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miércoles, 17 de febrero de 2016

El año que vivimos en comedia



Al año 1959, el director Stanley Donen (entre otras, nada más ni nada menos que Cantando bajo la lluvia) y el actor Yul Brynner (que patentó la calva antes que Telly Savalas o Bruce Willis) lo pasaron juntos. Trabajando, digo, no sea cosa que se pongan a pensar mal, o bien, bah. Hicieron dos comedias que no figurarán entre las obras maestras del género, pero que tampoco avergonzarían ningún currículum y que los que peinamos canas y veíamos la televisión de 5 canales aprendimos a apreciar, ya que las daban seguido y las calles de la dictadura no eran precisamente amistosas. Y que por esas cosas de la vida, después con el VHS y el cable, se volvieron esquivas y solo persistían en nuestra memoria.


Y se va la primera. Once more, with feeling!, rebautizada para estos pagos como Volverás a mí u Otra vez con amor. Se basa en una obra de teatro de Harry Kurnitz que fue un éxito en Broadway. Yul es Víctor Fabian, un director de orquesta, temperamental y egocéntrico como pocos. Al igual que Calamardo, las paredes de su casa están repletas de retratos suyos. Su esposa, Dolly (Kay Kendall) es el reverso de su moneda, una ex arpista que lo ayuda seduciendo patrocinadores para su orquesta y reparando los egos heridos por los arrebatos físicos y psíquicos de su marido. Entre ambos, para equilibrar o desequilibrar situaciones, el representante de Víctor, Maxwell (Gregory Ratoff), un hombre que habla inglés con fuerte acento ruso y que profiere juramentos muy divertidos, como que si lo que dice no sea verdad que tenga que aguantar toda una ópera de Wagner sin levantarse de su butaca ni dormirse. Un día mientras Dolly va a una fiesta con patrocinadores a los que debe encantar para que continúen con la subscripción, Víctor debe entrevistar a una niña prodigio de 12 años, que por un error de tipeo no tiene 12 sino 21 y que como es muy sexy, la audición es más bien carnal que musical. Pero hete aquí que Dolly los descubre y se va. A los 6 meses, Víctor debe recuperarla sí o sí, porque sin ella se acaba el patrocinio y adiós orquesta. Pero ella que se fue a dar clases a una universidad inglesa (que no está muy lejos, porque la acción principal transcurre en Londres) se lió con un  colega, el Dr. Richard Hilliard (Geoffrey Toone) y como no está casada con Víctor aunque así se lo hizo creer a Richard, primero tendrá que casarse con Víctor para después separarse. Algo bastante difícil porque por más promesas, juramentos y declaraciones de odio que se hagan, Víctor y Dolly todavía se aman y lo que no es poco, se desean.


La película más que disimular su origen teatral, lo subraya. Los personajes, ya muy histriónicos de por sí, hablan a los gritos y se mueven ampulosamente. Los fragmentos musicales de compositores como Wagner, Beethoven, Strauss, Rimsky-Korsakov, Chopin, Litszt, o Tchaikosvky ofician de deliciosos hiatos a tanta voz en cuello. Hay un gag final con la famosísima marcha de John Philip Sousa, The stars and stripes forever. Ah, el peor lugar que se le ocurre a Maxwell (Gregory Ratoff) para que Víctor se haga cargo de una orquesta, el equivalente a una Siberia estadounidense, es Fargo, Dakota del Norte, sitio que los hermanos Coen mitificarían en 1996 y que después a partir de 2014, Noah Hawley revisitaría para gloria de la televisión en hasta la fecha dos fabulosas temporadas de la serie homónima.


