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lunes, 8 de junio de 2020

Matiné 05 - La agonía y el éxtasis


La agonía y el éxtasis (1965) es de esas películas que se resignifican a medida que uno va creciendo, va sabiendo cosas. Eso, claro, si uno la vio de chico, como es mi caso.



La primera vez que la vi, apenas sabía quién era Michelangelo Buonarotti. El director Carol Reed (o quien sea que haya tomado la decisión porque en esa época como en los tiempos de Michelangelo, se trabajaba por encargo, nótese el paralelismo entre los artistas renacentistas y los directores de cine, ambos dependen de una persona poderosa, mecenas, antes, productor, ahora), retomo, el director Carol Reed (o quien haya sido) decidió no contar toooda la vida de Buonarotti (que según parece está comprendida en el libro de Irving Stone en que se basa la película) sino solo contar la concepción y concreción de la pintura del techo de la Capilla Sixtina. O sea el período que va de 1508 a 1512. Es decir el tiempo de su estrecha relación con el Papa Julio II que fue quien comisionó la tarea.

 La decisión de limitarse a ese período hace que la película siga vigente, aún cuando se discuta la presentación de otros aspectos relacionados a temas más riesgosos y personales, como la sexualidad del artista.


La relación laboral entre Julio II y Buonarotti fue de amor / odio, de soberbia y respeto, de desprecio y aceptación a regañadientes de las resoluciones del otro.





El papado era en esos tiempos un reino práctico y no solo espiritual, y Julio II entre campañas y batallas, anexiones, consecución de tributos y esas cosas, embellecía el Vaticano, enriqueciéndolo con obras irrepetibles.


Carol Reed nos muestra en detalle lo penoso, engorroso e incómodo que fue cumplir con el encargo, las críticas que debieron superar tanto el mecenas como el artista y las tortuosas interrupciones que se produjeron por el choque de sus personalidades y por las convulsiones de aquellos tiempos de cambio. No es poco.



En el set la relación entre Charlton Heston y Rex Harrison equiparaba la de los personajes que corporizaban. Se respetaban en tanto figuras y se detestaban en tanto personas. El trato era amable, pero tenso. Reed consideró no intervenir a menos que los problemas escalaran a mayores, es más, en un punto le pareció conveniente. Dado que interpretaban a personajes antagónicos que apenas se toleraban, no estaba nada mal que los actores usaran una antipatía natural en vez de recrearla.


Respecto a los aspectos más personales de Miguel Ángel, Carol Reed optó por no confrontar con Heston y trabajar con la complicidad de la platea que se vería obligada a captar las indirectas, leer entre líneas y completar la línea de puntos.



Heston tenía problemas con la homosexualidad, no lo califico livianamente, como otros, de homófono, más que nada porque si bien jamás disimuló el rechazo, no fue un activo combatiente (tarea que le hubiera resultado complicada en un ambiente en donde la homosexualidad es frecuente).





Ben-Hur expuso los límites de Heston respecto a la homosexualidad. El rodaje de este film mítico enfrentó muchos problemas de guión, desfilaron y dejaron su rastro unos cuantos guionistas, uno de ellos, Gore Vidal, trabajó la idea de que el conflicto que se desataba entre el protagónico del título, o sea Heston, y su amigo Messala (Stephen Boyd) era porque habían sido amantes. Tesis que su director William Wyler decidió ni hablar con Heston, ya estaba harto de lidiar con la estrella, un memo que le envió Heston al comienzo del rodaje con exigencias respecto al personaje había desatado su ira y cuando la aplacó, resolvió dirigirlo por indicaciones prácticas, parate aquí, date vuelta para allá, fijate que la luz te da de este costado y nada más. Eso sí trató la iniciativa de Gore Vidal con Stephen Boyd, le sugirió que si le servía que la utilizara para el armado de su personaje.





¿Por qué corno aceptó entonces corporizar a uno de los homosexuales más famosos de la historia? No olvidemos que Buonarotti fue uno de los próceres del homosexualismo. En los tiempos oscurantistas en que la homosexualidad era despreciada, se lo mencionaba para contrarrestar la idea de monstruosidad o aberración. Algo así como que si uno de los más grandes artistas que existieron jamás, lo fue, no podía ser tan mala.


En sus libros autobiográficos, Heston dice que leyó muchísimo material sobre Miguel Ángel y en ninguno se lo consideraba un homosexual , por eso enfrentó el rodaje sin plantearse esta cuestión para él inexistente.


De ahí que Reed recurrió a la inteligencia del público. Cuando Miguel Ángel se escapa y lo buscan en un prostíbulo, la puta interrogada se ríe a carcajadas del absurdo de buscarlo entre sus piernas. Mientras trabaja en la Capilla Sixtina los ayudantes jóvenes siempre lo miran con admiración y deseo. Y cuando la Contessina de Medici (Diane Cilento en todo su esplendor) se le tira literalmente encima, Buonarotti la rechaza escudándose en que está casado solo con su arte. (El guión está a punto por adscribir a la teoría en boga por entonces de que una de las razones para la homosexualidad era un amor no correspondido con una figura idealizada, pero por suerte la esquiva). O sea: no tiene pulsión sexual sino creativa. Pudo ser peor.

