Como
dice Sondheim en una canción, la idea no es suya, es tan vieja como las
cucarachas, el teatro es un templo. A lo que agrego, como bien aprendí en un
libro de religión, todo oficio religioso, al igual que una obra de teatro, es
una representación. Nunca dejé de creer, aunque ya no piso una iglesia, pero
voy al teatro, antes, a veces, como oficiante, ahora, siempre, como
feligrés, a celebrar el hombre que hay en dios o el dios que hay en el hombre.
jueves, 30 de octubre de 2014
jueves, 23 de octubre de 2014
The scoundrel (El canalla)
Un
cinéfilo es un coleccionista de recuerdos. O sea un memorioso portentoso, un
enciclopedista procaz, un obsesivo promiscuo, un fanático pedestre. Alguien a
quien habría que tratar psiquiátricamente de no haber “patías” más urgentes o
peligrosas.
Lo peor que le puede pasar a un cinéfilo, su peor pesadilla, es que le hablen de una película que no vio, aunque caiga en su área de especialidad (los cinéfilos como los perros no son todos iguales, algunos son expertos en terror, otros en vaqueros e indios, aquellos en artes marciales, estos en musicales y así, hay quienes tienen intereses múltiples, el noir y el bélico, por ejemplo, pero no hay cinéfilos totales del mismo modo que no hay perro que tenga todas las virtudes caninas).
Procuro
especializarme en la comedia clásica, el cine de los grandes maestros entre los
años treinta y setenta del siglo pasado, el musical y el noir. Tengo mi máster
en las carreras de Bogart y Belmondo, conozco mi Bergman, vi todos los Gene
Kellys y los Fred Astaires existentes, mis Billy Wilders, mis Preston Sturges,
mis Ernest Lubitschs y así. Soy más aficionado que experto en el espionaje y el
film bélico de la segunda guerra. De chico me deliraba el western en todas sus
variantes, pero esa pasión no sobrevivió a la adolescencia y perduró solo en
los Sergio Leones y los Clint Eastwoods. Tengo mis ponencias sobre cine inglés,
francés e italiano y sobre el cine argentino de todas las épocas, claro.
Pero
cuando la frase de mi día es “No sé si suicidarme ahora o dentro de un rato”,
lo que me salva la vida es el musical o las comedias clásicas. Entre estas,
perseguí durante años a The scoundrel
y por fin pude verla.
Me enteré
que existía en el 75 o 76, por una crítica de Emilio Stevanovich en la revista
7 días a Uno a querer, el espectáculo
que Carlos Perciavalle protagonizaba y que había coescrito con Hugo Sofovich. (Ni
se les ocurra felicitarme por la precisión de mi memoria, la cinefilia es una
enfermedad) Allí Stevanovich decía que la excusa para unir los monólogos se
parecía a la trama de The scoundrel,
vieja película con Noël Coward. Yo ya tenía mi Historia del cine sonoro americano de Homero Alsina Thevenet y me
hice de más datos. Era una película de 1935 escrita y dirigida por Charles
MacArthur y ¡Ben Hecht!, por la que ambos ganaron el Óscar al Mejor Guión
Original. Ben Hecht ya era uno de mis ídolos, por ese entonces más que nada por
Primera Plana, que ya había visto en
teatro (con Javier Portales y Andrés Percivale) y en cine (con los inmensos
Jack Lemmon y Walter Matthau, dirigidos por el supremo Billy Wilder). Ah, y
Noël Coward ya era para mí ¡Noël Coward!
Creo
que vi dos veces aquel espectáculo de Perciavalle, la primera en el Margarita
Xirgu, con una compañera de teatro, que era sobrina de la representante de
Perciavalle, fue en una primera función de un sábado, no pagamos, nos invitaron
y nos sentaron en un palco que se reservaba para huéspedes sorpresas. Después
la tía de mi compañera nos llevó a que saludáramos a Perciavalle, quien
descansaba y se preparaba para la segunda función en un camarín en penumbras,
pintado de negro o de azul oscuro. Fue amable con nosotros, que éramos casi
unos niños. Bueno, yo apenas había terminado el secundario… La segunda vez,
pagué, lo vi en el Ópera, aquí en La Plata.
