viernes, 17 de julio de 2015
sábado, 11 de julio de 2015
Ojos oscuros
Hizo
una entrada triunfal en el cine occidental. David Lean le armó, en el ahora
legendario Lawrence de Arabia, una
entrada a escena digna de una fuerza de la naturaleza. Como dijo alguien por
ahí, el peligro de esas cosas es si después se está a la altura de semejante magnificencia.
Ya sabemos que lo estuvo, tampoco era ningún advenedizo, el hombre era una
estrella en su Egipto natal con más de 12 películas en su haber. Confesó más
tarde que Lawrence de Arabia era una
película rara en los papeles, que no tenía nombres conocidos, ni mujeres, ni
mucha acción. Confesó también que David Lean sentía un profundo desprecio por
los actores, que para él solo eran caras y cuerpos que le servían para tal o
cual personaje de la historia que quería contar, pero que él, Omar, le caía
bien. A juzgar por la entrada a escena que le hizo, era verdad.
Era el
año 1962, tenía 30 años, estaba casado con una coterránea actriz de cine, que
en 1957 le había dado un hijo, antes se había graduado en Física y Matemática
en la Universidad de El Cairo y había estudiado en la Royal Academy of Dramatic
Art de Londres. Con el tiempo diría que Lawrence
de Arabia es una gran película, pero que él no estaba bien. No importa, le significó
su única nominación al Óscar y su primer Globo de Oro. Y con el tiempo también
se preguntaría qué hubiera pasado si David Lean que, lo eligió solo porque
lucía árabe y sabía inglés, no lo hubiera seleccionado, supuso que seguiría
casado y que hubiera engordado.
Siempre recordaría que su madre le pegaba por cualquier cosa y que como era un chico gordo, decidió enviarlo de pupilo a una escuela inglesa, supuso que como la comida inglesa era horrible, adelgazaría. No se equivocó, adelgazó y por la propensión de los ingleses al deporte hasta se puso atlético.
Como
bien dice Peter Bradshaw en su despedida en The Guardian, Hollywood nunca supo
qué hacer con él, no era el prolijo galán típico, ni el carismático actor de
reparto y encima era demasiado simpático para ser el malo. Lo confinó entonces
a la extranjería, fue, entro otras etnias, indio, mongol, latino, árabe, y
claro, ruso.
En 1965,
David Lean lo llama para protagonizar la versión cinematográfica de la novela
del momento: Doctor Zhivago. Y Omar
Sharif se convirtió en Omar Sharif. Sus ojos oscuros mataron de amor a las
mujeres y todos quisimos tener semejante poder de seducción. Matar de amor con
la mirada. Un milagro que a Sharif le salía sin ningún esfuerzo. El doctorcito
le dio fama imperecedera, por más que durante décadas intentó dilapidarla,
nunca cayó tan bajo como para dejar de ser Omar Sharif.
En 1968
ratificó su estatura de Omar Sharif, fue el galán de Barbra Streisand en Funny
girl, galán y chiste, porque ella, que hacía de fea, no podía creer que lo
hubiera conquistado, pero, claro, lo perdía y se deshacía cantando Mi hombre,
canción que hoy ya no es políticamente correcta. Bah, si se la cantan a Sharif
por ahí lo siga siendo.
Y
así, como se propone casamiento, a su mujer le propuso un divorcio. Le dijo que
tarde o temprano se separarían, y que era mejor hacerlo ahora que ella todavía
era joven y hermosa y no más tarde, cuando conseguir un hombre que la quisiera
fuera más difícil. Y se separaron, nomás. Y él dijo que a ella le fue mejor que
a él, porque volvió a casarse y fue feliz, él, en cambio, ya no se casaría y
sus relaciones más que relaciones eran romances.
Su probable
lista de mujeres es un Olimpo de bellezas irrepetibles. Digo probable porque
él, todo un caballero, negó que se hubieran relacionado con él. A una reconoció
haber amado, a Ava Gardner, fue en tiempos de Mayerling, película en que su pareja era Catherine Deneuve, y Ava
hacía de ¡su madre! , la de él, no la de Catherine. E hizo bien, perdón, porque
Catherine era por entonces un palo vestido, no había florecido todavía,
Marcello Mastroianni la haría florecer, Ava, en cambio, era toda opulencia y
sensualidad.
