jueves, 19 de octubre de 2017
Aprieto Pausa
con vuestro permiso me voy a tomar una pausa sabática, prometo volver renovado. Gracias y ¡hasta luego!
Gustavo Monteros
jueves, 12 de octubre de 2017
La señora Gump
Hace un tiempo, en
otro día de la madre, por hacerme el gracioso en Facebook, dije que la mejor
madre de todas las del cine era la de Forrest
Gump, más que nada por los favores sexuales que le hace al director para
que su pequeño hijo sea aceptado en la escuela. Este año para una actividad
especial que me pidieron en una escuela, decidí que viéramos con los alumnos
esa inolvidable película de Robert Zemeckis. Antes la reví por mi cuenta para
determinar los puntos del debate y caí en cuenta la magnitud de la grandeza de
esa madre. Con palabras simples, lo provee de una filosofía que hará que
Forrest nunca se sienta una víctima y que fortalezca su autoestima. Repasemos
sus dichos.
Primero el más
famoso: “La
vida es como una caja de bombones, nunca se sabe el que te va a tocar”.
Después, cuando le ponen en las piernas los aparatos
ortopédicos, le dirá: “Por supuesto que todos somos diferentes, Forrest, si Dios
hubiese querido que fuéramos iguales, nos habría puesto a todos aparatos en las
piernas”.
Le enseña que cada vez alguien quiera tratarlo como
tonto, conteste: “Tonto es el que hace tonterías”.
Y en el diálogo final le dirá: “Me estoy muriendo (…)
porque me llegó la hora (…) pero no tengas miedo. La muerte es parte de la
vida. Es algo que nos pasa a todos (…) Tienes que hacer lo mejor con lo que
Dios te ha dado.
La madre de Forrest Gump es lo que es porque la hizo
Sally Field. Siempre le agradeceremos que haya invertido en ella su talento, y
que no haya caído en la tentación de la vanidad. Sally solo tiene 10 años más
que Tom Hanks, y en la película anterior que habían hecho juntos, Punchline (David Seltzer, 1988) por aquí
conocida como La última carcajada,
ella hacía de una ama de casa que requería de la ayuda de un exestudiante de
Medicina devenido cómico de stand-up, no en su mejor momento, el bueno de Tom,
para que la ayude a ser una buena comediante de esa disciplina. Si bien llegaban
solo a ser amigos, había por abajo un romance latente. Y tan solo 6 años
después tenía que pasar de ser un casi interés romántico a madre de su
excompañero, algo que una más que entendible vanidad pudo haber boicoteado. Si
es duro para los hombres correrse del lugar de galán-protagonista a padre o tío
del protagonista, para las mujeres lo es incluso peor.
Cerca de su final, el personaje dice que su destino fue
haber sido madre de Forrest. Algo que cumple con inmensidad. Sally también. Por
su propio bien, nuestro beneplácito y la gloria del cine.
Gustavo Monteros
viernes, 6 de octubre de 2017
jueves, 28 de septiembre de 2017
Si es martes, debe ser Bélgica
El
título debe haberme parecido ingenioso, o me divirtió su idea central (la de un
grupo de turistas confinados en un bus hasta el agotamiento mientras recorren
sin descanso un país tras otro) o mi mente joven inauguraba recuerdos con
facilidad. La cuestión es que mientras muchas otras películas terminaron en el
olvido, que no es más que el fondo de la memoria, esta siempre estuvo viva y
presente.
Y no porque la haya visto muchas veces, un par en cine, una como atracción principal, la otra como relleno, más alguna que otra visión parcial por televisión en esos sábados de matiné, y después se perdió. No llegó a video y no paseó mucho por el cable. (Para los que ven las películas solo una vez, lo que cuento puede que les parezca una exageración de veces, pero un cinéfilo no me juzgará así, sabe que las películas se repiten, al igual que las comidas que disfrutamos, si te gustan, nadie come milanesas solo una vez).
La hicieron en 1969, cuando estaban de moda las películas corales y de episodios. La dirigió Mel Stuart, cuyo único otro mérito es haber dirigido en 1971 la primera versión de Willy Wonka y la fábrica de chocolate con el inolvidable Gene Wilder. O sea no era ni un Robert Altman ni Alan Rudolph, que hicieron unas cuantas películas corales más que estimables. La escribió con más profesionalidad que arte, David Shaw, un prolífico guionista cuyo mayor mérito es haber concebido la idea de A foreing Affair/La mundana, 1948, que dirigió Billy Wilder y que se suponía sería un vehículo de lucimiento de Jean Arthur, pero no, porque estaba también Marlene Dietrich que en plena madurez daba pelea como una recién llegada y se robó la película.
Era también una sátira a la manera en que algunos yanquis hacían turismo. “Conozca 9 países en 18 días a solo $448, 50”.
El contingente estaba integrado por Harve (Norman Fell) e Irma (Reva Rose), señora de colon muy irritable, lo que la convertía en una maníaca del papel higiénico, afición que le contagió al marido, y por huir de una prueba de quesos se subirá por error a un bus de turistas japoneses con un recorrido similar aunque no igual al que pertenecía, y las veces que se cruce a la distancia con su marido, lo verá en situaciones “supuestamente” comprometidas con otras mujeres.