En
el primer cuadro, un actor desagradable como pocos manejaba un descapotable y
moría en un accidente. En el segundo cuadro, San Pedro le decía que para entrar
en el Cielo tenía que conseguir el testimonio positivo de al menos una persona.
Desfilaban así varios personajes, entre los que figuraban El principito y La
Gioconda, que nada bueno podían decir del actor. No recuerdo el final, pero
creo que le daban otra oportunidad para mejorar su vida. El título reformulaba
el de la novela de Migré de ese año, Dos
a quererse. (Esos dos eran Thelma Biral y Claudio García Satur)
Deduje entonces, por la cita de Stevanovich, que The scoundrel trataba sobre un tipo medio sorete que moría y debía hallar o hacer algo para redimirse.
En
el 79 la Cinemateca programó The
scoundrel en ciclo de películas no estrenadas comercialmente en la Argentina en un par de funciones a las que no pude asistir porque me
retenían actividades más grises como estudiar o trabajar.
El
tiempo pasó y no me olvidé de The
scoundrel. En tiempos más recientes, cuando la internet llegó a mi vida, la
busqué sin suerte. Suelen rondar películas más cercanas en el tiempo. El año
pasado la encontré, estaba online y vi el principio, debí interrumpirla para
sentarme a traducir. La reservé para verla después, pero como la vida es una
vorágine, recién ayer, a más de un año de haberla encontrado, pude verla.
Anthony
Mallare (Noël Coward) es un editor de libros cínico y cruel. En la antesala de
su oficina lo espera una corte de escritores de diversa laya que se
intercambian agudas brillanteces. Entre ellos, silenciosa, está Cora Moore
(Julie Haydon) poetisa joven e inédita, es la primera vez que va por allí, fue
citada para una entrevista con Mallarme, quien es también un mujeriego
hedonista. Al verla queda prendado de ella. Cora no anda sola por la vida y
minutos más tarde, su novio, Paul Decker (Stanley Ridges) le propone
casamiento. Ella lo rechaza amablemente para privilegiar una aventura con
Mallare, quien al principio parece amarla, pero después comprobamos que no, que
Cora fue solo una diversión pasajera, de ella le atraía su ingenuidad, su inocencia,
y ahora que es otra mujer sofisticada de su entorno (él la transformó en eso
aunque no se hace cargo) ya no le interesa. Cora lo maldice, le desea que ojalá
muera y nadie lo llore. Más tarde, Mallare toma un avión para Bermuda, el avión
cae al mar y él muere. A su fantasma le dan un mes para hallar a alguien que
lamente de verdad su muerte. No halla a
nadie. Su única esperanza es Cora, a la que no puede encontrar, porque busca a
Paul en los refugios de alcohólicos, para ocultarlo por un tiempo hasta que la
orden de detención por un pequeño fraude se venza. Finalmente Cora encuentra a
Paul y Mallare los halla a ambos. Mallare le pide perdón a Cora, quien se
resiste a perdonarlo. Paul le dispara a
Mallare, no puede matarlo, claro, porque está muerto, pero el revólver funciona
mal y una de la balas hiere al propio Paul. En algún lado suenan campanas de
medianoche, a Mallare se le acabó el plazo, ruega entonces para que Cora y Paul
puedan volver a ser como eran antes de que él apareciera en sus vidas. Es oído,
Cora rejuvenece y Paul se cura de su herida. Cora llora de agradecimiento.
Mallare pregunta conmovedoramente si esas lágrimas son para él. Cora asiente.
Mallare ya puede descansar en paz,
alguien lo ha llorado.
Como
vemos es un cuento moral, con una primera parte lozana como el primer día y un
final melodramático, quizá pasado de moda (el Hollywood de hoy nos asesta
finales peores), pero efectivo. No es casual que MacArthur y Hecht hayan
elegido a Coward de protagonista. El guión está lleno de réplicas, retruécanos
y epigramas que bien pudieron haber sido escritos por Coward. La agudeza y la
brillantez están a la orden del día.
