miércoles, 23 de diciembre de 2020

Programa doble con Joseph Cotten


 

Así como hay actores que se la pasan esquivando premios, otros no reciben los que merecen.

 

Joseph Cotten fue uno de los actores menos valorados del mundo a pesar de tener un talento notable y envidiable. En toda su larga y prolífica carrera solo recibió el León de Oro del festival de Venecia de 1949 por su actuación en Portrait of Jenny (William Dieterle, 1948)

 

Y eso que era ubicuo y proteico como pocos. Alto, delgado, de cintura estrecha y anchas espaldas, de no muy mal ver, con una agradable voz baja, formado sólidamente podía darle a Hitchcock un villano lleno de aristas en La sombra de una duda (Shadow of a doubt, 1943) o ser un agradable héroe inesperado en El tercer hombre (The Third Man, Carol Reed, 1949) para mencionar solo dos hitos imperecederos que lo tuvieron de glorioso protagonista.

 

Amigote de Orson Welles desde antes de que recalaran en Hollywood, tuvo el honor y la suerte de estar en la ineludible y revolucionaria El ciudadano (Orson Welles, 1941), muy comentada por estos días debido a Mank (David Fincher, 2020)

 

Decido hacerme un programa doble con películas suyas por culpa de que me cruzo en Facebook con una foto de I’ll be seeing you a la que acompaña una párrafo que informa que se trata de un film navideño romántico entre dos personajes con permisos especiales por las fiestas, el de él otorgado por un hospital psiquiátrico, el de ella por la prisión.

 

Recuerdo vagamente haberla visto, pero se me olvidó el motivo por el que Ginger Rogers podría haber terminado presa. Me prometo averiguarlo a la primera ocasión, que decido sea verla de nuevo y no buscar solo el dato.

 

I’ll be seeing you / Te volveré a ver es como El retrato de Jenny, mencionado antes, una película dirigida por William Dieterle (con colaboración no reconocida de George Cukor) y pertenece a la etapa en que Cotten estaba bajo contrato de otro amigote, David O. Selznick.

 

Cotten es un soldado traumado de la Segunda Guerra de permiso, como dijimos, de un hospital psiquiátrico. En un tren conoce a una chica, Ginger Rogers, también de permiso navideño, de una prisión en su caso, aunque no se lo dice, si no que le miente un trabajo de viajante. La chica le gusta y decide bajar en su estación, después de todo a él no lo espera nadie en ninguna parte.

 

La chica va a casa de sus tíos, padres de una adolescente que no es ni más ni menos que Shirley Temple ídem.

 

La ex niña adorable, como sabemos, se convirtió en una adolescente poco agraciada, pero el público como le tenía cariño a la nena eterna que desataba sonrisas, no dejaba de interesarse por ella (hasta que registraron la magia perdida y no insistieron más y la ex niña prodigio se retiró)

 

Aquí hace de una adolescente bastante detestable que, a pesar de “su inocencia”,  no hace más que provocarle angustias y dolores a la pobre Ginger, (ay, Shirley, Shirley, si te agarra Freud, se hace una panzada.

 

La cuestión es que Ginger invita a Joseph a comer en casa de sus tíos, salen y terminan por enamorarse. Ella no le cuenta que está presa, pero Shirley sí, entonces…

 

Es una variante del romance tristón de películas hechas durante la guerra, en la línea de El reloj / The clock con Judy Garland y Richard Walker (Vincente Minnelli, con colaboración no reconocida de Fred Zinnemann, 1945), mi favorita de este sub-género.

 

Joseph está muy bien como acostumbra y saca a relucir el galán que no solo debe seducir sino hacer sobresalir a la estrella que lo acompaña, virtud que le permitiría más tarde resaltar a Marilyn Monroe (Niágara, Henry Hathaway, 1953)  o a Bette Davis (Beyond the forest / Perfidia de mujer, King Vidor, 1949), cuando él más que galán era co-estrella característica.

 

Ah, last but not least, Ginger estaba presa no por robar como suponía, sino por haber matado accidentalmente a un fulano que pretendía violarla.



Como de todo hago un programa doble, elijo September Affair, también de William Dieterle (un talentoso alemán que triunfó primero como actor) de 1950, película que siempre olvido por motivos que explicaré oportunamente.

 

Estos dos filmes con los que armo mi programa doble, valga la redundancia, tienen mucho en común, toman el título de canciones emblemáticas que son usadas como leit motiv. En el caso de I’ll be seeing you, la homónima con letra de Irving Kahal y música de Sammy Fain. Y en September Affair o Sinfonía Otoñal, usan September Song con música de Kurt Weill y letra de Maxwell Anderson.

