Desde que me enteré de su existencia, quise verlo. Aunque cuando
iba a Buenos Aires terminaba viendo otro espectáculo que me urgía más,
principalmente porque bajaba de cartel. Cuando supe que venía a La Plata, me
apresuré a sacar la entrada. En la boletería me anoticié de una ventaja y de un
inconveniente. La ventaja era que la entrada costaba muy poco ya que era a
beneficio de un comedor y el inconveniente era que las localidades no venían
con ubicación, de modo que el día fijado para la función había que ir con
antelación a hacer cola si uno quería no estar muy lejos del escenario.
Terminé una traducción cortona y me puse a rezar que no
entrara ningún mamotreto. Si mientras estaba afuera, venía algún trabajo que se
robara mi tiempo, ya sabría lidiar con él. Al menos disfrutaría del espectáculo
como si fuera dueño de mi tiempo. Cargué caramelos para endulzar la espera,
puse en el teléfono un musical de Cy Coleman que quería escuchar, paseé el
perro y me fui.
Llegué al teatro a las 7 y media. Ya había cola. Calculé que
al menos me sentaría en la platea. Mis esperanzas de encontrar un buen lugar
pronto se vieron opacadas. Como suele ocurrir en estos casos, los integrantes
de la fila no son los que son, si no representantes de grupos mayores que van
llegando y van engrosando la cola. Había una familia particularmente sociable
que incorporaba a sus huestes a cuanto
conocido circulara por las vecindades. A punto estuve de decirles que
exageraban, pero me contuve, no quise quedar como lo que soy, un jetón andropáusico.
A las 8 y cuarto nos hicieron entrar. Las acomodadoras, más
amables que nunca, vigilaban para que no quedaran blancos en las hileras de
butacas. Me senté la punta de banco de la fila 7. En el escenario reinaba en el
centro una gran pantalla de video flanqueada por unas tupidas alfombras blancas
sobre las que se asentaban una especie de escritorio alto a la derecha del
público y una banqueta alta cromada con forma de copa a la izquierda. A las 8 y
30, la hora anunciada, con puntualidad prusiana, se oyó el aviso de que
apagáramos los celulares y se nos advirtió que se prohibía sacar fotos (restricción
que no se cumplió dado el fervoroso entusiasmo de los espectadores). En ese
instante hicieron su entrada al palco, que daba frente a la fila en la que
estaba, las autoridades y Claudia Villafañe. Unas señoras se pusieron de pie y
la fotografiaron. Claudia sonrió comprensiva. De ser más ducho en el manejo de
la cámara de mi celular y menos tímido, también le hubiera sacado una foto,
Claudia es una persona por la que siento una
profunda admiración. Mi timidez, enmascarada en civilizados deseos de no
molestar, me hizo clausurar el celular.
Las luces de sala se apagaron, se encendieron las del
escenario y entraron por lados opuestos, Dalma, acompañada por el actor Mariano
Bicain, que representa al maradoniano irreductible. Después de un atronador
aplauso de bienvenida, Dalma dio comienzo a una especie de conferencia en la
que dilucida qué y cómo es ser hija de Diego. Arranca con datos pelados que se van
recubriendo de carnalidad, significancia y argentinidad encendida. Maradona es
un mito argentino y (andá a discutírmelo) un regalo prodigioso de Dios que ya
se sabe es argentino. La narración se vertebra en la dicotomía de la
protagonista respecto de su padre (para
los demás es “el” Diego, para ella no es nada más ni nada menos que “papá”). El
texto, concebido por Dalma junto a la dramaturga y directora, Erika
Halvorsen, es fluido, elocuente y mojonado por buenos chistes. La interacción
con el “maradoniano” es una buena idea que fructifica. Y los videos que se
exhiben son un privilegio. Son videos caseros, pero no cualquieras, si no los
de la intimidad de la familia Maradona. La emoción, como en los buenos
espectáculos, no se persigue, pero se cuela por todos lados. Revivimos un
pedazo de nuestra historia, la mejor, la de la alegría, la de los logros. Lo celebramos
al Diego una vez más, a través de la historia de su hija ahora, y en el fondo
nos celebramos a nosotros mismos, porque el Diego es tan nuestro que somos un
poquito él. Las bellas palabras con las que se cierra el espectáculo ratifican en
cierto modo esta idea, la de la celebración de la vida a través de un mito que
nos contiene.
Dalma, como actriz, luce segura,
desenvuelta, histriónica, con buen timing para el humor, y sincera en el manejo
de la emoción. Su comodidad en escena nos desarma y establece de movida un ida
y vuelta que se potencia a medida que transcurre la función.
Un espectáculo único e irrepetible, esta vez más que nunca
por la singularidad de lo que se cuenta, que por la calidez, la sinceridad y la
destreza de su ejecución se vuelve inolvidable.
Ah, el espectáculo se llama “Hija de Dios” y lo vimos en el Coliseo Podestá
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