Once more, with feeling! se filmó entre el 3 de abril y el 30 de junio de 1959 en los estudios de Bolougne, Paris, y se estrenó en febrero de 1960. Fue el último trabajo de Kay Kendall, que moriría de leucemia a sus 33 años, el 6 de septiembre de ese año, 1959. Comediante deliciosa que estaba casada con Rex Harrison y que los matiné-Eros de entonces recordamos por sus dos trabajos previos a éste: La rebelde debutante (Vincente Minnelli, 1958) junto a Rex Harrison, Sandra Dee, John Saxon y la híper-fabulosa Angela Lansbury y Les girls (George Cukor, 1957) junto al sumun de lo maravilloso Gene Kelly, Mitzi Gaynor y Taina Elg más canciones de Cole Porter. Curiosamente Gregory Ratoff, el actor que hace de representante también moriría de leucemia, en su caso a los 63 años, el 14 de diciembre de 1960. Y la curiosidad del tercero en discordia en la comedia, Geoffrey Toone, descripto como un auténtico ídolo de matinée por sus rasgos parejos, como esculpidos, fue que vivió durante más de 40 años en pareja con otro actor, Frank Middlemass, recuérdese que en el siglo pasado esas cosas no eran muy bien vistas y se tenían que mantener en absoluto secreto. Toone murió a los 94 años, el 1 de junio de 2005. Su pareja, Middlemass, murió a los 87 años, casi un año después, el 8 de septiembre de 2006. Cuando los miembros de una pareja mueren con poco tiempo de separación, al romántico que hay en mí le gusta creer que el segundo muere de tristeza. Sin comentarios…


Y se va la segunda. Surprise package. Rebautizada para estos pagos como Una rubia para un gánster o Paquete sorpresa. Yul, esta vez, hace de Nico March, un gánster de origen griego que es deportado por el FBI a su Grecia natal, a la isla de Lindos, para ser más precisos. Antes liquida todos sus “negocios” por los que junta más de un millón de dólares (por ese tiempo una cantidad enorme). El dinero irá a parar a una valija que se constituirá en el “paquete” que Nico espera con ansia (al igual que el jefe de policía de la isla (Eric Pohlman), un espía húngaro vocacional, Tibor (Guy Deghy) y un maleante de poca monta, Klimatis (Warren Mitchell). Claro, el paquete no llegará, se lo quedarán los ex hombres de confianza de Nico, en su lugar vendrá Gabby Rogers (Mitzi Gaynor) su rubia amante. A Nico no le quedará más remedio que idear un plan (no para comprarle como estaba en tratativas) sino para robarle la corona al rey Pavel de Anatolia (Noël Coward) depuesto monarca que pasa su exilio en la isla y que quería venderla para financiar sus demandantes gastos o sea el mantenimiento de tres chicas ex campesinas que en menos de dos semanas pasaron de ordeñar cabras a exigir Cartier, Christian Dior, Chanel.


El guión vuelve a ser de Harry Kurnitz, aunque esta vez no se basa en material propio sino en un libro de Art Buchwald. Esta comedia es más cinematográfica que la anterior, aunque no es en colores como aquella sino en hermoso blanco y negro. Yul Brynner arranca en un tono alto, como si estuviera todavía encarnando al  director de orquesta, Víctor Fabian, después, por suerte, cuando ya está en la isla, ya sea por la naturaleza, Noël Coward, que aparte de ser el rey Pavel, era el rey de la relajación actoral, o por el delicioso aplomo de Mitzi Gaynor, se calma y se pone maravillosamente sutil. Cerca del final, Coward y Gaynor hacen una hermosa canción de Sammy Cahn y Jimmy Van Heusen, que se llama igual que la película, claro.


Surprise Package se filmó entre el 19 de octubre y el 23 de diciembre de 1959 en los estudios Shepperton de Londres y en la isla de Lindos, y se estrenó en octubre de 1960.


Ambas películas tienen títulos de apertura diseñados por el genial Maurice Binder. Y ninguna de las dos tuvo éxito en la taquilla. Pero como Dios premia a los que hacen comedia, más fama, más dinero y más laureles los esperaban a Yul y a Stanley a la vuelta de la esquina. En 1960 Yul sería uno de Los siete magníficos, inolvidable versión en western de Los siete samuráis de Kurosawa. Y Stanley tendría dos colaboraciones con el que-está-más-allá-de-todos-los-adjetivos Cary Grant, primero La mujer que quiso pecar (The grass is greener, 1960) y después, maravilla de maravillas,  Charada (1963).