Jack Harmon (Michael Constantine) es un solterón sobreviviente a la Segunda Guerra Mundial ansioso por visitar de nuevo los sitios que conoció en combate y reencontrarse quizá con su novia de guerra, Gina (Marina Berti). Constantine es un actor astuto, sugiere que su personaje en un gay enclosetado, partiendo del dato que no puede superar la obsesión por la perdida mujer “ideal”.
John Marino (Sandy Baron) es un hombre de ascendencia italiana que quiere conocer a sus parientes, en Venecia huirá de una boda imprevista con una adolescente linda pero obesa a la que lo quieren someter por la ventana de un baño cayendo en pleno canal, y en Roma se hará negar ante una prima insistente, a la que finalmente conocerá cuando trepa al bus camino del aeropuerto y que resulta ser nada más ni nada menos que una Virna Lisi, fogosamente afectuosa, de quien, claro, no debió negarse.
Fred (Murray Hamilton) al contrario de su esposa, Edna (Peggy Cass) tiene tantas ganas de hacer este tour como de domar leones en celo, pero acepta hacerlo porque quiere alejar a su apasionada hija adolescente, Shelly (Hilary Thompson) de un novio más que predispuesto al sexo.
Demás está decir que Shelly conocerá en el tour a Bo (Luke Halpin, que no es otro que uno de los pibes de la serie Flipper, convenientemente crecido, of course) un activista político, que en una escapada la llevará a una soporífera reunión (soporífera de sopor de alcohol y drogas, se supone) en la que un siempre saludable Donovan canta una canción en mi opinión horrible.
Bert Greenfield (Marty Ingels) va en viaje sexual, se conformará con sacar fotos y filmar a deslumbrantes señoritas, como mandaba la moda o la posibilidad de la época, el humor radicaba en la frustración sexual, piénsese en la picaresca de Olmedo y Porcel durante la dictadura, se suponía “gracioso” que estos personajes no concretaran sus ambicionados celos amatorios.
Dos viudas muy desaprovechadas Freda (Pamela Britton, una buena comediante que no podría desarrollar todo su potencial porque moriría prematuramente por culpa de un tumor cerebral en 1974) y Jenny Grant (la inmensa Mildred Natwick, que venía de reverdecer fama y lograr nominaciones con su gloriosa participación en Descalzos en el parque (Gene Saks, 1967).
Harry Dix (Aubrey Morris) es un cleptómano que arranca con un valijón vacío que ira llenando de recuerdos arrebatados en hoteles y restaurantes, cleptomanía que permitirá en los títulos finales un gag muy logrado con el infaltable The end.
Y last but not least, not in the least, Samantha Perkins, vendedora de una tienda que se embarca en este viaje para pensar en si quiere casarse con George (Frank Latimore) y que tras rechazar todos los avances del mujeriego guía, Charlie Cartwright, caerá finalmente en sus brazos en la última parada, Roma, donde deberá decidir si se queda con Charlie o si vuelve a la tienda. Como Samantha está Suzanne Pleshette, una hermosa mujer de ojos pícaros y deslumbrantes que era por entonces omnipresente en toda comedia que se precie. Y como Charlie está Ian McShane, talentosamente impecable como siempre.
Y no porque la haya visto muchas veces, un par en cine, una como atracción principal, la otra como relleno, más alguna que otra visión parcial por televisión en esos sábados de matiné, y después se perdió. No llegó a video y no paseó mucho por el cable. (Para los que ven las películas solo una vez, lo que cuento puede que les parezca una exageración de veces, pero un cinéfilo no me juzgará así, sabe que las películas se repiten, al igual que las comidas que disfrutamos, si te gustan, nadie come milanesas solo una vez).
La hicieron en 1969, cuando estaban de moda las películas corales y de episodios. La dirigió Mel Stuart, cuyo único otro mérito es haber dirigido en 1971 la primera versión de Willy Wonka y la fábrica de chocolate con el inolvidable Gene Wilder. O sea no era ni un Robert Altman ni Alan Rudolph, que hicieron unas cuantas películas corales más que estimables. La escribió con más profesionalidad que arte, David Shaw, un prolífico guionista cuyo mayor mérito es haber concebido la idea de A foreing Affair/La mundana, 1948, que dirigió Billy Wilder y que se suponía sería un vehículo de lucimiento de Jean Arthur, pero no, porque estaba también Marlene Dietrich que en plena madurez daba pelea como una recién llegada y se robó la película.
Era también una sátira a la manera en que algunos yanquis hacían turismo. “Conozca 9 países en 18 días a solo $448, 50”.
El contingente estaba integrado por Harve (Norman Fell) e Irma (Reva Rose), señora de colon muy irritable, lo que la convertía en una maníaca del papel higiénico, afición que le contagió al marido, y por huir de una prueba de quesos se subirá por error a un bus de turistas japoneses con un recorrido similar aunque no igual al que pertenecía, y las veces que se cruce a la distancia con su marido, lo verá en situaciones “supuestamente” comprometidas con otras mujeres.
Jack Harmon (Michael Constantine) es un solterón sobreviviente a la Segunda Guerra Mundial ansioso por visitar de nuevo los sitios que conoció en combate y reencontrarse quizá con su novia de guerra, Gina (Marina Berti). Constantine es un actor astuto, sugiere que su personaje en un gay enclosetado, partiendo del dato que no puede superar la obsesión por la perdida mujer “ideal”.