Hasta
más o menos mediados de los setenta, trabajó con directores notables o nada
desdeñables: Anthony Mann, Fred Zinnemann, Anthony Asquith, Terence Young,
Anatole Litvak, Francesco Rosi, William Wyler, J Lee Thompson, Richard
Fleischer, John Frankenheimer, Blake Edwards y Richard Lester. No todas fueron
grandes películas, pero ninguna es vergonzante. (Personalmente hay dos que
considero inolvidables: Y vivieron
felices de Francesco Rosi en la que compartió cartel con una bellísima, y
me quedo corto, Sophia Loren, si las cantantes no tienen siempre la misma voz,
las estrellas de cine, aunque bellas, no irradian siempre la misma belleza y en
ese año, por lo que fuera, Sophia estaba tan hermosa que uno se creía en el
Cielo de solo verla, y en la que era hijo de Dolores del Río, que, de tan otoño
casi en el invierno de su vida estaba, y sin embargo también deslumbraba, la
historia era un cuento con brujas y santos, no es tan conocida como merece, si
se la cruzan, dejen todo y véanla. La otra es La leyenda del tamarindo de Blake Edwards, un film raro casi
inclasificable, porque se supone que es de espías, pero en realidad es una
historia de amor en una trama de espías, la música de John Barry es muy hermosa,
¿Henri Mancini estaría ocupado?, porque Edwards tenía en Mancini a su aliado
musical, como sea, su pareja era Julie Andrews, la más andrógina de todas, la
del pelo corto, los pantalones Oxford, las camisas de cuellos anchos, y esas
poleras, incluso así encantadora, porque Julie es Julie, y es imposible no
amarla).
Para
lo que vino después, es preciso que nos detengamos en sus aficiones, al hombre
le gustaban los caballos de carrera, bah, es decir, las carreras de caballos y
los naipes. El bridge sobre todo. Llegó a tener una columna semanal sobre
bridge en un diario de Chicago, a patentar un juego de bridge para computadoras
y en los últimos tiempos una aplicación para tableta. Era todo un experto, un
campeón, partícipe habitual de torneos mundiales. Y apostaba, claro. Y fumaba
como un escuerzo, claro. O sea que en la
vida se parecía mucho al personaje de Funny
girl.
Quizá apostar tanto lo llevó a no elegir, a no diseñar una carrera, a aceptar lo
que le propusieran, películas que iban de la B a la Z, aparecer en cosas que se
llamaban El súper golpe, S-H-E o Benji contra el crimen (la peor de ese perrito). O en miniseries,
algunas “clase A”, y otras dudosas, que traficaban con elencos de notables
estrellas del pasado. Y a veces, más por casualidad que otra cosa, estuvo en
obras de cine de autor, como Andrzej Wajda, Alejandro Jorodowsky y la etapa
bien de autor de Herni Verneuil.
Harto
de ser un chiste para su nieto, que le decía que no hacía más que trabajar en
bodrios, aceptó en 2003 El Sr Ibrahim y
las flores del Corán de Francois Dupeyron, buena película que le valió un
César, el Óscar francés.
Este
año estuvo en nuestras carteleras, primero como una referencia y después como
una presencia. En Sueño de invierno
de Nuri Bilge Ceylan, cuando el protagonista, un ex actor dueño de un hotel en
Anatolia, quiere darse importancia ante unos turistas, dice que conoció a Omar
Sharif. Y en Un castillo en Italia de
Valeria Bruni Tedeschi, película de fuerte impronta autobiográfica, aparece
como Omar Sharif en la escena de la subasta en Londres. Bruni Tedeschi dice que
lo contrataron como un mimo para su madre, que hace de madre en esta película
en la que recrean, entre otras cosas, la muerte del hermano de Bruni Tedeschi. La
madre lo vio en París y la hija lo llamó con la esperanza de que pasara algo
entre ellos. No fue. Sharif se consideraba retirado de los juegos de azar y de
las mujeres.
Puede
que fuera así, pero tenía problemas para controlar su ira. En la primera década
del siglo XXI golpeó a un policía en Francia y zamarreó un valet de
estacionamiento en los Estados Unidos.
En mayo
de este año le diagnosticaron Alzheimer, según su hijo, se propuso hacer lo que
hay que hacer para atrasar el avance del mal, aunque, también según el hijo,
jamás se aplicó para hacerlo. Perdió el apetito y finalmente el corazón, al que
maltrató durante años con 50 cigarrillos diarios, le dijo basta.
Son tiempos
tristes, quienes habitaron nuestros paisajes de infancia, adolescencia y
juventud se van. En bandada. Tantos que ya uno se pregunta: quiénes quedan. Aunque
lúgubre, se podría decir que la vida es también simplemente estar y despedir,
hasta que lo despiden a uno.