 

Aquí Joseph es un ingeniero muy exitoso, dueño de fábricas y esas cosas, de viaje por Italia para aclararse las cosas, ya que arrastra un matrimonio mal avenido con una joven por entonces Jessica Tandy. Le ha pedido el divorcio, pero ella que, en un principio estaba de acuerdo, le pide al final de una carta que lo intenten otra vez para beneficio del hijo post adolescente que tienen.

 

Él ha decidido anticipar el regreso para ver si pueden recomponer la relación.

 

En el avión de regreso conoce a Joan Fontaine, aquí una reconocida pianista.

 

El avión hace un aterrizaje de emergencia en Nápoles y ellos, mientras lo arreglan, se van a ver paisajes, lo bien que hacen. Pero, claro, regresan al aeropuerto justo cuando el avión ya está en vuelo.

 

Deciden quedarse unos días más para conocer mejor Italia, eso sí, como amigos. Los días que comparten son tan hermosos que ella, para no enamorarse más de él y romper la alianza de amistad, opta por volver a los Estados Unidos.

 

Mientras están en un café, compran el New York Times que les informa que el avión que perdieron se accidentó y que tripulación y pasajeros murieron.

 

O sea que llevan días dados por muertos. Se disponen a informar a familiares y representantes que están vivos, pero comprenden que si se callan podrán tener la oportunidad de rehacer sus vidas. Elijen, claro, esto último.

 

Además él tuvo la suerte de hacerse enviar una fortuna en los días previos, mientras paseaban, a la cuenta de una amiga/mentora/maestra de ella, de modo que pueden vivir a lo grande, y alquilar un “Castelo” en Florencia, from all places!!!

 

Hasta aquí el planteo es rico, por lo fantasioso, pero Tandy, una pesada, quiere saber por qué él decidió regresar, ¿volvía porque estaba convencido de reintentarlo, por amor quizás o solo por compromiso? Así que hacia Italia parte acompañada del hijito. El amigo Freud, de nuevo, se hubiera hecho una panzada.

 

El resto me enoja sobremanera porque Joan, hasta ese momento una apasionada a morir, a la altura de un personaje de Ingrid Bergman, de repente se vuelve una histérica de libro.

 

La cosa es sencilla, Joan, lo amás o no lo amás al Joseph, lo querés con vos para siempre jamás o no lo querés, lo demás es verso de mina de mierda, con el perdón, no es mi intención ser discriminador o misógino, diría lo mismo si fuera hombre, o no binario. Por eso es que me olvido de su argumento y si me apuran digo que no me la acuerdo mucho.

Gustavo Monteros

martes, 22 de diciembre de 2020

Programa doble con Jacqueline Bisset


 

Me hago un programa doble con Jacqueline Bisset (dicho así hasta suena erótico, pero es más inocente que jugar a la mancha, porque se trata solo de dos películas con Jacquie).

 

Veo primero la que coprotagonizó con Charles Bronson, St Ives (J. Lee Thompson, 1976)

 

A Bronson le gustaba hacer películas con el amor de su vida, Jill Ireland, pero como en la variedad está el gusto, de vez en cuando optaba por otras actrices hermosas para acompañarlo.

 

Sorprende su buen gusto, o no tanto. ¿Quién no hubiera optado por Liv Ullmann o Dominique Sanda o Jacqueline Bisset de haber podido?

 

No era casual que eligiera musas del cine arte, ni tampoco que ellas aceptaran.

 

Costaba lo mismo hacer buenas o malas películas, que fuera cine industrial, popular, de entretenimiento no significaba necesariamente hacerlas malas o vulgares.

 

Y así él se codeaba con actrices de prestigio y ellas se daban un baño siempre bienvenido de popularidad.

 

Liv Ullmann está con Bronson en un Terence Young, De la part des copains, 1970, mientras que Dominique Sanda y Bisset están en sendos J. Lee Thompson, St Ives, Bisset y Caboblanco (1980) Sanda.

 

St Ives, conocida aquí como El temerario Ives, se basa en una novela de Ross Thomas y es un buen policial.

 

Bronson es Raymond St. Ives, un ex policía que escribe una novela policial que ninguna editorial quiere publicar.

 

Acepta entonces llevar un montón de dinero para que el millonario Abner Procane (John Houseman) recupere unos cuadernos con notas que le robaron.

 

Como se sabe hacer de intermediario no es fácil ni sale bien.

 

Procane tiene una asistenta, Janet Whistler (Jacqueline Bisset) y como padece del corazón, un ¡psiquiatra!, el Dr. John Constable (Maximilian Schell).

 

Vista hoy, dos detalles sobresalen, en una escena, un par de maleantes quieren pasar al otro mundo al pobre Bronson (sin lograrlo, claro, porque Charles es el protagonista y todavía falta mucha película). Los maleantes (muy jóvenes ellos por entonces) son Robert Englund (que hallaría fama imperecedera como el Freddy Krueger de las Pesadillas) y Jeff Goldblum que entre otros muchos logros escaparía de los dinosaurios de Spielberg.