John Marino (Sandy Baron) es un hombre de ascendencia italiana que quiere conocer a sus parientes, en Venecia huirá de una boda imprevista con una adolescente linda pero obesa a la que lo quieren someter por la ventana de un baño cayendo en pleno canal, y en Roma se hará negar ante una prima insistente, a la que finalmente conocerá cuando trepa al bus camino del aeropuerto y que resulta ser nada más ni nada menos que una Virna Lisi, fogosamente afectuosa, de quien, claro, no debió negarse.
Fred (Murray Hamilton) al contrario de su esposa, Edna (Peggy Cass) tiene tantas ganas de hacer este tour como de domar leones en celo, pero acepta hacerlo porque quiere alejar a su apasionada hija adolescente, Shelly (Hilary Thompson) de un novio más que predispuesto al sexo.
Demás está decir que Shelly conocerá en el tour a Bo (Luke Halpin, que no es otro que uno de los pibes de la serie Flipper, convenientemente crecido, of course) un activista político, que en una escapada la llevará a una soporífera reunión (soporífera de sopor de alcohol y drogas, se supone) en la que un siempre saludable Donovan canta una canción en mi opinión horrible.
Bert Greenfield (Marty Ingels) va en viaje sexual, se conformará con sacar fotos y filmar a deslumbrantes señoritas, como mandaba la moda o la posibilidad de la época, el humor radicaba en la frustración sexual, piénsese en la picaresca de Olmedo y Porcel durante la dictadura, se suponía “gracioso” que estos personajes no concretaran sus ambicionados celos amatorios.
Dos viudas muy desaprovechadas Freda (Pamela Britton, una buena comediante que no podría desarrollar todo su potencial porque moriría prematuramente por culpa de un tumor cerebral en 1974) y Jenny Grant (la inmensa Mildred Natwick, que venía de reverdecer fama y lograr nominaciones con su gloriosa participación en Descalzos en el parque (Gene Saks, 1967).
Harry Dix (Aubrey Morris) es un cleptómano que arranca con un valijón vacío que ira llenando de recuerdos arrebatados en hoteles y restaurantes, cleptomanía que permitirá en los títulos finales un gag muy logrado con el infaltable The end.
Y last but not least, not in the least, Samantha Perkins, vendedora de una tienda que se embarca en este viaje para pensar en si quiere casarse con George (Frank Latimore) y que tras rechazar todos los avances del mujeriego guía, Charlie Cartwright, caerá finalmente en sus brazos en la última parada, Roma, donde deberá decidir si se queda con Charlie o si vuelve a la tienda. Como Samantha está Suzanne Pleshette, una hermosa mujer de ojos pícaros y deslumbrantes que era por entonces omnipresente en toda comedia que se precie. Y como Charlie está Ian McShane, talentosamente impecable como siempre.
Para hacer más atractiva la propuesta hay cameos o brevísimas
participaciones de encumbradas estrellas como Joan Collins, Robert Vaugh, John
Cassavetes, Elsa Martinelli, Ben Gazzara, Anita Ekberg, Catherine Spaak, Senta
Berger y la nombrada Virna Lisi.
Dejo
afuera de esta lista al hombre que tal vez hizo que no olvidara jamás esta
comedia más amable que graciosa, Vittorio de Sica, a quien por entonces veneraba
con cada cosa suya que conocía, tanto como actor como director. Aquí hace de un
zapatero veneciano que no sabe una palabra de inglés y que recibe a un cliente
yanqui que no sabe una palabra de italiano. El yanqui quiere zapatos a medida
de color tostado, “tan” en inglés, el zapatero terminará creyendo que pide
zapatos a dos colores, marrón y blanco. El honor de codearse con De Sica le
tocará a Murray Hamilton, que ya había pasado a la historia del cine como el Sr
Robinson, el marido del personajes de Anne Bancroft en El graduado (Mike Nichols, 1967) y que ratificaría su historicidad
como el alcalde del pueblo atacado por el escualo en Jaws/Tiburón (1975) de un tipo sin ningún talento para el cine, un
tal Steven Spielberg.
Eso sí, no era gratuito que el guionista David Shaw
fuera tan prolífico, si bien este trabajo no es el colmo de la brillantez, por
aquí y por allá, hay alguna que otra línea feliz. Ejemplo, el guía presenta el
paseo por Londres de la siguiente manera: “World Wind Tours se enorgullece en
presentar dos mil años de historia británica, así que intenten no cabecear o se
perderán un siglo”.
Tampoco
fui el único en no olvidar esta película. En 1971, en el documental que ganó el
Óscar The Hellstrom Chronicle/Los
herederos de la Tierra sobre la lucha de los insectos por quedarse con el
planeta, se usan escenas de Si es martes…
para ejemplificar (¿?) Y en 1987, casi 20 años después del original, la
televisión hizo un film que en algunos países se pasó en el cine, If it’s Tuesday, it still must be Belgium o
sea Si es martes, todavía debe ser
Bélgica con Claude Atkins, Courteney Cox, Peter Graves y Lou Jacobi entre
otros. Y en la serie de dibujos animados Captain
Planet and the Planeteers, que se emitió entre 1990 y 1996, hubo un
episodio en 1992 que se llamó If it’s
Doomsday, this must be Belfast, o sea, Si
es el Día del Juicio Final, debe ser Belfast.