Gustavo
Monteros
jueves, 9 de julio de 2015
Mercedes
Siempre
fue fácil acordarse del cumpleaños de Mercedes Sosa. Coincide con el de nuestra
declaración de la Independencia. 9 de julio.
Y
ahora que ya no está, propongo que en todos los actos por la Independencia,
incluyamos un homenaje a Mercedes, y aprovechemos para celebrar una de las
canciones de su repertorio. Con ella, siempre. La idea sería poner uno de sus
temas y cantar juntos.
Este
año comparto un hallazgo (al menos para mí lo fue). En 1998, el grupo canario
Los Sabandeños, para su disco 19 nombres
de mujer, la invitó a cantar Santamariana,
delicia con letra de Miguel Ángel Pérez y música de Gustavo “Cuchi” Leguizamón.
Hela
aquí, ¡viva Mercedes!, ¡viva la patria! (y gracias, Dios, por hacer que una de
las voces más hermosas que hayan existido fuera argentina)
Igual que el agua cantando...
Durazno prisco del valle,
Santamariana,
por los bañados te busca,
temblando, el alba.
Y su rocío te llora,
Santamariana,
para que tú lo recojas
entre las faldas.
Recuerdo mi Catamarca,
un sauce allá en Ampajango,
y el agua de las acequias
entre los juncos cantando.
De tanto mirar el cielo,
Santamariana,
cruzan lentas por tus ojos
nubes lejanas.
Con ellas te me vas yendo,
Santamariana,
ciego se ha quedado el cielo
sin tu mirada.
viernes, 3 de julio de 2015
Caroceros
Audrey
Hepburn irrumpió meteóricamente en el firmamento hollywoodense. Le bastó una
sola película para imponer su innegable star quality y ganarse el amor eterno
de espectadores, productores y directores. El film en cuestión fue La princesa que quería vivir (Roman holiday, William Wyler, 1953) y
sin querer inauguró uno de los rasgos
distintivos de su carrera: la significativa diferencia de edad que tendría con
sus coprotagonistas.
Audrey
había nacido en 1929, el magnético Gregory Peck, su galán en ese film
consagratorio, en 1916, de modo que le llevaba 13 años, o sea que en aquel
inolvidable verano romano, ella tenía 24 y él 37. En su siguiente película
rutilante: Sabrina (1954) del genial
Billy Wilder, tuvo dos galanes William Holden que había nacido en 1918 y que le
llevaba 11 años y el irrepetible (y me pongo de pie) Humphrey Bogart, que había
nacido en 1899 y le llevaba 30 años. Ya no es un spoiler decir que se quedaba
con Bogart. Hollywood la consideraba consorte de reyes y la apareaba con sus
mejores leones en invierno. O sea no veía impedimento físico ni moral en transformarlos
en “caroceros”, término usado en el lunfardo para describir a los hombres que
gustan de mujeres mucho más jóvenes que ellos.
(Por
piedad nos saltearemos La guerra y la paz,
1956, de King Vidor, a la que consideramos un bodrio aburridísimo e
irremontable).
En
1957 disputaron su amor, primero: Gary Cooper (que había nacido en 1901 y que
le llevaba 28 años) en Amor en la tarde,
delicia (si las hay) de Billy Wilder, y después: Fred Astaire (que había nacido
en 1899 y que como Bogart le llevaba 30 años) en Funny Face o La Cenicienta en
París, delicia (si las hay) de Stanley Donen.
En
1959, respecto a estas cosas de la edad fue una rareza, la película es una
extravagancia selvática que dirigió su por entonces marido, Mel Ferrer, y ella
era una especie de ave del paraíso. Se llamó Green mansions o La flor que
no murió y su coprotagonista, el recordado Anthony Perkins, era tres años
menor que ella, había nacido en 1932.
En
1959, dirigida por Fred Zinneman, fue una monja misionera que tenía una crisis
de fe y dejaba los hábitos en Historia de
una monja, su coprotagonista Peter Finch, que había nacido en 1916 y que le
llevaba como Gregory Peck 13 años, no cuenta como galán, porque estrictamente
no lo era en el contexto de la película.
En
1960, bajo las órdenes de John Huston, en Lo
que no se perdona, lidiaría con el amor más o menos incestuoso de su no del
todo hermano Burt Lancaster, que había nacido en 1913 y que le llevaba 16 años.