Stanley Donen (con quien comparto el mismo día de nacimiento; día y mes, no año, claro) y Mitzi Gaynor (con quien no comparto nada, aunque quisiera ser así de encantador o simpático), y ojalá por mucho tiempo más y bien, están todavía entre nosotros. Como dije, hay que hacer comedia, no sé si se vive más, pero mejor, seguro.


Gustavo Monteros



De yapa, un número de Les girls, con Mitzi Gaynor y coreografía de Gene Kelly, nótese el salto de Gene Kelly a la barra, ¡guau! 

jueves, 23 de octubre de 2014

The scoundrel (El canalla)




Un cinéfilo es un coleccionista de recuerdos. O sea un memorioso portentoso, un enciclopedista procaz, un obsesivo promiscuo, un fanático pedestre. Alguien a quien habría que tratar psiquiátricamente de no haber “patías” más urgentes o peligrosas.


Lo peor que le puede pasar a un cinéfilo, su peor pesadilla, es que le hablen de una película que no vio, aunque caiga en su área de especialidad (los cinéfilos como los perros no son todos iguales, algunos son expertos en terror, otros en vaqueros e indios, aquellos en artes marciales, estos en musicales y así, hay quienes tienen intereses múltiples, el noir y el bélico, por ejemplo, pero no hay cinéfilos totales del mismo modo que no hay perro que tenga todas las virtudes caninas).


Procuro especializarme en la comedia clásica, el cine de los grandes maestros entre los años treinta y setenta del siglo pasado, el musical y el noir. Tengo mi máster en las carreras de Bogart y Belmondo, conozco mi Bergman, vi todos los Gene Kellys y los Fred Astaires existentes, mis Billy Wilders, mis Preston Sturges, mis Ernest Lubitschs y así. Soy más aficionado que experto en el espionaje y el film bélico de la segunda guerra. De chico me deliraba el western en todas sus variantes, pero esa pasión no sobrevivió a la adolescencia y perduró solo en los Sergio Leones y los Clint Eastwoods. Tengo mis ponencias sobre cine inglés, francés e italiano y sobre el cine argentino de todas las épocas, claro.


Pero cuando la frase de mi día es “No sé si suicidarme ahora o dentro de un rato”, lo que me salva la vida es el musical o las comedias clásicas. Entre estas, perseguí durante años a The scoundrel y por fin pude verla.


Me enteré que existía en el 75 o 76, por una crítica de Emilio Stevanovich en la revista 7 días a Uno a querer, el espectáculo que Carlos Perciavalle protagonizaba y que había coescrito con Hugo Sofovich. (Ni se les ocurra felicitarme por la precisión de mi memoria, la cinefilia es una enfermedad) Allí Stevanovich decía que la excusa para unir los monólogos se parecía a la trama de The scoundrel, vieja película con Noël Coward. Yo ya tenía mi Historia del cine sonoro americano de Homero Alsina Thevenet y me hice de más datos. Era una película de 1935 escrita y dirigida por Charles MacArthur y ¡Ben Hecht!, por la que ambos ganaron el Óscar al Mejor Guión Original. Ben Hecht ya era uno de mis ídolos, por ese entonces más que nada por Primera Plana, que ya había visto en teatro (con Javier Portales y Andrés Percivale) y en cine (con los inmensos Jack Lemmon y Walter Matthau, dirigidos por el supremo Billy Wilder). Ah, y Noël Coward ya era para mí ¡Noël Coward!


Creo que vi dos veces aquel espectáculo de Perciavalle, la primera en el Margarita Xirgu, con una compañera de teatro, que era sobrina de la representante de Perciavalle, fue en una primera función de un sábado, no pagamos, nos invitaron y nos sentaron en un palco que se reservaba para huéspedes sorpresas. Después la tía de mi compañera nos llevó a que saludáramos a Perciavalle, quien descansaba y se preparaba para la segunda función en un camarín en penumbras, pintado de negro o de azul oscuro. Fue amable con nosotros, que éramos casi unos niños. Bueno, yo apenas había terminado el secundario… La segunda vez, pagué, lo vi en el Ópera, aquí en La Plata.