Hay
también unos cuantos guiños y curiosidades. En el dormitorio para borrachos en
el que Cora halla a Paul, dos de las camas aledañas a la Paul están ocupadas
por los “extras” Charles MacArthur y Ben Hecht. Uno de los escritores de la
antesala es Alexander Woollcott, escritor en la vida real que perteneció al
círculo del Algonquin y famoso por la frase, muy circulada en internet, “Todo
lo que me gusta es inmoral, ilegal o engorda”. Uno de los amores de Mallare es
Rosita Moreno, quien ese mismo año, 1935, filmaría con Gardel Tango Bar y El día que me quieras. Y es el primer largometraje con Lionel
Stander, aquí un joven y pesado poeta. Stander es quizá más recordado como el
mayordomo de Los Hart (Robert Wagner,
Stephanie Powers), pero para mí es el inolvidable representante de Liza
Minnelli en New York, New York, que
tiene con el gran De Niro una escena deliciosa.
¿Valió la pena esperar tanto para verla? Sí,
cada segundo, de la espera y de la película. Puede que la gramática
cinematográfica fuera entonces muy rudimentaria, pero la inteligencia que
ponían en el armado de los personajes, de las situaciones, en la calidad de los diálogos hoy no se ve
ni por milagro. En la comedia contemporánea se ha puesto de moda hablar rápido.
Para disimular que no dicen nada gracioso ni estimulante. Aquí, Coward, rey de
la relajación escénica y todo el elenco hablan con parsimonia, para que podamos
solazarnos y participar vicariamente del ingenio y, para qué negarlo, de la
genialidad.
jueves, 16 de octubre de 2014
miércoles, 8 de octubre de 2014
Los caminos que desandamos
Robert
De Niro es el opuesto perfecto de Moria Casán y no porque no sea mujer ni se
haya puesto jamás un conchero o un espaldar de plumas, ni tenga tetas que
fueron de ensueño de las que supuestamente todos se cuelgan, sino porque es la
reserva personificada, mientras que la diva ex ortomolecular, de lengua que
hace karate, no se calló nada, ante prensa y público, que le haya pasado por la
cabeza u otra parte de su cuerpo.
Robert
rompe ahora parte de esa reserva con el documental de 40 minutos para la HBO, dirigido
por Geeta Gandbhir y Perri Peltz, con música de Philip Glass, Remembering the artist, Robert De Niro, Sr
(que no es “señor” sino “senior” o sea “padre”).
Sabíamos
que Robert De Niro, padre, era un pintor de talento, hasta de genio según
algunos, eso sí, ignorábamos cuán “maldito” era.
En 1942,
mientras Robert De Niro, padre, estudiaba pintura con el maestro Hans Hoffmann
en Massachusets, conoció a Virginia Admiral, también talentosa pintora. Se
enamoraron, se casaron y el 17 de agosto de 1943 nació Robert, hijo. Ella fue
la primera en triunfar, con exhibición propia, críticas laudatorias y ventas
promisorias. Pero para el segundo cumpleaños de Robert, hijo, se separaron.
Virginia abandonó la pintura para asegurarle al pequeño Robert, hijo, una
existencia económicamente estable. Robert De Niro, padre, prosiguió con la
pintura y triunfó a mediados de los cuarenta. Brevemente. Ya que no tardó en
imponerse el expresionismo abstracto. Robert, padre, era un figurativo o sea hombre
de retratos, paisajes y naturalezas muertas.
Alguien,
en uno de los testimonios que registra el documental, dice que la primera
tragedia de Robert, padre, fue descubrir su estilo, es decir su particular
versión del mundo, su qué y su cómo, tempranamente, sin las experimentaciones
varias por las que otros artistas atraviesan hasta encontrar su “voz”. Y sí, qué
se le va a hacer, Robert, padre, encontró pronto su estilo y no lo cambió. El problema
es que pasado el expresionismo, irrumpió el pop con Andy Warhol y demás
secuaces.
