jueves, 9 de enero de 2014

El tango de la guardia vieja




Arturo Pérez-Reverte es un novelista generoso. (Generoso porque está más interesado en contar historias que en mirarse el ombligo). Y soy su lector más o menos fiel (leí con gran placer El húsar, El maestro de esgrima, El club Dumas, La piel del tambor, La carta esférica, La reina del sur, La sombra del águila, Un asunto de honor, Territorio Comanche y toda la saga del capitán Alatriste; leí con menos gusto El pintor de batallas y El asedio; me debo Cabo Trafalgar (demasiados barcos) y Un día de cólera (no sé, El asedio me dejó agotado). Soy muy infiel con su trabajo de no-ficción (perdón Arturo, creo que me interesa más el novelista que el hombre detrás del novelista).


Pérez-Reverte es uno de los pocos grandes autores en honrar el novelón, el folletín, el page-turner (el libro imposible de abandonar, del que siempre queremos leer una página más). No en vano ¿sus modelos?, ¿sus influencias? son Dumas, las historietas, las películas.



El tango de la guardia vieja es un libro ideal para este caluroso y sofocante verano porque a la segunda página ya no recordamos que hace calor. Hay tres nudos argumentales. El primero transcurre en 1928 en un transatlántico primero y en la ciudad de Buenos Aires (con sus grandes hoteles, pensiones piojosas y tugurios tangueros) después y hace pie en el desafío entre dos músicos. El segundo transcurre en Niza durante la Guerra Civil Española, el fascismo italiano y el ascenso del nazismo y se centra en un asunto de espías. El tercero transcurre en Sorrento en los años sesenta y se enrosca en una partida de ajedrez, sus circunstancias y sus consecuencias. A estos nudos argumentales los atan y desatan un ladrón elegante que es a veces también un gigoló algo pacato y una femme no tan fatale, por suerte, aunque igual de peligrosa.



La novela está muy bien escrita, los diálogos son diamantinos de tan pulidos y brillantes, los personajes guardan secretos hasta el final y se lee con pasión.
 

La tapa reproduce una foto de Grace Kelly en los tiempos de Para atrapar a un ladrón de Alfred Hitchcock, la cual coprotagonizó con Cary Grant. Detalle no menor, porque el protagonista es tanto un Cary Grant, un Noël Coward, un Michael Caine, o sea un orillero ambicioso que a fuerza de tesón llega a personificar mejor la elegancia que cualquier noble ruso de amplia prosapia, y ella es tanto una Grace Kelly, una Naomi Watts o una Nicole Kidman, o sea el minón inalcanzable de impecable genética que el sexo, o quizá el amor, vuelve abordable. Después de todo, un orillero ambicioso es siempre un pirata; orilleros, piratas, personajes que Pérez-Reverte conoce y transmite como pocos. Bah, como nadie en la actualidad.


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