Ah, y una línea del diálogo fue premonitoria. En una
de las discusiones entre Samantha y Charlie, Suzanne Pleshette, que ya no está entre nosotros, se hizo
eterna en 2008, le dice al personaje de Ian McShane: “¿Cuánto crees que va a
durar tu encanto de grandulón?”, a lo que él responde: “El resto de mi vida si
tengo suerte”. La tuvo, el inglés, que en estos tiempos protagoniza la serie American Gods, tiene 135 proyectos en su
haber y sigue tan pagador del tiempo invertido en su persona como el primer
día.
Gustavo Monteros
Si es martes, debe ser Bélgica puede verse en Qubit.com
Si es martes, debe ser Bélgica puede verse en Qubit.com
Etiquetas:
David Shaw,
Ian McShane,
Mel Stuart,
Michael Constantine,
Mildred Natwick,
Murray Hamilton,
Suzanne Pleshette,
Virna Lisi,
Vittorio De Sica
jueves, 21 de septiembre de 2017
Las películas llegan de todas partes
El artículo parecía estar tan lejos del cine como yo
de bailar bien el Cascanueces. Su
titulo era “El macrismo, entre la realidad y la fábula”, lo firmaba Ricardo
Forster y aparecía en el ejemplar de Página 12 del miércoles 13 de septiembre
de 2017.
Creía, y no me equivocaba, que se trataba sobre el azoramiento que nos
provoca esta realidad. Para los que podemos ver lo que nos sucede y lo que nos
pasó sin prejuicios, sin odios ni preconceptos, algunas respuestas sociales nos
dejan estupefactos. El gobierno pasado sin ser perfecto, ejemplar, utópico o un
nuevo siglo de Pericles, nada de ello, fue, objetivamente, sin duda ni
discusiones, el que más hizo por la gente, así en general, en estos últimos
tiempos. Acrecentó derechos, superó precariedades, calentó la economía, nos
quitó el peso de la deuda externa con el consiguiente alivio, libertad e
independencia que eso genera, y mejoró la distribución, lo que siempre desata
el odio furibundo de los quieren que el mundo sea desigual e injusto. El actual
gobierno, en cambio, pasará a la historia como uno de los peores. No lograron
ninguna de la habituales ambiciones neoliberales, empeoraron los índices
económicos que tanto criticaban y no pasa día en que no quiten un derecho, una
mejora social, una ventaja conseguida. De nuevo, también, objetivamente. Repetiré
hasta el hartazgo que la política no es, como engaña el noeconservadurismo
vigente, algo sujeto a la emoción o a la creencia, no, la política es una
actividad objetiva, tal o cuál gobierno toman medidas que te favorecen o te
perjudican según donde estés parado y punto.
Y es lógico que uno espere que se defiendan las
gestiones que te mejoraron la vida. Pero no, con argumentos ficcionales, con
consignas de predicador evangélico, se consigue que ciudadanos perjudicados
directamente, en carne propia, por las medidas neoliberales sean fervorosos
defensores del látigo que los azota. De ahí la estupefacción, el azoramiento, y
nos explicamos cómo podemos semejante
anomalía, desmenuzamos los alcances de la post-verdad, y como ya eso no nos
alcanza para abarcar la desmesura de este absurdo, progresamos con otras
teorías, para mitigar la tristeza o la desesperación.
Y sí, el artículo iba para ese lado, a poco de la
introducción pide el auxilio del filósofo esloveno Slavoj Zizek, quien para mi
sorpresa ilustrará su pensamiento con una película. ¡Protagonizada por Charles
Bronson! Mi curiosidad iba pareja a mi
perplejidad. En estos días no hago más que cruzarme con Charles Bronson. Se
reeditan sus grandes éxitos en Blu-Ray o se los ofrece en las plataformas de
contenidos o los clientes de las páginas de descargas los solicitan. No es que
se haya desatado una Bronsonmanía, pero yo al menos notaba una concurrencia de
su imagen por los lugares que frecuento. No me detendré más en el artículo de
Forster, recomiendo su lectura, y sin más preámbulos me adentraré en la
película elegida por Zizek para contrastar realidad y fábula.
Se trata de un western atípico en la carrera de
Bronson y en la historia del género. Se tituló From noon till three (Sucedió
entre las 12 y las 3), es de 1976 y fue escrita y dirigida por Frank D.
Gilroy, basándose en su propia novela.
La recordaba vagamente, más como una decepción que por
sus valores, porque la había visto por primera vez en una matiné del Select, y
en aquella tarde los espectadores, por el protagonista, esperábamos más una de
tiros que una comedia sofisticada.
Ahora reviéndola parecería un proyecto de amor para
Jill Ireland, la esposa en la vida real de Bronson, la mujer de su vida a decir
verdad. Hasta la temprana muerte de ella, no se separaron. Se habían conocido
muchos años antes de que él lograra un estrellato tardío en Europa. Fueron
presentados por el primer marido de Ireland, el rubio David McCallum durante el
rodaje de El gran escape, (John
Sturges, 1963), film protagonizado por James Garner, Richard Attenborough y
Steve McQueen, en el que McCallum y Bronson también participaban.
