viernes, 28 de diciembre de 2012

¿Será verdad?


 El jet lag, también conocido como descompensación horaria, disritmia circadiana o síndrome de los husos horarios, es un desequilibrio producido entre el reloj interno de una persona (que marca los periodos de sueño y vigilia) y el nuevo horario que se establece al viajar en avión a largas distancias, a través de varias regiones horarias.
Síntomas: Fatiga. Cansancio general. Problemas digestivos: vómitos y diarreas. Confusión en la toma de decisiones o al hablar. Falta de memoria. Irritabilidad. Apatía.

(Sacado de Wikipedia)

“No conozco el mar, pero si es su verde como el verde nuestro del cañaveral, sí conozco el mar”, dice Juan Piattelli en la letra de la canción. Yo parafraseo: “No conozco el jet lag, pero si sus síntomas son como los míos ahora y aquí, sí conozco el jet lag”.
 

Las vacaciones empezaron por fin, pero es tal el cansancio que arrastro que me siento desorientado, confuso, irritado. No sé si descorchar un champán o pegarme un tiro. Como todos los años, no optaré por ninguna de estas alternativas, me tomaré un café, procuraré calmarme y sacaré a pasear el perro que de la alegría hace más cabriolas que Jackie Chan. El muy sátrapa sabe que a partir de este instante, mi tiempo le pertenece. Ya no tendrá que compartirme con los horarios de las escuelas, con los plazos de las traducciones, tal vez, pero no con la asimétrica regularidad de mis horarios escolares.
 

Augusto Boal en Teatro del Oprimido cuenta que le dio una cámara de fotos a unos pibes lustrabotas y les pidió que le trajeran una imagen que simbolizara qué era lo que los esclavizaba. A los días, uno de ellos trajo la foto de un clavo. Cuando Boal le preguntó por qué, el chico le contestó que en ese clavo su patrón colgaba el cajoncito de lustrar con que lo obligaba a trabajar.
 

Si Boal me pidiera el mismo ejercicio, le llevaría la foto de un reloj. El reloj simboliza y determina el yugo al que estoy sometido. El reloj hipoteca mi vida. Si es lunes y son las 8, debo estar en tal o cual escuela, si es martes y son las 4 ya debo haber entregado la traducción de mierda que llegó a las 7 de la mañana y así sucesivamente hasta conformar un eterno etcétera.
 

No sorprenderá entonces que lo primero que haga cuando suena el timbre del inicio de las vacaciones sea sacarme el reloj y olvidarlo sobre la mesa. En realidad para ratificar el simbolismo, tendría que hacerlo moco con un martillo, pero sería un liberación tan inútil como costosa, de modo que simplemente finjo olvidarlo. En un día o dos volveré a ponérmelo para pautar cosas más estimulantes como no llegar tarde al cine o a  la cita con un amigo.
 

Liberado del reloj, paso a desempacar la mochila, portafolios, o lo que sea que esté usando para contrabandear carpetas con listas de alumnos, exámenes, certificaciones y esas cosas. Acomodar las carpetas en su lugar de origen desata una neurosis, la biblioteca de los papeles no acepta uno más y habrá que proceder a aligerarla. Podría poner las carpetas en los estantes de los libros, pero si lo hago, jamás me desprenderé de los papeles inútiles que se enciman como capas geológicas hasta conformar sino un Aconcagua al menos una bonita sierra. A pesar de los adelantos tecnológicos, los docentes seguimos llenándonos de papeles y no de pen-drives. Resuelvo la neurosis salvajemente. Hago entrar las carpetas a la fuerza. En febrero cuando llegue la primera fecha de exámenes, tiraré los papeles inservibles. O no. Me considero eficiente y expeditivo pero como me gusta contradecirme: adoro procrastinar.
 

Dejo la mochila en el banco del rincón, me sirvo un segundo café y me pregunto qué tengo ganas de hacer. No se me ocurre nada interesante de modo que me desnudo, prendo el ventilador y me acuesto. Aunque hoy no hace mucho calor, Perrito prefiere hacerse un bollo debajo de la cama y no treparse y arrellanarse junto a mis pies.
 

Dormiremos nuestra primera siesta de libertad. Llegaron las vacaciones, ¿será verdad?

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