliffe. El secreto,
como siempre, está en sobrevivir. A como dé lugar. El problema es que con la
edad, uno no se vuelve sabio, se vuelve intolerante. Las mañas se estratifican,
la paciencia se acorta y la salud, si no la física, sin duda la mental, se
resiente. Yo sobrevivo a través del arte (escénico). Necesito sí o sí que en
diciembre haya algún espectáculo que me avive las endorfinas. Recitales no
valen, son muy ying. Tampoco estrenos de cine, más que nada porque son tan
estimulantes como sacarse los mocos de la nariz (antes en Navidad o en Año
Nuevo había cosas interesantes, New York,
New York, por ejemplo, una de las películas de mi vida, se estrenó en Año
Nuevo; hoy son pura basura pochoclera). La promesa de rever films de Billy
Wilder, John Huston, Bergman o Visconti tampoco vale (son las cosas con las que
sobrevivo semana a semana). A lo que voy es que necesito abrir los ojos y saber
que para el fin o cerca del fin del año lectivo me espera un espectáculo que me
regocije. Eso me hace enfrentar el día si no con alegría, al menos con un poco
más de paciencia. Hasta ahora me las he ingeniado para encontrar uno. En 2008
fue Eva, el gran musical argentino
(que volví a ver en diciembre en el Lola Membrives con Mariel, antes ya había
estado en el estreno en el Argentino); en 2009 fue un Cascanueces del Argentino, en 2010 fue la reposición de Chicago, otra vez en el Lola Membrives;
y en 2011 el delicioso Primeras Damas del
Musical en el Gran Rex.
Este año, cuando leí la programación del teatro Argentino y
vi que en diciembre darían La bella
durmiente, supe que estaba salvado. Pero, claro, Scioli que es taaan buen
administrador se percató tarde y sobre la marcha que el presupuesto no le
alcanzaría y como tampoco le basta con lo que nos roba con la estafa del agua,
empezó con los recortes. El Argentino no fue la excepción: levantaron Zorba y adelantaron La bella durmiente para octubre. Buuu.
No soy precisamente un fanático del ballet clásico, lejos de
ello. A menos que alguna estrella decida reverdecer laureles, las Giselles, las Coppelias, las Sílfides,
las Paquitas, las Raymondas me son indiferentes. Pero la
trilogía Tchaikovsky-Petipa (La bella
durmiente, El lago de los cisnes, El cascanueces) me vuela el moño. Lo de
Petipa es medio diluido porque siempre es Petipa según alguien. (En algún
momento tendré que averiguar porque no hay Petipas en estado puro. Supongo que
tendrá que ver con que en esas épocas no se podían “anotar” todavía las coreografías
y lo que sobrevive debe depender de la “memoria” de los que las bailaron). Aunque
de verdad lo de Petipa (lo siento, maestro) me importa menos. Lo que me importa
es Tchaikovsky. La música de sus ballets me manda a la estratósfera, entro al Nirvana,
recupero el Paraíso que perdió Milton. Me siento en la butaca y la orquesta me
envuelve, me arropa, me arrulla, me acaricia. Y hay momentos, impensados,
inesperados, es que se me caen gruesos y pacíficos lagrimones, lo que escucho
me parece de tan indecible belleza que rozo lo divino. Que se le va a hacer,
todos tenemos nuestro punto G espiritual.
En fin, si la Bella no se duerme en diciembre, que ronque en
octubre entonces. Mierda, apenas cuatro funciones y todas en el mismo fin de
semana. Sólo se puede despertarla del jueves que pasó hasta este domingo. El jueves
hubo traducción así que ni en pedo. El viernes, bañado, cambiado y con el perro
paseado, aceché la computadora hasta las 7 y media. Gracias a Dios y todos los
Santos del Cielo, nada, ningún trabajo urgente que requiriera traducción
inmediata. A las 7 y 31, apagué la computadora y huí más rápido que Melquíades.