Al convertirse Bronson en estrella con Adiós al amigo (Jean Herman, 1968) con
Alain Delon de co-protagonista y con Érase
una vez en el Oeste (Sergio Leone, 1968), Jill Ireland pasó a ser la
primera actriz de todos los vehículos de lucimiento para Bronson que se
sucedieron. Pasó más que nada, según la misma Jill Ireland, porque ninguna
actriz quería trabajar con Bronson. Puede que fuera cierto con las actrices yanquis
snobs que no fueran Linda Cristal (Mister
Majestyk, Richard Fleisher, 1974), Hope Lange (El vengador anónimo / Death wish, Michael Winner, 1974), Lee Remick
(Telefon, Don Siegel 1977) o Kim
Novak (El búfalo blanco, J. Lee
Thompson, 1977). Algunas europeas tampoco tenían ningún problema, Liv Ullman
fue su primera actriz en De la part des
copains / Los compañeros del diablo (Terence Young, 1970), Ursula Andress
hizo lo propio en El sol rojo
(Terence Young, 1971), la inglesa Jacqueline Bisset en St.Ives (J. Lee Thompson, 1976) y Dominique Sanda en Caboblanco (J. Lee Thompson, 1980). Y no
incluyo a Marlène Jobert en esta lista porque prácticamente cimentaron con
Bronson sus estrellatos al mismo tiempo en El
pasajero de la lluvia (René Clement, 1970).
Como sea, este film le permite a Jill Ireland un
amplio lucimiento y hasta canta la bellísima y pegadiza canción Hello and
Goodbye compuesta especialmente por Elmer Bernstein (música) y Alan y Marilyn
Bergman (letra). Independiente de que lo fuera o no, Frank D. Gilroy aseguró
que Bronson estaba muy entusiasmado. El personaje le permitía parodiar al tipo
de héroe que lo había hecho famoso y mostrarse más como era en realidad, un
tierno, manso, afectuoso, romántico, gracioso y locuaz. Frank D. Gilroy confesó
también que le gustaba que fueran un matrimonio bien avenido en la vida real. Dijo:
“No sé qué es lo que ustedes comparten, pero eso, sea lo que sea, se refleja en
la pantalla.”
Al revés de Zizek y Forster que se la pasan
espoliando, referiré poco del argumento para no aguar placeres y sorpresas.
Graham (Bronson) es una maleante que elige quedarse en la apartada casa de la recién conocida viuda
Amanda (Jill Ireland) mientras sus secuaces roban el banco del pueblo. Graham y
Amanda compartirán tres horas de escaramuzas, sexo, romance y ternura. Una
separación se impone y Amanda alcanzará fama y fortuna escribiendo con detalle,
imaginación y mucho adorno lo que sucedió en aquellas tres horas. Cuando él
regrese, ella no querrá saber nada porque un reencuentro arruinará la idealizada
cumbre de amor que ha creado.
Como se aprecia, el contraste entre verdad-ficción,
realidad-mito, hecho-idealización es el eje del relato, de allí que sea
recuperado del olvido por los filósofos. No es que se deliraron a
sobreimprimirles teorías a Mingo y Aníbal
contra los fantasmas (Enrique Carreras, 1985) por ejemplo. Algo lícito por
otra parte, uno puede adentrarse en el misterio de vida y muerte en La sonrisa de mamá (Enrique Carreras,
1972), por cierto, pero no es el caso.
Como a muchos, las películas marcaron mi vida y son mi
delito y mi vicio. Las hallo hasta donde menos las busco, por eso digo que me
llegan desde todos lados. Que sigan llegando, nunca dejaré de darles la
bienvenida.
Gustavo Monteros
From Noon till Three puede verse en Qubit.tv
From Noon till Three puede verse en Qubit.tv
jueves, 14 de septiembre de 2017
De ladrones, lingotes y Mini Coopers
Como dije por ahí, a esta altura ya habría que
declarar a Michael Caine Patrimonio Cultural de la Humanidad. El hombre es como
un Faro de Alejandría que ilumina nuestras conductas con la severidad y la
piedad de un humanista curtido.
Y al igual que todos los que han estado en el mundo del
cine el tiempo suficiente ha visto producirse remakes de sus películas más
emblemáticas. Se rehacen porque son buenas, pero sobre todo porque ellos
estuvieron allí. Caine ya vio que reformularon su Alfie, su Gambit, su Get Carter, él mismo revisitó su Sleuth ahora como el viejo con
Jude Law, que fuera el nuevo Alfie,
en el papel que él antes había interpretado junto a Laurence Olivier.
Los que nos criamos con él, los que seguimos su
carrera primero en tardes de matiné, atesoramos su cuarto opus de 1969 (el
señor estaba en el apogeo de su carrera y corría de film a film) The Italian Job con dirección de Peter
Collinson. Un trabajo en Italia se la
bautizó por aquí y no la olvidamos más. La recordamos con detalle en aquellas
épocas en que no había ni siquiera un ahora antediluviano video para verificar
su existencia. Incluso si se la ve ahora después de tanta parafernalia que
anestesió la capacidad de asombro, deslumbra, imagínense lo que era para una mente
casi virgen en una siesta robada o escabullida.