 

Y el otro detalle es John Houseman, muy mentado en estos meses por ser un personaje prominente de Mank (David Fincher, 2020), interpretado por Sam Troughton es el intermediario de Orson Welles, que se le aparece al convaleciente Mank con órdenes, paquetes y algún que otro ultimátum. El hombre Houseman antes de triunfar como actor en su vejez fue un artífice del famoso Ciudadano Wellesiano.



Completo mi programa doble con La escalera de caracol (Peter Collinson, 1976) remake innecesaria del clásico The spiral staircase de Richard Siodmak de 1946.

 

Hay una mudita a proteger de un asesino serial que mata discapacitadas. La chica, en el original de 1946, que transcurre a principios del siglo XX, trabaja de dama de compañía de una anciana postrada en una casona, en la que también viven sus dos hijos, uno de ellos con una secretaria, más una enfermera, una cocinera y su marido, un hombre fuerte para todo tipo de trabajos.

 

La casona está apartada y la visita más frecuente es el médico que atiende a la anciana, novio para casarse de la mudita.

 

Nada cierra mucho, ni los personajes ni las relaciones, pero Siodmark la volvió un clásico ineludible por la creación de climas, con muchas sombras expresionistas, puesta en escena intensa y una capacidad para transformar en ominoso hasta el ventanal más anodino.

 

En 1976 los productores decidieron que transcurriera en la actualidad de su hechura o sea los setenta.

 

Y si la historia no cerraba en tiempos pre-Freudianos, en los setenta post-Freudianos cierra menos. Tampoco funcionan las relaciones entre el personal que puede que fuera ligeramente lógico para un caserón de principios de siglo, pero para los setenta, alejado, pero no aislado de zonas más urbanas suena a despropósito.

 

Obviamente la mudita es Bisset, la anciana es Mildred Dunnock, el hijo con secretaria es Christopher Plummer, la secretaria es Gayle Hunnicutt, el otro hijo, díscolo él, es John Phillip Law y la enfermera es Elaine Stritch, en una de sus participaciones para el cine, la señora fue fundamentalmente un mito teatral en todo su derecho.

 

La película, como adelantamos, es mala. No tan mala como para ser un hito, pero si lo suficientemente mala como para preguntarse ¿Por qué?, ¿con qué necesidad?

Gustavo Monteros

viernes, 11 de diciembre de 2020

¡Ay, ay, ay, ay!


 

Uno de los críticos teatrales de The Guardian dice que un musical es bueno si su libro lo es. No es que la música no importe, pero un buen libro garantiza que un musical perviva mejor que al revés, uno con un repertorio de excelentes canciones insertadas en un obra mediocre.

 

Me he pasado incontables horas discutiéndole en mi cabeza. No es que no le reconozca autoridad al señor que, por ser un crítico en una de las capitales teatrales más activas del mundo, ve casi un centenar (a veces quizá más) de musicales por año.

 

Pero no me gusta darle la razón (o negársela) a nadie sin haberla considerado o analizado antes.

 

El primer problema que uno enfrenta es que, en el cine que se basa en producciones que vienen del teatro, aprendimos a amar musicales que son ejemplares en su perfección (Mi bella dama, Sweet Charity, El violinista en el tejado, Hello, Dolly, más otras con grandes cambios en sus transcripciones cinematográficas como Cabaret, En un día claro se ve hasta siempre y La novicia rebelde). En estos títulos proverbiales hay un equilibrio perfecto entre libro, letras y música.

 

Si quiero darle la razón al señor, elijo Oklahoma y Carrusel. El primero tiene canciones inolvidables que cantaron Dios y María Santísima, con un primer acto atractivo y colorido. Todo parece ir para el lado de la comedia romántica o de costumbre o de personajes, pero cerca del final introduce un personaje nefasto, oscuro y siniestro, como salido de otra obra, que domina el segundo acto en el que hay más drama de sangre que canciones luminosas. Eso quizá haga que nunca pase del primer acto, me da siempre muy pocas ganas de ver el segundo, al que me obligo a ver para tener una perspectiva de toda la obra. Carrusel más que un mal libro, tiene uno con marcada moraleja, que me resulta poco o nada atractivo para seguirlo con fruición, eso sí, la partitura es preciosa, con canciones que también no en vano cantó casi todo el mundo.

Con el cine que filmó musicales del teatro no se me ocurren otros ejemplos.

 

Hasta que llegué a The Prom (bautizada El baile para su estreno). La obra que se estrenó en talleres en el 2016 y en el 2018 en Broadway, no fue hecha en nuestros escenarios y no la conocía ni por disco.