Gustavo Monteros

jueves, 14 de noviembre de 2019

viernes, 3 de julio de 2015

Caroceros



Audrey Hepburn irrumpió meteóricamente en el firmamento hollywoodense. Le bastó una sola película para imponer su innegable star quality y ganarse el amor eterno de espectadores, productores y directores. El film en cuestión fue La princesa que quería vivir (Roman holiday, William Wyler, 1953) y sin querer inauguró uno de  los rasgos distintivos de su carrera: la significativa diferencia de edad que tendría con sus coprotagonistas.


Audrey había nacido en 1929, el magnético Gregory Peck, su galán en ese film consagratorio, en 1916, de modo que le llevaba 13 años, o sea que en aquel inolvidable verano romano, ella tenía 24 y él 37. En su siguiente película rutilante: Sabrina (1954) del genial Billy Wilder, tuvo dos galanes William Holden que había nacido en 1918 y que le llevaba 11 años y el irrepetible (y me pongo de pie) Humphrey Bogart, que había nacido en 1899 y le llevaba 30 años. Ya no es un spoiler decir que se quedaba con Bogart. Hollywood la consideraba consorte de reyes y la apareaba con sus mejores leones en invierno. O sea no veía impedimento físico ni moral en transformarlos en “caroceros”, término usado en el lunfardo para describir a los hombres que gustan de mujeres mucho más jóvenes que ellos.


(Por piedad nos saltearemos La guerra y la paz, 1956, de King Vidor, a la que consideramos un bodrio aburridísimo e irremontable).


En 1957 disputaron su amor, primero: Gary Cooper (que había nacido en 1901 y que le llevaba 28 años) en Amor en la tarde, delicia (si las hay) de Billy Wilder, y después: Fred Astaire (que había nacido en 1899 y que como Bogart le llevaba 30 años) en Funny Face o La Cenicienta en París, delicia (si las hay) de Stanley Donen.


En 1959, respecto a estas cosas de la edad fue una rareza, la película es una extravagancia selvática que dirigió su por entonces marido, Mel Ferrer, y ella era una especie de ave del paraíso. Se llamó Green mansions o La flor que no murió y su coprotagonista, el recordado Anthony Perkins, era tres años menor que ella, había nacido en 1932.


En 1959, dirigida por Fred Zinneman, fue una monja misionera que tenía una crisis de fe y dejaba los hábitos en Historia de una monja, su coprotagonista Peter Finch, que había nacido en 1916 y que le llevaba como Gregory Peck 13 años, no cuenta como galán, porque estrictamente no lo era en el contexto de la película.


En 1960, bajo las órdenes de John Huston, en Lo que no se perdona, lidiaría con el amor más o menos incestuoso de su no del todo hermano Burt Lancaster, que había nacido en 1913 y que le llevaba 16 años.


En 1961 haría otra de sus películas icónicas Breakfast at Tiffany’s o Muñequita de lujo de Blake Edwards. Otra rareza, su coprotagonista, George Peppard era un año más joven que ella, había nacido en 1928. También en 1961, en su segunda colaboración con William Wyler, The children’s hour o La mentira infame, pelearon por su amor, la inconmensurable Shirley MacLaine, que había nacido en 1934 y que por lo tanto era 5 años menor, y el maravilloso James Garner, que había nacido en 1928 y que, caballero hasta en eso,  era un año mayor.


En 1963 haría historia, dirigida otra vez por Stanley Donen, junto al más-allá-de-todo-adjetivo-ditirámbico Cary Grant, que había nacido en 1904 y que por lo tanto le llevaba 25 años. Charada se llamó ese regalo de los dioses.


En 1964 volvería a París dirigida por Richard Quine junto al siempre seductor William Holden en un ejercicio de metalenguaje cinematográfico (sí, la postmodernidad no inventó los metalenguajes) llamado París, tú y yo.


También de 1964 es ese monumento al musical llamado My fair lady que dirigió un señor muy talentoso, bautizado George Cukor. Su coprotagonista era el impar Rex Harrison, que había nacido en 1908 y que por lo tanto le llevaba 21 años. Es historia archiconocida, en esta película se quedó con el papel que Julie Andrews había hecho en teatro y que todos (menos Jack Warner)  esperaban que lo reprisara en la pantalla, después de todo, menos ella, el elenco entero que había estrenado el musical en Broadway repetía sus papeles. Julie, que había nacido en 1935, y que era por lo tanto 6 años menor que Audrey, en edad y en voz (Audrey fue doblada) se acercaba más al personaje.


En 1966 colaboró por tercera vez con William Wyler en Cómo robar un millón de dólares, su coprotagonista, el siempre distinguido Peter O’Toole, había nacido en 1932 y era tres años menor que ella. Cosa que a nadie le importaba porque la película es sencillamente deliciosa.