Charlie Croker (Michael Caine) sale de la cárcel y la
viuda de Beckerman (Rossano Brazzi en corta y fulgurante aparición) le cede la
idea para un golpe genial. Como necesita financiación busca el mecenazgo de Mr.
Bridger (Noël Coward) distinguidísimo jefe del hampa que conoció en la cárcel.
Junta un equipo de siete secuaces, entre los que se distinguen un ascendente
Benny Hill y un muy incipiente Robert Powell, tan tímido que parece pedirle
permiso a la cámara para cruzarse delante de ella. El atraco será en Turín y el
botín unos cuantos, muchos, lingotes de oro. Y no solo deberán sortear a la
policía sino también a la mafia, comandada por Altabani (Raf Vallone).
Dos elementos alborotaron nuestra imaginación: el uso (o
el abuso) en el escape de unos fabulosos Mini Cooper y un final, insidioso como
pocos. El final en realidad era una trampa que prefiguraba una secuela, que
como nunca se hizo nos permitía discutir si se salían o no con la suya.
Entre las curiosidades que oculta toda película, hoy
sabemos que no les dieron ni un solo Mini Cooper, aunque el film los glorifica,
y en cambio Fiat cedió todos los otros autos que aparecen y hasta ofrecieron
capital si en la fuga reemplazaban a los Mini Cooper, propuesta no aceptada por
la producción, porque el film entre otras cosas era también sobre el orgullo
inglés. En tiempos pasados, hasta los productores eran idealistas… en estas
contemporaneidades tan cínicas hasta le hubieran cambiado el Italian del título por The Fiat Job.
Ni soy el único que quiere que Michael Caine sea
patrimonio de la humanidad, ni fui el único niño con mente impresionable en
matinés iniciáticas, este Trabajo en
Italia tenía destino de revisión y remake.
Gracias a los dioses del cinematógrafo, más que una
remake produjeron una reformulación. Dejaron eso sí los rasgos distintivos: el
atraco en la calle, el oro y la fuga en Mini Cooper. Todo lo demás lo cambiaron
e hicieron bien, porque ahora se pueden ver una a continuación de la otra sin
que se vislumbren las sorpresas y con una
apreciación mejor de las diferencias.
Este nuevo The
Italian Job es de 2003, se bautizó aquí como La estafa maestra y la dirigió F. Gary Gray.
Estamos a fines del siglo XX y la banda, integrada por
Jason Statham, Edward Norton, Seth Green y Mos Def (ahora actúa con el nombre
de Yaslin Bey) comandados por Mark Wahlberg y apadrinados por Donald
Sutherland, acomete con éxito un robo de lingotes de oro en la siempre
fotogénica Venecia. Hay una traición y una venganza se impone. Años después, en
2003, con la participación añadida de Charlize Theron y un musculosísimo (no es
exageración) Franky G, la banda intentará recuperar el oro en las calles de la
siempre pujante Los Ángeles. Habrá sorpresivas vueltas de trama que volverán
apasionante la visión, que no en vano el decálogo del género de robos y
ladrones prescribe alteraciones e improvisaciones sobre los planes perfectos
que nos hicieron conocer.
La derecha, por desgracia el status quo mundial más
constante, concibe las peores penas por los delitos contra la propiedad, a
pesar de esto, o gracias a esto, nos deleitan los cuentos de robos e hinchamos
siempre por que triunfen los ladrones, puede que moralmente esté mal, pero como
somos más los que no somos dueños de bancos, la presunta inmoralidad no nos
restringe el gozo.
Gustavo Monteros
The Italian Job puede verse en Netflix. Y La estafa
maestra puede verse en Qubit.tv
Etiquetas:
Benny Hill,
Charlize Theron,
Donald Sutherland,
Jason Statham,
jude law,
Mark Wahlberg,
Michael Caine,
Mos Def,
Noel Coward,
Robert Powell,
Seth Green
jueves, 7 de septiembre de 2017
De padres e hijos
Si alguna vez se inaugura el nicho de Películas para
el Día del Padre en el cable, en ciclos de cine o en reediciones especiales de
DVDs y Blu-Rays, este film figuraría entre los infaltables. Por los nombres
involucrados en el proyecto y porque pocas películas tienen en su epicentro la
relación padre-hijo con tanta precisión y claridad. Dado que más allá de la
trama policial, el film se centra en cómo ser padre o en cómo ser hijo, que no
hay una cosa sin la otra.
Jessie (Sean Connery) es un irlandés que, terminada la
Segunda Guerra Mundial, se instala con una esposa napolitana en la siempre
mítica New York. Comenzará rompiéndose el lomo, pero como astucia y calle no le
faltan, se entregará después a una vida de delincuencia, en la que no habrá
robo ni estafa que le quedarán por probar. Iniciará en esta vida a su hijo,
Vito (Dustin Hoffman) quien, tras ser atrapados y pasar un tiempo en la cárcel,
decidirá abandonarla para siempre. Vito se casará, se convertirá al judaísmo, pondrá
un negocio “honesto” y luchará para que su hijo, Adam (Matthew Broderick) sea
“recto”. Pero Adam tiene más sangre de su abuelo que de su padre, y después de
abandonar un futuro universitario brillante traerá a la familia un ardid con
robo “que no puede fallar”. Pero en las tramas de robo, el diablo, la
casualidad o el destino meten baza, y los planes no siempre salen según lo
acordado.
