Audrey
Hepburn irrumpió meteóricamente en el firmamento hollywoodense. Le bastó una
sola película para imponer su innegable star quality y ganarse el amor eterno
de espectadores, productores y directores. El film en cuestión fue La princesa que quería vivir (Roman holiday, William Wyler, 1953) y
sin querer inauguró uno de los rasgos
distintivos de su carrera: la significativa diferencia de edad que tendría con
sus coprotagonistas.
Audrey
había nacido en 1929, el magnético Gregory Peck, su galán en ese film
consagratorio, en 1916, de modo que le llevaba 13 años, o sea que en aquel
inolvidable verano romano, ella tenía 24 y él 37. En su siguiente película
rutilante: Sabrina (1954) del genial
Billy Wilder, tuvo dos galanes William Holden que había nacido en 1918 y que le
llevaba 11 años y el irrepetible (y me pongo de pie) Humphrey Bogart, que había
nacido en 1899 y le llevaba 30 años. Ya no es un spoiler decir que se quedaba
con Bogart. Hollywood la consideraba consorte de reyes y la apareaba con sus
mejores leones en invierno. O sea no veía impedimento físico ni moral en transformarlos
en “caroceros”, término usado en el lunfardo para describir a los hombres que
gustan de mujeres mucho más jóvenes que ellos.
(Por
piedad nos saltearemos La guerra y la paz,
1956, de King Vidor, a la que consideramos un bodrio aburridísimo e
irremontable).
En
1957 disputaron su amor, primero: Gary Cooper (que había nacido en 1901 y que
le llevaba 28 años) en Amor en la tarde,
delicia (si las hay) de Billy Wilder, y después: Fred Astaire (que había nacido
en 1899 y que como Bogart le llevaba 30 años) en Funny Face o La Cenicienta en
París, delicia (si las hay) de Stanley Donen.
En
1959, respecto a estas cosas de la edad fue una rareza, la película es una
extravagancia selvática que dirigió su por entonces marido, Mel Ferrer, y ella
era una especie de ave del paraíso. Se llamó Green mansions o La flor que
no murió y su coprotagonista, el recordado Anthony Perkins, era tres años
menor que ella, había nacido en 1932.
En
1959, dirigida por Fred Zinneman, fue una monja misionera que tenía una crisis
de fe y dejaba los hábitos en Historia de
una monja, su coprotagonista Peter Finch, que había nacido en 1916 y que le
llevaba como Gregory Peck 13 años, no cuenta como galán, porque estrictamente
no lo era en el contexto de la película.
En
1960, bajo las órdenes de John Huston, en Lo
que no se perdona, lidiaría con el amor más o menos incestuoso de su no del
todo hermano Burt Lancaster, que había nacido en 1913 y que le llevaba 16 años.
En 1961
haría otra de sus películas icónicas Breakfast
at Tiffany’s o Muñequita de lujo
de Blake Edwards. Otra rareza, su coprotagonista, George Peppard era un año más
joven que ella, había nacido en 1928. También en 1961, en su segunda
colaboración con William Wyler, The
children’s hour o La mentira infame,
pelearon por su amor, la inconmensurable Shirley MacLaine, que había nacido en
1934 y que por lo tanto era 5 años menor, y el maravilloso James Garner, que
había nacido en 1928 y que, caballero hasta en eso, era un año mayor.
En
1963 haría historia, dirigida otra vez por Stanley Donen, junto al
más-allá-de-todo-adjetivo-ditirámbico Cary Grant, que había nacido en 1904 y
que por lo tanto le llevaba 25 años. Charada
se llamó ese regalo de los dioses.
En 1964
volvería a París dirigida por Richard Quine junto al siempre seductor William
Holden en un ejercicio de metalenguaje cinematográfico (sí, la postmodernidad
no inventó los metalenguajes) llamado París,
tú y yo.
También
de 1964 es ese monumento al musical llamado My
fair lady que dirigió un señor muy talentoso, bautizado George Cukor. Su
coprotagonista era el impar Rex Harrison, que había nacido en 1908 y que por lo
tanto le llevaba 21 años. Es historia archiconocida, en esta película se quedó
con el papel que Julie Andrews había hecho en teatro y que todos (menos Jack
Warner) esperaban que lo reprisara en la
pantalla, después de todo, menos ella, el elenco entero que había estrenado el
musical en Broadway repetía sus papeles. Julie, que había nacido en 1935, y que
era por lo tanto 6 años menor que Audrey, en edad y en voz (Audrey fue doblada)
se acercaba más al personaje.
En
1966 colaboró por tercera vez con William Wyler en Cómo robar un millón de dólares, su coprotagonista, el siempre
distinguido Peter O’Toole, había nacido en 1932 y era tres años menor que ella.
Cosa que a nadie le importaba porque la película es sencillamente deliciosa.
En
1967 volvería a trabajar con Stanley Donen en Two for the road o Un camino
para dos, su coprotagonista, el talentoso Albert Finney, había nacido en
1936 y era, por lo tanto, 7 años más joven que ella. También en 1967 sería una
cieguita que la pasa mal, muy mal en Espera
a la oscuridad de Terence Young. Sus compañeros, para nada sus galanes, son
Richard Crenna, que había nacido en 1926 y que, por lo tanto, era 3 años más
viejo, y el muy talentoso Alan Arkin, que había nacido en 1934 y que era 5 años
menor que ella.
Y se
retiró del cine. Hasta 1976. Volvió de la mano de Richard Lester en Robin y Marian, su coprotagonista es
Sean Connery, que como nació en 1930, es un año menor. Quizá nunca debió
retirarse del cine, siempre había sido una chica de suerte respecto de los
proyectos en los que participó. Si con buena voluntad exceptuamos Robin y Marian, las películas que le
siguieron a su reentrada a escena fueron irrevocablemente malas.
En
1979 dirigida otra vez por Terence Young haría Lazos de sangre, basada en el best seller de Sidney Sheldon. Si mal
no recuerdo, su interés romántico era Ben Gazzara, así que habría que
considerarlo entre sus galanes. Gazzara había nacido en 1930, y como Connery,
era un año menor que ella. En 1981 participó en otro de los intentos fallidos
del desparejo pero siempre interesante
Peter Bogdanovich, They all
laughed o Nuestros amores tramposos,
emparejada otra vez con Ben Gazzara. En 1987 participó del telefilm de Roger
Young, Amor entre ladrones junto a
Robert Wagner, que, como había nacido en 1930, también era un año menor.
En
1989 Steven Spielberg la llamó (¿quién le dice que no a Spielberg?) para
Siempre, error imperdonable que todos le perdonamos. Spielberg había perdido la
cabeza (literalmente) por Holly Hunter, tanto la había perdido que con el amor
se le fue hasta el discernimiento y pergeñó tremendo bodrio. Pero ¿quién puede
culpar a un hombre enamorado que quiere celebrar a su amada? No quiero ser
lengua viperina, pero no habla bien de Holly que el hombre se desenamorara y
recuperara su talento. Como sea fue el canto del cisne de Audrey. Una despedida
preanunciada, nadie se interesaba por su amor. Era una especie de ángel. Quizá
lo que siempre fue.
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