En 1967 volvería a trabajar con Stanley Donen en Two for the road o Un camino para dos, su coprotagonista, el talentoso Albert Finney, había nacido en 1936 y era, por lo tanto, 7 años más joven que ella. También en 1967 sería una cieguita que la pasa mal, muy mal en Espera a la oscuridad de Terence Young. Sus compañeros, para nada sus galanes, son Richard Crenna, que había nacido en 1926 y que, por lo tanto, era 3 años más viejo, y el muy talentoso Alan Arkin, que había nacido en 1934 y que era 5 años menor que ella.


Y se retiró del cine. Hasta 1976. Volvió de la mano de Richard Lester en Robin y Marian, su coprotagonista es Sean Connery, que como nació en 1930, es un año menor. Quizá nunca debió retirarse del cine, siempre había sido una chica de suerte respecto de los proyectos en los que participó. Si con buena voluntad exceptuamos Robin y Marian, las películas que le siguieron a su reentrada a escena fueron irrevocablemente malas.


En 1979 dirigida otra vez por Terence Young haría Lazos de sangre, basada en el best seller de Sidney Sheldon. Si mal no recuerdo, su interés romántico era Ben Gazzara, así que habría que considerarlo entre sus galanes. Gazzara había nacido en 1930, y como Connery, era un año menor que ella. En 1981 participó en otro de los intentos fallidos del desparejo pero siempre interesante  Peter Bogdanovich, They all laughed o Nuestros amores tramposos, emparejada otra vez con Ben Gazzara. En 1987 participó del telefilm de Roger Young, Amor entre ladrones junto a Robert Wagner, que, como había nacido en 1930, también era un año menor.


En 1989 Steven Spielberg la llamó (¿quién le dice que no a Spielberg?) para Siempre, error imperdonable que todos le perdonamos. Spielberg había perdido la cabeza (literalmente) por Holly Hunter, tanto la había perdido que con el amor se le fue hasta el discernimiento y pergeñó tremendo bodrio. Pero ¿quién puede culpar a un hombre enamorado que quiere celebrar a su amada? No quiero ser lengua viperina, pero no habla bien de Holly que el hombre se desenamorara y recuperara su talento. Como sea fue el canto del cisne de Audrey. Una despedida preanunciada, nadie se interesaba por su amor. Era una especie de ángel. Quizá lo que siempre fue.

viernes, 25 de abril de 2014

Ben-Hur es como los laureles... eterno




Durante semana santa decido estar disponible para hacer traducciones. Me arrepiento de inmediato. Me toca el detrás de escena de una nueva serie cómica australiana que se usará como tráiler. Los gags visuales son malos y el humor verbal es localista. El trabajo no consiste en traducir literalmente lo que oímos y vemos sino allanarlo para que sea universal, sin cambiar demasiado los tópicos sobre los que se basan los chistes. No sé, es como intentar traducir el humor de Sin codificar para que sea entendido en Islandia. Un auténtico trabajo de esclavo, encima contrarreloj. Y por la misma paga miserable de siempre. Me siento como un torpe al que le encargaron un trabajo de orfebre para que lo haga a la velocidad del rayo. Son 500 subtítulos, que en tiempo subjetivo equivalen a 5.000.000. El trabajo de investigación en sí consume el período otorgado para entregarlos. Porque primero es necesario saber de qué se supone que se ríen para poder verterlo a algo legible. Odio cada segundo que le dedico. Quedo de mal humor y con dolor de cabeza. Encima me comunican que el trabajo que haré a continuación no llegará a término, que hay una probable demora de unas doce horas y que con pesar en el alma, no nos podrán modificar la fecha de entrega. Lo que significa que tendré que trabajar toda la noche. Intento dormir una siesta, pero no me sale. Mantengo a raya mis problemas de insomnio con la vieja cura de la regularidad de los horarios. Y no puedo cambiarla a voluntad. O sea que volveré a dormir dentro de un día y medio, porque si después de entregar el trabajo que me tomó toda la noche, me acuesto en medio del día, no volveré a dormir quien sabe cuándo otra vez. El silencio de mis vecinos me indica que disfrutan de su tiempo libre. Muto la autocompasión por el odio, y repito la frase de Nerón: Ojalá la humanidad tuviera una sola cabeza… para poder cortársela. Envidio a Perrito con todo mi ser, porque le basta con apoyar la cabeza para ponerse a roncar. Es más, ahora me mira molesto, como si dijera: ¿por qué volver a la computadora en vez de estar así, mullidos en la cama?


En un foro del que soy miembro piden que suban películas “de semana santa”, como Los diez mandamientos, Ben-Hur o La más grande historia jamás contada. Alguien, en respuesta, subió Ben-Hur. La bajo y me pongo a verla. La copia es excelente y me llevo una gran sorpresa. No solo no ha envejecido sino que es mejor y más atrapante que cualquier tanque pochoclero semanal. Y miren que me la sé de memoria, casi. Si anda por el cable, véanla otra vez. No perderán tres horas, las ganarán. No hay nada qué hacerle. Las historias bien contadas son eternas. Y curan el mal de amores, las desgracias laborales y hasta el más acérrimo de los malos humores.