El maestro Sidney Lumet sabía tomarle el pulso a los
tiempos. En los cincuenta, cuando comenzó su carrera, hubiera tratado este material
como un gran drama y no hubiera parado hasta acercarlo a la tragedia, pero como
estamos en 1989 decide tratarlo con ligereza, con la filosofía que la historia
le adjudica al personaje de Connery, o sea, las cosas son como son, hay buenas
y malas, la vida fluye y la muerte es solo un paso, y sobre todo: No cometás el
delito si no estás dispuesto a pagar años de prisión si te agarran.
Connery y Broderick están deliciosos en clave menor y
contrastan armoniosamente con la intensidad de Hoffman. Lumet era también
magistral dirigiendo actores y se le nota dicha sabiduría al incluirlo a
Hoffman en este personaje. Hoffman es muy competitivo, trata de quedarse
siempre con la escena, desplazar de la luz a sus compañeros, y cuánto más
estelares son, más ganas de relegarlos le agarran. Es como si no pudiera
evitarlo. Al igual que los viejos divos teatrales no tiene paz hasta que no
opacar a quienes están en escena con él. Aquí elige la intensidad, cuando más
leves son sus compañeros, más reconcentrado se pone Dustin. Pero Lumet le ha
dado el personaje ideal para hacer eso y no quedar expuesto. Y de paso conmover
mucho.
Porque el personaje de Hoffman se equivoca
permanentemente. No sabe ser padre, no sabe ser hijo. Su error trágico es haber
olvidado los valores del hampa y haberlos reemplazados por los de la clase
media. Otro irlandés, el genial George Bernard Shaw, en más de una
extraordinaria obra de teatro, expuso la siguiente contradicción ética. La
clase media confunde valores con prejuicios, y contribuye a la vida social con
más hipocresías que las otras clases, más atentas a sus necesidades y a cómo
defenderlas.
En esta etapa de su carrera, Lumet llamaba a
compositores de Broadway para las bandas sonoras, en este caso a Cy Coleman (Sweet Charity entre otros hitos del
teatro musical) quien entrega temas muy “show”, muy teatrales que ironizan
trama y personajes y dan un original respiro a tanto violín lloroso.
Los velatorios que jalonan la trama de tan irlandeses casi
hasta dan ganas de morirse para tener uno así.
Negocios de Familia / Family
Business cuenta con guión de Vincent Patrick, sobre su propia novela, y se
halla en la plataforma de contenidos Netflix. Entre tanta oferta puede pasar
desapercibida, no lo merece.
Gustavo Monteros
jueves, 31 de agosto de 2017
Fuego de dragón
No hay comparación
posible. Porque el mundo avanza y crea situaciones inéditas. Con cada avance.
Si se piensan en símiles, podríamos decir La
Llegada del Hombre a La Luna, la Final de Tal o Cual Mundial, el Combate por el
Título de tal o cual categoría boxística o el Titanic de James Cameron.
Pero cuando se
produjo la llegada a la Luna, los habitantes eran menos. Y pobres, ineficaces y
locales los medios de comunicación. Más de uno de esos pocos habitantes ni se
enteró. Ante las proezas deportivas, no todos son aficionados. Muchos mueren
por el fútbol o el box, pero no todos. Y ante el Titanic de James Cameron, no todos la vieron en menos de una
semana, no, tardaron un par de meses, o cuatro, o seis.
Entre el domingo 27
de agosto y el lunes 28 de agosto de 2017, todo
el planeta vio el capítulo final de la temporada 7 de Games of Thrones.
Todo el planeta,
dije, no todos los habitantes del planeta, porque hay quienes no ven GOT, los
menos, que igual lo padecen o lo ven por interpósita persona.
Pero aunque
descontemos a quienes Westeros les da lo mismo, no está mal decir que todo el
planeta vio el Episodio 7 de la Temporada 7. Una locura. Todo un planeta
pendiente de la cumbre de las reinas Cersei y Daenerys y sus adláteres.
Piénsenlo un segundo
y se maravillarán como yo: en menos de 24 horas, todo el planeta estuvo
pendiente del destino de un puñado de personajes DE FICCIÓN.
Se dice que a fines
del siglo XIX los lectores de Dickens contaban las horas para la llegada del periódico
con el nuevo capítulo de la novela que escribía. Dos lados de un océano se
unían en el desvelo por los aconteceres del pequeño Oliver Twist. Pero eran solo un par de países, con bastantes
habitantes sí, pero solo un par de países, Inglaterra y los Estados Unidos. Es
lo único que se me ocurre para comparar el fervor que desata GOT.
Muchas series fueron
universalmente consumidas y alabadas, pero no en simultáneo. No, con días o meses
de separación, todos supieron la pirueta final de Tony Soprano o la de Walter
White, para mencionar dos ejemplos, más o menos cercanos, que me interpelan.
Ojo, soy un seguidor
de GOT, pero no uno ferviente e incondicional. Tuve mis reparos ante muchos
efectos berretas, vueltas de tuerca caprichosas o resoluciones no implausibles
sino directamente imposibles. Y me enojó más de una vez la muerte gratuita de
un personaje necesario, que hubo después que resucitar, porque las novelas
avanzan por construcción, no por la destrucción infantil para provocar
sorpresas que conducen siempre a callejones sin salida.