 

La esperaba con ansías porque Netflix y su director/productor Ryan Murphy le habían dado una realización grandiosa y un elenco de excepción. Descansé como un niño porque sabía que cuando me despertara ya estaría disponible. Tanta era mi expectativa. Sin dudas, mi predisposición era la mejor.

 

Y por la mitad le daba la razón al crítico de The Guardian y con creces, hasta le pedía disculpas por haber dudado de sus palabras. El libro es muy bueno, lo musical es, para decirlo amablemente, dudoso.

 

El inicio es promisorio y atrapante. Por un lado, en un pueblito de Indiana, la presidenta de la liga de padres, la Sra. Greene (Kerry Washington) ha conseguido coartarle el baile de fin de curso al director de la secundaria, Hawkins (Keegan-Michael Key) que pretende que sea inclusivo para que la alumna Emma (Jo Ellen Pellman) pueda ir con su novia.

 

Por el otro, dos súper figuras de Broadway, con más ego que cerebro, Dee Dee Allen (Meryl Streep) y Barry Glickman (James Corden) fracasan estrepitosamente con un musical delirante sobra vida y milagro de Eleanor Roosevelt. Terminan la fatídica noche con el “bar tender” de donde recalaron, Trent Oliver (Andrew Rannells) un actor que conoció tiempos mejores y que ahora atiende el bar entre proyectos, y más tarde se les une Angie Dickinson (Nicole Kidman) una corista de toda la vida a la que pasan por alto siempre para cubrir el rol de Roxie Hart en la eterna, por longeva ya, temporada de Chicago.

 

Para mejorar la imagen narcisista de Dee Dee y Barry, buscan una causa noble para capitanear. Se cruzan en Twitter con el revuelo de Emma y hacia allá parten los cuatro en un micro con el elenco de una versión de Godspell cuya gira organiza Trent. Una vez llegados, no todo será tan fácil como imaginaban…

 

No hagamos misterio, Ryan Murphy sabe armar elencos y esta vez no fue la excepción. Meryl está, como acostumbra,  ma-ra-vi-llo-sa, lisa y llanamente. Nos entrega otros dos o tres momentos antológicos para nuestra colección de “escenas inolvidables de Streep”. Todos los demás no le van a la zaga.

 

Me emocioné hasta las lágrimas con la escena de los recuerdos de amores contrariados de Dee Dee (Streep) y Barry (Corden). Kidman y Rannells (que no nacieron con el protagónico sino que llegaron a él) saben hacer reparto y esperar con paciencia sus momentos de lucimiento, sin robar ni interferir las escenas ajenas. Nicole está deliciosa en su escena de chica Fosse y Rannells se luce en el momento en que desarma los argumentos puritanos de los compañeros de Emma.

 

Conmigo todo bien con la parte no musical, disfrutaba los chistes, me emocionaba a tiempo, me sorprendía con las vueltas de argumento, pero por primera vez compartía en los números musicales lo que sienten los que detestan el musical, imploraba que no se pusieran a cantar o bailar (¡yo que creía amar el género por sobre todo traspié!) porque las canciones son HORRIBLES. Y van trabajando por acumulación un hartazgo indigerible. Con las primeras uno se dice, bueno, es mala, pero la letra no tanto, o las melodías son medio berretas pero efectivas. Pero promediando el film se vuelven irremediablemente insoportables. Solo el libro fluido y el encanto imperecedero sobre todo de los cuatro representantes de la comunidad de Broadway hacían que uno no mandara todo al diablo.

 

Cuando la vean ojalá digan que exagero, que las canciones no son tan malas, que alguna que otra se puede rescatar.

 

Yo por mi parte concluyo con que el crítico teatral de The Guardian tenía razón, un musical con canciones espantosas pero con un libro decente puede hasta llegar a ser un film de gran producción con Streep, Kidman y Corden. 

 


Hoy, viernes 11 de de diciembre, a la tarde pude resarcirme del mal gusto que me dejó en la boca The Prom / El baile con la versión de Gypsy filmada en un teatro londinense y protagonizada por Imelda Staunton que ofrece la página The Show Must Go On gratis en YouTube solo por 48 horas. Gypsy pertenece también a la categoría de musical perfecto. Se basa en las memorias de la reina del strip tease, Gypsy Rose Lee. En Gypsy, libro y música se integran para gloria del género, del teatro, de la actuación, porque regala unos cuantos personajes inolvidables por los que los actores son capaces de todo para conseguirlos.

 

Una de cal y una de arena.

 

Una partitura olvidable por lo mala, otra inolvidable por lo excelsa. No siempre se gana, pero con The Prom / El baile ni la magia de Meryl (devolvedora de precios de la entrada si las hay) disimula una ristra de canciones tan maaaalas.

 

Gustavo Monteros