Domingo a la mañana. Es temprano. No me caí de la cama. Perrito
me despertó instándome a que lo saque. Me mal peino, me pongo unas bermudas, me
calzo las ojotas, le pongo el collar y la correa y salimos.
No estoy despierto del todo, no me importa, con un poco de
suerte me volveré a dormir. No hay nadie en la calle. Perrito no hace sus
necesidades de inmediato, necesita inspiración, olfatea pastos, persigue olores
hasta que hace lo que tiene que hacer.
Procuro seguir en estado zombi, pero sin quererlo me acuerdo
de lo que espera en el día: la traducción de mierda de un infocomercial y la
actualización de los exámenes que tomaré en la semana. Me pierdo en las lamentaciones de mi poca
suerte y mi aciago destino, mientras Perrito se concentra en sabrá Dios qué
aroma hay oculto en un trozo de pasto de la rambla.
De repente, un perro negro grandote tiene a Perrito agarrado
del cuello y percibo que dos perros marrones están a mi espalda, al acecho. No sé
si les ha pasado a ustedes, pero en las situaciones de peligro siento como si
el tiempo se ralentizara, como si los hechos se desarrollaran en cámara lenta. Mi
cerebro, lento por naturaleza, se toma siglos para reaccionar en un apuro.
De un recóndito rincón de mi cabeza surge algo aprendido en
mi lejana infancia en Catamarca. No pateo las costillas del perro negro. No. Barro
con mi pie y mi pierna sus patas traseras, siente que pierde equilibrio y
suelta a Perrito. (Si querés que un perro suelte algo que tiene en la boca,
levantale las patas traseras y lo soltará). Tiro de la correa, levanto a
Perrito por el aire, Perrito ayuda pataleando y termina junto a mi costado
izquierdo, sostenido con firmeza por mi brazo. El perro negro se dispone a
atacar otra vez y esta vez casi liga la patada en las costillas, se hace a un
lado justo a tiempo. Los perros a mi espalda ladran amenazantes. Desprendo la
correa del collar y la uso como látigo hasta que los tres perros se van. Se reúnen
con otros cuatro perros que esperaban en la vereda de enfrente. Son una jauría
de siete perros de la calle que viven en la playa de estacionamiento de la
remisería de la vuelta. Hasta ahora con Perrito nos mantuvimos a respetuosa
distancia, es la primera vez que se meten con nosotros.
Pasado el primer susto, reacciono verbalmente y los insulto,
mientras me alejo con Perrito en brazos. En la esquina me cercioro si Perrito
está bien. Lo está. Ni un rasguño. La buena alimentación, el ejercicio diario y
la tupida pelambre ayudaron. Está tan
fuerte como un toro, gracias a Dios. Pero está asustadísimo, como yo, tiembla,
no como yo, que no tiemblo, pero casi. Perrito quiere volver, lo acaricio hasta
que se tranquiliza y continuamos el paseo. Por suerte no elabora un trauma, se
olvida y hace sus necesidades.
Moraleja: No te pierdas en quejas y lamentaciones, puedes no
ver un peligro o un infortunio que se te viene encima y que puedes evitar o combatir.
Fue un nuevo capítulo de Zen
al paso.
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