Bah, me interesa,
pero no ando rumiando durante la semana los avatares del capítulo anterior.
Pero ante la inmensidad de su alcance, me
alegra participar del fenómeno. De ciencia ficción, podría decirse. En las
películas solo las invasiones extraterrestres unen a todo el planeta.
Entre el domingo y el
lunes, nos unió el fuego de un dragón. O de dos, que son tres. Y no fue cuento,
fue de verdad. De esas verdades que se solo se hallan en los cuentos.
Gustavo Monteros
miércoles, 23 de agosto de 2017
Sing it for Mamma!
Se
dice que en el mundo del espectáculo hay una maldición para los dúos cómicos,
que conocerán fama y fortuna, que tendrán todxs lxs compañerxs de cama que
quisieran, que se llenarán libros que alabarán la buena química que mantenían
entre ellos, pero que pasado cierto tiempo, por los girones de ego puesto en
juego, por las inclinaciones de destruir lo bueno que a veces no podemos
controlar, todo dúo cómico o musical terminará a las patadas.
Todos los anales de la historia del espectáculo mundial parecen dar cuenta y razón de la maldición. Algunos terminaron apenas mal, los menos. Los más, al borde del asesinato.
Dean Martin y Jerry Lewis lejos de ser la excepción fueron un ejemplo paradigmático de las separaciones conflictivas. Con el tiempo aprendieron a decir palabras amables del otro, pero se sentían más civilizadas que sinceras. Ahora que la eternidad los ha unido ¿limarán diferencias?, ¿sanarán los egos heridos?, o ¿se mantendrán tan alejados uno del otro como el Cielo lo permita?
Para nosotros siempre estarán juntos, en perfecta sintonía para divertirnos. Es la tiranía del espectador, fija aquello que lo hace feliz y si es un suplicio para los actores, se desentiende, su felicidad está primero.
Más de una vez, más de un par de histriones se reunieron “a pedido del público” para sonreír en escena y sangrar en los camarines.
Que también hay lágrimas en el glamur…
Gustavo Monteros
Todos los anales de la historia del espectáculo mundial parecen dar cuenta y razón de la maldición. Algunos terminaron apenas mal, los menos. Los más, al borde del asesinato.
Dean Martin y Jerry Lewis lejos de ser la excepción fueron un ejemplo paradigmático de las separaciones conflictivas. Con el tiempo aprendieron a decir palabras amables del otro, pero se sentían más civilizadas que sinceras. Ahora que la eternidad los ha unido ¿limarán diferencias?, ¿sanarán los egos heridos?, o ¿se mantendrán tan alejados uno del otro como el Cielo lo permita?
Para nosotros siempre estarán juntos, en perfecta sintonía para divertirnos. Es la tiranía del espectador, fija aquello que lo hace feliz y si es un suplicio para los actores, se desentiende, su felicidad está primero.
Más de una vez, más de un par de histriones se reunieron “a pedido del público” para sonreír en escena y sangrar en los camarines.
Que también hay lágrimas en el glamur…
Gustavo Monteros
Más que casi, completamente...
A Gene Kelly le quedaba corto hasta el CinemaScope, no idolatrarlo no era una opción, no se ganaba nuestra admiración, la arrebataba y no es como dice en esta canción inolvidable, con él no había un"casi" sino un "completamente" (y por siempre jamás)
miércoles, 9 de agosto de 2017
Barbara Cook y su Porgy and Bess
Dice el diccionario de la Real Academia que tour
de force es una “expresión francesa que significa
‘acción difícil cuya realización exige gran esfuerzo y habilidad’ y
‘demostración de fuerza, poder o destreza’.
Si hay una tour de force ejemplar
y perfecta, es lo que hace Barbara Cook con este medley o popurrí de Porgy and Bess de George Gershwin.
Digamos lo obvio y pasemos a
otro tema, Gershwin fue un genio y no menos genial fue su Porgy and Bess. Como buen hombre de teatro le dio a cada personaje
su idiosincrasia, vocal y medular. Y por supuesto, pensó en las capacidades,
tesituras y modulaciones de distintos intérpretes para llevarlas a cabo. Porgy
debe ser un bajo o barítono, Bess, una soprano, y cubrir todo el espectro que
falta (mezzo, tenor, contralto) los personajes secundarios que no por ser
coprotagónicos tienen canciones menos bellas que los dos principales del
título.
A lo que voy es que cada
personaje tiene no solo una tesitura adjudicada sino un determinado nivel de
dificultad a enfrentar. Cuando uno o dos intérpretes cantan toda la partitura
de Porgy and Bess (hay varios
ejemplos) tienden a aplanar las dificultades mencionadas ajustándolas a su tipo
de voz y su habilidad musical. Barbara Cook, no. Abraza todas las dificultades
de la partitura, de los tipos de voz, de los malabarismos vocales y las saca
adelante. No, bah, no las saca adelante, las vuelve belleza con la naturalidad
que solo da el talento, como si no le costara nada, como si todo fuera abrir la
boca y cantar. Te extrañaremos, Barbara.
Gustavo Monteros
Suscribirse a:
Entradas (Atom)