En el primer cuadro, un actor desagradable como pocos manejaba un descapotable y moría en un accidente. En el segundo cuadro, San Pedro le decía que para entrar en el Cielo tenía que conseguir el testimonio positivo de al menos una persona. Desfilaban así varios personajes, entre los que figuraban El principito y La Gioconda, que nada bueno podían decir del actor. No recuerdo el final, pero creo que le daban otra oportunidad para mejorar su vida. El título reformulaba el de la novela de Migré de ese año, Dos a quererse. (Esos dos eran Thelma Biral y Claudio García Satur)


Deduje entonces, por la cita de Stevanovich, que The scoundrel trataba sobre un tipo medio sorete que moría y debía hallar o hacer algo para redimirse.


En el 79 la Cinemateca programó The scoundrel en ciclo de películas no estrenadas comercialmente en la Argentina en un par de funciones a las que no pude asistir porque me retenían actividades más grises como estudiar o trabajar.


El tiempo pasó y no me olvidé de The scoundrel. En tiempos más recientes, cuando la internet llegó a mi vida, la busqué sin suerte. Suelen rondar películas más cercanas en el tiempo. El año pasado la encontré, estaba online y vi el principio, debí interrumpirla para sentarme a traducir. La reservé para verla después, pero como la vida es una vorágine, recién ayer, a más de un año de haberla encontrado, pude verla.


Anthony Mallare (Noël Coward) es un editor de libros cínico y cruel. En la antesala de su oficina lo espera una corte de escritores de diversa laya que se intercambian agudas brillanteces. Entre ellos, silenciosa, está Cora Moore (Julie Haydon) poetisa joven e inédita, es la primera vez que va por allí, fue citada para una entrevista con Mallarme, quien es también un mujeriego hedonista. Al verla queda prendado de ella. Cora no anda sola por la vida y minutos más tarde, su novio, Paul Decker (Stanley Ridges) le propone casamiento. Ella lo rechaza amablemente para privilegiar una aventura con Mallare, quien al principio parece amarla, pero después comprobamos que no, que Cora fue solo una diversión pasajera, de ella le atraía su ingenuidad, su inocencia, y ahora que es otra mujer sofisticada de su entorno (él la transformó en eso aunque no se hace cargo) ya no le interesa. Cora lo maldice, le desea que ojalá muera y nadie lo llore. Más tarde, Mallare toma un avión para Bermuda, el avión cae al mar y él muere. A su fantasma le dan un mes para hallar a alguien que lamente de verdad  su muerte. No halla a nadie. Su única esperanza es Cora, a la que no puede encontrar, porque busca a Paul en los refugios de alcohólicos, para ocultarlo por un tiempo hasta que la orden de detención por un pequeño fraude se venza. Finalmente Cora encuentra a Paul y Mallare los halla a ambos. Mallare le pide perdón a Cora, quien se resiste a  perdonarlo. Paul le dispara a Mallare, no puede matarlo, claro, porque está muerto, pero el revólver funciona mal y una de la balas hiere al propio Paul. En algún lado suenan campanas de medianoche, a Mallare se le acabó el plazo, ruega entonces para que Cora y Paul puedan volver a ser como eran antes de que él apareciera en sus vidas. Es oído, Cora rejuvenece y Paul se cura de su herida. Cora llora de agradecimiento. Mallare pregunta conmovedoramente si esas lágrimas son para él. Cora asiente. Mallare ya puede descansar en  paz, alguien lo ha llorado.


Como vemos es un cuento moral, con una primera parte lozana como el primer día y un final melodramático, quizá pasado de moda (el Hollywood de hoy nos asesta finales peores), pero efectivo. No es casual que MacArthur y Hecht hayan elegido a Coward de protagonista. El guión está lleno de réplicas, retruécanos y epigramas que bien pudieron haber sido escritos por Coward. La agudeza y la brillantez están a la orden del día.