Robert,
padre, se deprimió y se fue a Francia, no a darse a conocer sino a admirar a
sus ídolos, Matisse, Courbet, etcétera. La pasó mal, lo rescató un Robert,
hijo, de 18 años que lo embarcó de vuelta a Nueva York. Alguien enuncia también
una metáfora teatral, dice que el spot te halla en el escenario, se detiene un
rato en vos y pasa de largo, y que cuando haya pasado por todos los que están
en escena, volverá a vos y mejor que te halle trabajando. El irónico drama de
Robert, padre, fue que cuando el spot volvió a pasar por el arte figurativo, el
pobre ya estaba muerto. Se había jubilado a la eternidad en 1993.
Robert,
padre, además de pintar, escribía diarios. Y según parece, estos diarios nada
tienen que envidiarle a los del gran novelista y cuentista, John Cheever,
comparación válida ya que ambos eran homosexuales. Y no es que Robert, hijo,
saque a Robert, padre, del clóset, porque si bien no era vox pópuli su
preferencia sexual, era un secreto a voces, o sea, que ahora lo diga no es
revelación sino una mera constatación. Robert, padre, vivía su homosexualidad
con culpa, era un católico practicante. En una parte del documental, Robert,
hijo, lee una entrada del diario en el que el padre le pide a Dios que le
muestre cómo amar a una mujer y no desear más a los hombres. Robert, hijo, lee
también cuando expresa “celos profesionales” por la plata que hace el pintor De
Kooning. Y hablando de envidia…
Robert,
hijo, confiesa no haber leído todos los diarios de su padre (¡qué querés!...
mirá que tenés que estar preparado para bancarte una cosa así…) Dice que los da
a leer a sus amigos, allegados y a los de su padre. En los escritos parece
haber referencia a la envidia que le tenía a su hijo no solo por haber
triunfado sino también por haber sido saludado como el mejor actor de su
generación. Y el que se llamara igual que él ayudaba poco.
Llegamos
entonces a la culpa que atormenta a Robert, hijo. Robert, hijo, estaba muy
ocupado a fines de los ochenta (bah, desde que asomó la cabeza, Robert, hijo,
está siempre, para beneplácito del público, muy ocupado) cuando se le diagnosticó
a Robert, padre, un cáncer de próstata. Robert, padre, lo negó, lo desestimó,
resolvió no hacer nada y cuando quiso hacer algo, ya era tarde. Ahora Robert,
hijo, dice que de no haber estado tan ocupado, podría haber intervenido, podría
haberlo obligado a tratarse, y que si lo hubiera hecho, hoy su padre seguiría
vivo. El único consuelo que le queda es mantener vivo su legado, de ahí este
documental que intenta una aproximación a su vida y obra.
Robert
De Niro, padre, fue un “maldito”. En su arte, nació “tarde”, el figurativismo ya
había conocido sus mejores días cuando él emergió. En su sexualidad, nació “temprano”,
la homosexualidad hoy ya no es el tabú ni la vergüenza que era en su tiempo,
todavía falta para la completa aceptación, pero se está en eso.
Robert
De Niro, hijo, aquí literalmente parte el alma. Quiere hablar sin emocionarse y
no puede. Y uno, está vez, no tiene la disculpa de decir que es una ficción. El
hombre al que aprendimos a respetar, a admirar, a querer se desarma, se aparta
de su natural reserva y nos cuenta, con mucho afecto, quién era su padre.
En este
link, podrán apreciar el arte de Robert De Niro, padre:
miércoles, 1 de octubre de 2014
No hay nada mejor
Como
conté por ahí, hice la primaria en Catamarca. En esos más o menos lejanos días
de mi infancia (ando en la cincuentena, no soy Matusalén) por increíble que
ahora parezca, entonces no había televisión en aquellas comarcas. (La
televisión llegaría con el Mundial 78, cuando se puso una antena que
retransmitía los canales de Córdoba).