En la boletería puse cara de soy yo solito y estoy tan solo en la vida que una
buena localidad podría compensar en algo mi melancolía, tenga por favor piedad
de mí. Yes!!! Había nada más ni nada menos que un hueco en la primera fila de
la platea alta. Ni soñado.
Me siento y miro el mundo desde mi sitial de
privilegio, pero, ¡oh, dioses del Olimpo!, a mi lado se sienta un matrimonio ¡con
una nena chiquita de entre el jardín maternal y el jardín común! Pensé: se va a
poner a llorar y va a joder toda la fucking velada. Cada función tiene sus
vaivenes irrepetibles. Ésta comenzó con un retraso de 20 minutos, el director
de orquesta estaba en la gatera y no se había oído el aviso de apaguen los
celulares, que se oyó al fin por la mitad, se anunció un cambio en el elenco
que fue bien recibido por los que conocían a los bailarines, y después una voz
nos pidió que les diéramos la bienvenida a gente de Lincoln que nos visitaban
por un plan de Mi pueblo al Argentino o algo así; les dimos una cálida
bienvenida, en su mayoría eran chicos que salvo algunos aplausos a destiempo se
portaron como duques rusos; y por fin empezó. Después hubo un minuto de
desconcierto porque las luces de sala se prendieron antes de que terminara el
primer acto, se anunció un entreacto y hubo dos, pero el show lo dio la nena.
Se sentaba alternativamente en las faldas de su padre y su
madre. Hablaba bajito y en el Prólogo, la fiesta de bautismo de Aurora, en la
que el hada no invitada, Carabosse, echa la maldición, le preocupaba por donde
andaba el bulto que se suponía era la bebé. Cuando comenzó el Primer Acto, se
acercó adonde yo estaba para ver mejor a la bebé y preguntó cuándo aparecería. Le
saqué la palabra de la boca a la madre y le dije que la bebé había crecido y
que ahora tenía 15 años y era esa bailarina que entraba a escena. Me sonrió y
me dijo: Bueno. Se apoyó en la baranda y buscó con que entretenerse ya que la
bebé no estaba. Entonces dijo: Ese bailarín de allá hace una cosa diferente. Y
sí, el señor no tenía muy segura la coreografía. Más tarde agregó: La bailarina
de allá levanta la patita después de las otras. Y sí, la señorita andaba a
destiempo. La frutilla del postre fue: Mamá, la música terminó antes que la
chica ¿eso está bien? No sé, dijo la mamá. Mientras el público aplaudía, la
nena me miró y dijo: Hum. La amé. No volvieron después del intervalo para el
Segundo Acto y la extrañé, tuve que darme cuenta solo de las imperfecciones,
que fueron pocas, a decir verdad, porque fue una buena función. Aurora era una
delicia y el Príncipe fue medio celeste al principio, pero se fue poniendo Azul
y se volvió el ideal de toda Princesa. La orquesta, que no es tonta, disfruta
de Tchaikovsky y lo vierte con fidelidad y orgullo. Y yo, por un ratito, fui
dichoso. Me queda encontrar otra zanahoria de diciembre que me alivie el yugo.
jueves, 4 de octubre de 2012
La Hija de Dios en La Plata
Desde que me enteré de su existencia, quise verlo. Aunque cuando
iba a Buenos Aires terminaba viendo otro espectáculo que me urgía más,
principalmente porque bajaba de cartel. Cuando supe que venía a La Plata, me
apresuré a sacar la entrada. En la boletería me anoticié de una ventaja y de un
inconveniente. La ventaja era que la entrada costaba muy poco ya que era a
beneficio de un comedor y el inconveniente era que las localidades no venían
con ubicación, de modo que el día fijado para la función había que ir con
antelación a hacer cola si uno quería no estar muy lejos del escenario.
Terminé una traducción cortona y me puse a rezar que no
entrara ningún mamotreto. Si mientras estaba afuera, venía algún trabajo que se
robara mi tiempo, ya sabría lidiar con él. Al menos disfrutaría del espectáculo
como si fuera dueño de mi tiempo. Cargué caramelos para endulzar la espera,
puse en el teléfono un musical de Cy Coleman que quería escuchar, paseé el
perro y me fui.
