No acostumbro a fijar metas ante un año que se inicia. En el momento que surjan, sea otoño u octubre, las establezco y procuro cumplirlas. No me enorgullezco si las logro, no, a lo sumo me alegro. Ni me desmoralizo si fracaso, soy sólo un hombre.
Tampoco hago balances. Los hice cuando debía. Después de cualquier problema, conflicto, malentendido o ruptura, analicé las circunstancias, los por qués, los para qués, llegué a una conclusión y me pregunté si hice lo que debí, si no podría haber hecho otra cosa. Las respuestas no fueron satisfactorias, nunca lo son, pero después de un tiempo ya no dolían así que supuse que podía seguir adelante para acertar o equivocarme otra vez.
Eso sí, cuando me desean que los sueños se cumplan, me pregunto cuáles son. Están los tercos que siguen sin cumplirse, que no dependen de mí y que debería dar por prescriptos. No los doy por vencidos por superstición y respeto. Si alguna vez fueron fundamentales por ahí guardan alguna relevancia. Contra todo pronóstico y sentido común los mantengo aunque sé que me harán infeliz. A los nuevos los miro con desconfianza. ¿Son válidos? ¿Un capricho del momento? ¿Una necesidad desatendida que se cobra venganza? Los pongo entre paréntesis y si no los olvido, habrá que tomarlos en cuenta. Hubo épocas en que como la canción los resumía en “salud, dinero y amor”. La salud no se discute. ¿El dinero? Ahora lo reemplazo con trabajo. Abandonada la esperanza de que un juego de azar me depare una fortuna o que una herencia inesperada me salve del naufragio cotidiano, cifro en el trabajo la recompensa exigua pero constante de llevarme el pan a la boca y un libro a los ojos. ¿El amor? Tema espinoso si los hay. No hay uno solo sino varios. Está el amor a uno mismo, el más importante. El amor de la familia y de los amigos, variable en su gradación pero a la larga fiel y durable. Y está el amor-amor. Riesgoso, azaroso y un poco sobrevalorado. Si no se lo tiene pesa como una carencia profunda, si se lo tiene pensamos que nos lo merecíamos. Ni tanto ni tan poco. Millones de personas llevaron vidas colmadas y generosas sin haberlo conocido. Hay alguna madrugada olvidada en que el ideal romántico se pone en perspectiva y pierde su barniz dorado y se lo ve como en realidad es, bello pero un poco falluto. Y está la solidaridad, que es el amor de los extraños, el más hermoso, porque es intenso, desinteresado y súbito, el modo en que la especie se celebra y se protege, cuando se comprende por fin que uno, cualquiera, es todos. Y está el amor de Dios, claro, pero con ese no me meto, es personal, se siente o no se siente.
Ahora resumo los deseos en uno, poder reírme, no como las hienas sino de verdad, con carcajadas francas y sonoras. Si uno puede reírse, salud se tiene, no hay hambre porque nada mata más el humor, y se siente amor si no la amargura no nos deja ver el humor que hay detrás de esta broma divina que es la vida.
Tampoco me pongo a analizar si los años pasados fueron buenos o malos. Los años son convenciones y la vida es una sola. Y viene con sus alegrías y pesares, sus cortedades y recompensas, sus caricias y brusquedades. A veces algunas priman sobre las otras, pero a la larga así como hay noche y día, tormenta y calma, los contrastes tienden a nivelarse.
Así que ojalá podamos reírnos mucho. Si las lágrimas se asocian al dolor, una buena carcajada sigue siendo lo más parecido a una expresión cierta y tangible de felicidad que conozco.
(La ilustración dice: "Al final no somos más que cuentos", frase de Steven Moffat)
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