Hizo
una entrada triunfal en el cine occidental. David Lean le armó, en el ahora
legendario Lawrence de Arabia, una
entrada a escena digna de una fuerza de la naturaleza. Como dijo alguien por
ahí, el peligro de esas cosas es si después se está a la altura de semejante magnificencia.
Ya sabemos que lo estuvo, tampoco era ningún advenedizo, el hombre era una
estrella en su Egipto natal con más de 12 películas en su haber. Confesó más
tarde que Lawrence de Arabia era una
película rara en los papeles, que no tenía nombres conocidos, ni mujeres, ni
mucha acción. Confesó también que David Lean sentía un profundo desprecio por
los actores, que para él solo eran caras y cuerpos que le servían para tal o
cual personaje de la historia que quería contar, pero que él, Omar, le caía
bien. A juzgar por la entrada a escena que le hizo, era verdad.
Era el
año 1962, tenía 30 años, estaba casado con una coterránea actriz de cine, que
en 1957 le había dado un hijo, antes se había graduado en Física y Matemática
en la Universidad de El Cairo y había estudiado en la Royal Academy of Dramatic
Art de Londres. Con el tiempo diría que Lawrence
de Arabia es una gran película, pero que él no estaba bien. No importa, le significó
su única nominación al Óscar y su primer Globo de Oro. Y con el tiempo también
se preguntaría qué hubiera pasado si David Lean que, lo eligió solo porque
lucía árabe y sabía inglés, no lo hubiera seleccionado, supuso que seguiría
casado y que hubiera engordado.
Siempre recordaría que su madre le pegaba por cualquier cosa y que como era un chico gordo, decidió enviarlo de pupilo a una escuela inglesa, supuso que como la comida inglesa era horrible, adelgazaría. No se equivocó, adelgazó y por la propensión de los ingleses al deporte hasta se puso atlético.
Como
bien dice Peter Bradshaw en su despedida en The Guardian, Hollywood nunca supo
qué hacer con él, no era el prolijo galán típico, ni el carismático actor de
reparto y encima era demasiado simpático para ser el malo. Lo confinó entonces
a la extranjería, fue, entro otras etnias, indio, mongol, latino, árabe, y
claro, ruso.
En 1965,
David Lean lo llama para protagonizar la versión cinematográfica de la novela
del momento: Doctor Zhivago. Y Omar
Sharif se convirtió en Omar Sharif. Sus ojos oscuros mataron de amor a las
mujeres y todos quisimos tener semejante poder de seducción. Matar de amor con
la mirada. Un milagro que a Sharif le salía sin ningún esfuerzo. El doctorcito
le dio fama imperecedera, por más que durante décadas intentó dilapidarla,
nunca cayó tan bajo como para dejar de ser Omar Sharif.
En 1968
ratificó su estatura de Omar Sharif, fue el galán de Barbra Streisand en Funny
girl, galán y chiste, porque ella, que hacía de fea, no podía creer que lo
hubiera conquistado, pero, claro, lo perdía y se deshacía cantando Mi hombre,
canción que hoy ya no es políticamente correcta. Bah, si se la cantan a Sharif
por ahí lo siga siendo.
Y
así, como se propone casamiento, a su mujer le propuso un divorcio. Le dijo que
tarde o temprano se separarían, y que era mejor hacerlo ahora que ella todavía
era joven y hermosa y no más tarde, cuando conseguir un hombre que la quisiera
fuera más difícil. Y se separaron, nomás. Y él dijo que a ella le fue mejor que
a él, porque volvió a casarse y fue feliz, él, en cambio, ya no se casaría y
sus relaciones más que relaciones eran romances.
Su probable
lista de mujeres es un Olimpo de bellezas irrepetibles. Digo probable porque
él, todo un caballero, negó que se hubieran relacionado con él. A una reconoció
haber amado, a Ava Gardner, fue en tiempos de Mayerling, película en que su pareja era Catherine Deneuve, y Ava
hacía de ¡su madre! , la de él, no la de Catherine. E hizo bien, perdón, porque
Catherine era por entonces un palo vestido, no había florecido todavía,
Marcello Mastroianni la haría florecer, Ava, en cambio, era toda opulencia y
sensualidad.