En 1961
haría otra de sus películas icónicas Breakfast
at Tiffany’s o Muñequita de lujo
de Blake Edwards. Otra rareza, su coprotagonista, George Peppard era un año más
joven que ella, había nacido en 1928. También en 1961, en su segunda
colaboración con William Wyler, The
children’s hour o La mentira infame,
pelearon por su amor, la inconmensurable Shirley MacLaine, que había nacido en
1934 y que por lo tanto era 5 años menor, y el maravilloso James Garner, que
había nacido en 1928 y que, caballero hasta en eso, era un año mayor.
En
1963 haría historia, dirigida otra vez por Stanley Donen, junto al
más-allá-de-todo-adjetivo-ditirámbico Cary Grant, que había nacido en 1904 y
que por lo tanto le llevaba 25 años. Charada
se llamó ese regalo de los dioses.
En 1964
volvería a París dirigida por Richard Quine junto al siempre seductor William
Holden en un ejercicio de metalenguaje cinematográfico (sí, la postmodernidad
no inventó los metalenguajes) llamado París,
tú y yo.
También
de 1964 es ese monumento al musical llamado My
fair lady que dirigió un señor muy talentoso, bautizado George Cukor. Su
coprotagonista era el impar Rex Harrison, que había nacido en 1908 y que por lo
tanto le llevaba 21 años. Es historia archiconocida, en esta película se quedó
con el papel que Julie Andrews había hecho en teatro y que todos (menos Jack
Warner) esperaban que lo reprisara en la
pantalla, después de todo, menos ella, el elenco entero que había estrenado el
musical en Broadway repetía sus papeles. Julie, que había nacido en 1935, y que
era por lo tanto 6 años menor que Audrey, en edad y en voz (Audrey fue doblada)
se acercaba más al personaje.
En
1966 colaboró por tercera vez con William Wyler en Cómo robar un millón de dólares, su coprotagonista, el siempre
distinguido Peter O’Toole, había nacido en 1932 y era tres años menor que ella.
Cosa que a nadie le importaba porque la película es sencillamente deliciosa.
En
1967 volvería a trabajar con Stanley Donen en Two for the road o Un camino
para dos, su coprotagonista, el talentoso Albert Finney, había nacido en
1936 y era, por lo tanto, 7 años más joven que ella. También en 1967 sería una
cieguita que la pasa mal, muy mal en Espera
a la oscuridad de Terence Young. Sus compañeros, para nada sus galanes, son
Richard Crenna, que había nacido en 1926 y que, por lo tanto, era 3 años más
viejo, y el muy talentoso Alan Arkin, que había nacido en 1934 y que era 5 años
menor que ella.
Y se
retiró del cine. Hasta 1976. Volvió de la mano de Richard Lester en Robin y Marian, su coprotagonista es
Sean Connery, que como nació en 1930, es un año menor. Quizá nunca debió
retirarse del cine, siempre había sido una chica de suerte respecto de los
proyectos en los que participó. Si con buena voluntad exceptuamos Robin y Marian, las películas que le
siguieron a su reentrada a escena fueron irrevocablemente malas.
En
1979 dirigida otra vez por Terence Young haría Lazos de sangre, basada en el best seller de Sidney Sheldon. Si mal
no recuerdo, su interés romántico era Ben Gazzara, así que habría que
considerarlo entre sus galanes. Gazzara había nacido en 1930, y como Connery,
era un año menor que ella. En 1981 participó en otro de los intentos fallidos
del desparejo pero siempre interesante
Peter Bogdanovich, They all
laughed o Nuestros amores tramposos,
emparejada otra vez con Ben Gazzara. En 1987 participó del telefilm de Roger
Young, Amor entre ladrones junto a
Robert Wagner, que, como había nacido en 1930, también era un año menor.
En
1989 Steven Spielberg la llamó (¿quién le dice que no a Spielberg?) para
Siempre, error imperdonable que todos le perdonamos. Spielberg había perdido la
cabeza (literalmente) por Holly Hunter, tanto la había perdido que con el amor
se le fue hasta el discernimiento y pergeñó tremendo bodrio. Pero ¿quién puede
culpar a un hombre enamorado que quiere celebrar a su amada? No quiero ser
lengua viperina, pero no habla bien de Holly que el hombre se desenamorara y
recuperara su talento. Como sea fue el canto del cisne de Audrey. Una despedida
preanunciada, nadie se interesaba por su amor. Era una especie de ángel. Quizá
lo que siempre fue.
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