Llegué al teatro a las 7 y media. Ya había cola. Calculé que
al menos me sentaría en la platea. Mis esperanzas de encontrar un buen lugar
pronto se vieron opacadas. Como suele ocurrir en estos casos, los integrantes
de la fila no son los que son, si no representantes de grupos mayores que van
llegando y van engrosando la cola. Había una familia particularmente sociable
que incorporaba a sus huestes a cuanto
conocido circulara por las vecindades. A punto estuve de decirles que
exageraban, pero me contuve, no quise quedar como lo que soy, un jetón andropáusico.
A las 8 y cuarto nos hicieron entrar. Las acomodadoras, más
amables que nunca, vigilaban para que no quedaran blancos en las hileras de
butacas. Me senté la punta de banco de la fila 7. En el escenario reinaba en el
centro una gran pantalla de video flanqueada por unas tupidas alfombras blancas
sobre las que se asentaban una especie de escritorio alto a la derecha del
público y una banqueta alta cromada con forma de copa a la izquierda. A las 8 y
30, la hora anunciada, con puntualidad prusiana, se oyó el aviso de que
apagáramos los celulares y se nos advirtió que se prohibía sacar fotos (restricción
que no se cumplió dado el fervoroso entusiasmo de los espectadores). En ese
instante hicieron su entrada al palco, que daba frente a la fila en la que
estaba, las autoridades y Claudia Villafañe. Unas señoras se pusieron de pie y
la fotografiaron. Claudia sonrió comprensiva. De ser más ducho en el manejo de
la cámara de mi celular y menos tímido, también le hubiera sacado una foto,
Claudia es una persona por la que siento una
profunda admiración. Mi timidez, enmascarada en civilizados deseos de no
molestar, me hizo clausurar el celular.
Las luces de sala se apagaron, se encendieron las del
escenario y entraron por lados opuestos, Dalma, acompañada por el actor Mariano
Bicain, que representa al maradoniano irreductible. Después de un atronador
aplauso de bienvenida, Dalma dio comienzo a una especie de conferencia en la
que dilucida qué y cómo es ser hija de Diego. Arranca con datos pelados que se van
recubriendo de carnalidad, significancia y argentinidad encendida. Maradona es
un mito argentino y (andá a discutírmelo) un regalo prodigioso de Dios que ya
se sabe es argentino. La narración se vertebra en la dicotomía de la
protagonista respecto de su padre (para
los demás es “el” Diego, para ella no es nada más ni nada menos que “papá”). El
texto, concebido por Dalma junto a la dramaturga y directora, Erika
Halvorsen, es fluido, elocuente y mojonado por buenos chistes. La interacción
con el “maradoniano” es una buena idea que fructifica. Y los videos que se
exhiben son un privilegio. Son videos caseros, pero no cualquieras, si no los
de la intimidad de la familia Maradona. La emoción, como en los buenos
espectáculos, no se persigue, pero se cuela por todos lados. Revivimos un
pedazo de nuestra historia, la mejor, la de la alegría, la de los logros. Lo celebramos
al Diego una vez más, a través de la historia de su hija ahora, y en el fondo
nos celebramos a nosotros mismos, porque el Diego es tan nuestro que somos un
poquito él. Las bellas palabras con las que se cierra el espectáculo ratifican en
cierto modo esta idea, la de la celebración de la vida a través de un mito que
nos contiene.
Dalma, como actriz, luce segura,
desenvuelta, histriónica, con buen timing para el humor, y sincera en el manejo
de la emoción. Su comodidad en escena nos desarma y establece de movida un ida
y vuelta que se potencia a medida que transcurre la función.
Un espectáculo único e irrepetible, esta vez más que nunca
por la singularidad de lo que se cuenta, que por la calidez, la sinceridad y la
destreza de su ejecución se vuelve inolvidable.
Ah, el espectáculo se llama “Hija de Dios” y lo vimos en el Coliseo Podestá
Suscribirse a:
Entradas (Atom)