Hay también unos cuantos guiños y curiosidades. En el dormitorio para borrachos en el que Cora halla a Paul, dos de las camas aledañas a la Paul están ocupadas por los “extras” Charles MacArthur y Ben Hecht. Uno de los escritores de la antesala es Alexander Woollcott, escritor en la vida real que perteneció al círculo del Algonquin y famoso por la frase, muy circulada en internet, “Todo lo que me gusta es inmoral, ilegal o engorda”. Uno de los amores de Mallare es Rosita Moreno, quien ese mismo año, 1935, filmaría con Gardel Tango Bar y El día que me quieras. Y es el primer largometraje con Lionel Stander, aquí un joven y pesado poeta. Stander es quizá más recordado como el mayordomo de Los Hart (Robert Wagner, Stephanie Powers), pero para mí es el inolvidable representante de Liza Minnelli en New York, New York, que tiene con el gran De Niro una escena deliciosa.


¿Valió la pena esperar tanto para verla? Sí, cada segundo, de la espera y de la película. Puede que la gramática cinematográfica fuera entonces muy rudimentaria, pero la inteligencia que ponían en el armado de los personajes, de las situaciones, en la calidad de los diálogos hoy no se ve ni por milagro. En la comedia contemporánea se ha puesto de moda hablar rápido. Para disimular que no dicen nada gracioso ni estimulante. Aquí, Coward, rey de la relajación escénica y todo el elenco hablan con parsimonia, para que podamos solazarnos y participar vicariamente del ingenio y, para qué negarlo, de la genialidad.

jueves, 9 de enero de 2014

El tango de la guardia vieja




Arturo Pérez-Reverte es un novelista generoso. (Generoso porque está más interesado en contar historias que en mirarse el ombligo). Y soy su lector más o menos fiel (leí con gran placer El húsar, El maestro de esgrima, El club Dumas, La piel del tambor, La carta esférica, La reina del sur, La sombra del águila, Un asunto de honor, Territorio Comanche y toda la saga del capitán Alatriste; leí con menos gusto El pintor de batallas y El asedio; me debo Cabo Trafalgar (demasiados barcos) y Un día de cólera (no sé, El asedio me dejó agotado). Soy muy infiel con su trabajo de no-ficción (perdón Arturo, creo que me interesa más el novelista que el hombre detrás del novelista).


Pérez-Reverte es uno de los pocos grandes autores en honrar el novelón, el folletín, el page-turner (el libro imposible de abandonar, del que siempre queremos leer una página más). No en vano ¿sus modelos?, ¿sus influencias? son Dumas, las historietas, las películas.



El tango de la guardia vieja es un libro ideal para este caluroso y sofocante verano porque a la segunda página ya no recordamos que hace calor. Hay tres nudos argumentales. El primero transcurre en 1928 en un transatlántico primero y en la ciudad de Buenos Aires (con sus grandes hoteles, pensiones piojosas y tugurios tangueros) después y hace pie en el desafío entre dos músicos. El segundo transcurre en Niza durante la Guerra Civil Española, el fascismo italiano y el ascenso del nazismo y se centra en un asunto de espías. El tercero transcurre en Sorrento en los años sesenta y se enrosca en una partida de ajedrez, sus circunstancias y sus consecuencias. A estos nudos argumentales los atan y desatan un ladrón elegante que es a veces también un gigoló algo pacato y una femme no tan fatale, por suerte, aunque igual de peligrosa.



La novela está muy bien escrita, los diálogos son diamantinos de tan pulidos y brillantes, los personajes guardan secretos hasta el final y se lee con pasión.
 

La tapa reproduce una foto de Grace Kelly en los tiempos de Para atrapar a un ladrón de Alfred Hitchcock, la cual coprotagonizó con Cary Grant. Detalle no menor, porque el protagonista es tanto un Cary Grant, un Noël Coward, un Michael Caine, o sea un orillero ambicioso que a fuerza de tesón llega a personificar mejor la elegancia que cualquier noble ruso de amplia prosapia, y ella es tanto una Grace Kelly, una Naomi Watts o una Nicole Kidman, o sea el minón inalcanzable de impecable genética que el sexo, o quizá el amor, vuelve abordable. Después de todo, un orillero ambicioso es siempre un pirata; orilleros, piratas, personajes que Pérez-Reverte conoce y transmite como pocos. Bah, como nadie en la actualidad.