Hasta
más o menos mediados de los setenta, trabajó con directores notables o nada
desdeñables: Anthony Mann, Fred Zinnemann, Anthony Asquith, Terence Young,
Anatole Litvak, Francesco Rosi, William Wyler, J Lee Thompson, Richard
Fleischer, John Frankenheimer, Blake Edwards y Richard Lester. No todas fueron
grandes películas, pero ninguna es vergonzante. (Personalmente hay dos que
considero inolvidables: Y vivieron
felices de Francesco Rosi en la que compartió cartel con una bellísima, y
me quedo corto, Sophia Loren, si las cantantes no tienen siempre la misma voz,
las estrellas de cine, aunque bellas, no irradian siempre la misma belleza y en
ese año, por lo que fuera, Sophia estaba tan hermosa que uno se creía en el
Cielo de solo verla, y en la que era hijo de Dolores del Río, que, de tan otoño
casi en el invierno de su vida estaba, y sin embargo también deslumbraba, la
historia era un cuento con brujas y santos, no es tan conocida como merece, si
se la cruzan, dejen todo y véanla. La otra es La leyenda del tamarindo de Blake Edwards, un film raro casi
inclasificable, porque se supone que es de espías, pero en realidad es una
historia de amor en una trama de espías, la música de John Barry es muy hermosa,
¿Henri Mancini estaría ocupado?, porque Edwards tenía en Mancini a su aliado
musical, como sea, su pareja era Julie Andrews, la más andrógina de todas, la
del pelo corto, los pantalones Oxford, las camisas de cuellos anchos, y esas
poleras, incluso así encantadora, porque Julie es Julie, y es imposible no
amarla).
Para
lo que vino después, es preciso que nos detengamos en sus aficiones, al hombre
le gustaban los caballos de carrera, bah, es decir, las carreras de caballos y
los naipes. El bridge sobre todo. Llegó a tener una columna semanal sobre
bridge en un diario de Chicago, a patentar un juego de bridge para computadoras
y en los últimos tiempos una aplicación para tableta. Era todo un experto, un
campeón, partícipe habitual de torneos mundiales. Y apostaba, claro. Y fumaba
como un escuerzo, claro. O sea que en la
vida se parecía mucho al personaje de Funny
girl.
Quizá apostar tanto lo llevó a no elegir, a no diseñar una carrera, a aceptar lo
que le propusieran, películas que iban de la B a la Z, aparecer en cosas que se
llamaban El súper golpe, S-H-E o Benji contra el crimen (la peor de ese perrito). O en miniseries,
algunas “clase A”, y otras dudosas, que traficaban con elencos de notables
estrellas del pasado. Y a veces, más por casualidad que otra cosa, estuvo en
obras de cine de autor, como Andrzej Wajda, Alejandro Jorodowsky y la etapa
bien de autor de Herni Verneuil.
Harto
de ser un chiste para su nieto, que le decía que no hacía más que trabajar en
bodrios, aceptó en 2003 El Sr Ibrahim y
las flores del Corán de Francois Dupeyron, buena película que le valió un
César, el Óscar francés.
Este
año estuvo en nuestras carteleras, primero como una referencia y después como
una presencia. En Sueño de invierno
de Nuri Bilge Ceylan, cuando el protagonista, un ex actor dueño de un hotel en
Anatolia, quiere darse importancia ante unos turistas, dice que conoció a Omar
Sharif. Y en Un castillo en Italia de
Valeria Bruni Tedeschi, película de fuerte impronta autobiográfica, aparece
como Omar Sharif en la escena de la subasta en Londres. Bruni Tedeschi dice que
lo contrataron como un mimo para su madre, que hace de madre en esta película
en la que recrean, entre otras cosas, la muerte del hermano de Bruni Tedeschi. La
madre lo vio en París y la hija lo llamó con la esperanza de que pasara algo
entre ellos. No fue. Sharif se consideraba retirado de los juegos de azar y de
las mujeres.
Puede
que fuera así, pero tenía problemas para controlar su ira. En la primera década
del siglo XXI golpeó a un policía en Francia y zamarreó un valet de
estacionamiento en los Estados Unidos.
En mayo
de este año le diagnosticaron Alzheimer, según su hijo, se propuso hacer lo que
hay que hacer para atrasar el avance del mal, aunque, también según el hijo,
jamás se aplicó para hacerlo. Perdió el apetito y finalmente el corazón, al que
maltrató durante años con 50 cigarrillos diarios, le dijo basta.
Son tiempos
tristes, quienes habitaron nuestros paisajes de infancia, adolescencia y
juventud se van. En bandada. Tantos que ya uno se pregunta: quiénes quedan. Aunque
lúgubre, se podría decir que la vida es también simplemente estar y despedir,
hasta que lo despiden a uno.
Gustavo
Monteros
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