Al
no haber televisión, el entretenimiento era provisto por la radio, el cine y la
lectura. La gente leía mucho y en todas las casas, incluso en las más humildes,
había numerosos libros. La mía, claro, no era la excepción. Los vendedores
itinerantes (los famosos viajantes) vendían colecciones enteras que se pagaban
en cómodas cuotas, cumplidas las cuales, procedían a ofrecer ampliaciones de
dichas colecciones.
Mi padre
tenía una selección de libritos de tapa roja y azul, los rojos eran policiales
y los azules, libros de literatura a secas, estilo Don Camilo o El viejo y el
mar. Tanto los rojos como los azules me estaban vedados, eran de “adultos”.
Mi tía Martina y mamá, que eran maestras, privilegiaban el material para sus
clases, o sea enciclopedias como la Salvat que venía con el dibujo del átomo en
la tapa, la Lo sé todo y diccionarios
mamotréticos de diversa laya, que no me estaban vedados para nada, pero que
tenían un tufillo a escuela que me apartaba. Mi tía Nelly tenía la colección de
Libros del Mirasol, con algunos títulos aptos para todo público, pero que igual
me vedaban por las dudas. Mi hermano tenía la casita Peuser, una biblioteca en
forma de casita con volúmenes editados por Peuser tales como El capitán Blood, El último de los
mohicanos, La cabaña del Tío Tom, Heidi y cosas así. Mi hermano no me
dejaba ni acercarme, la casita era suya y solo suya. Pero cuando se vino a La
Plata con papá y mamá, y yo me quedé en Catamarca con la tía Martina, le allané
la casita y se los leí todos en menos de una semana. Yo tenía la colección
Iridium en la que Chico Carlo, Moby Dick,
Las tribulaciones de un chino en China se codeaban con ¿Hola, Luc?, aquí Martina, que me gustaba sobre todo porque la
pequeña protagonista se llamaba como mi tía. Mamá y papá compartían los libros
de Ediciones Selectas, nombre rimbombante si los hay. De tanto en tanto
recibían un catálogo con resúmenes de los nuevos ejemplares, ellos elegían uno
que pudiera interesarles a ambos, y al mes recibían el libro por correo. Lo leían
los dos o uno, porque si el primero que lo tomaba descubría que era aburrido,
se lo comentaba al otro y pasaba directo al anaquel. Allí había títulos tales
como Cortez y Marina, El príncipe de los
ladrones, Cagliostro, Las aventuras de Casanova, Lady L o Memorias de una princesa rusa,
obviamente todos vedadísimos.
Una vez
que hube leídos todos los libros permitidos (incluida la colección de leyendas,
que hoy me fascinaría, pero que entonces me parecía el colmo del embole, porque
invariablemente una linda indiecita terminaba mal o sea convertida en un
animal, como la que no se podía bajar del árbol alto al que se había subido y
lloraba, lloraba, tanto que terminaba convertida en el pájaro cacuy o la
indiecita que se perdía y no podía volver a su poblado y de furia se
transformaba en el yaguareté), empecé a husmear entre los vedados. Me pescaron
y me dijeron que eligiera uno, se los mostrara y que ellos decidirían si me
dejaban leerlo o no. Eso hice, aunque en casi todos los casos, la respuesta era
negativa.
Se leía
mucho, pero no por pretensión de “curtura” sino por puro placer. El símil que
se me ocurre son las películas que uno ama de verdad, no las que decimos para
quedar bien. En las que conviven los Bergman con los Jackie Chan, el primero
porque sigue expresando como nadie la angustia de no saber por qué o para qué
vivimos y lo que hay después; el segundo porque con sus cabriolas imposibles
nos sigue mostrando la alegría y la poesía que hay en los disparates que
podemos hacer con el cuerpo. Y así, entre los libros favoritos de mis mayores,
los Graham Greene convivían con La leona
de los dos mundos.
Me vine
a hacer el secundario a La Plata, en las vacaciones de verano del primer año,
me levantaron la veda, ya no había libros prohibidos. De los libritos rojos
opté por Solteronas en peligro y Los zapatos del muerto, títulos que de más
chico me resultaban evocadores de espantos. Me decepcionaron, eran más
pedestres de lo que había imaginado. De las Ediciones Selectas seleccioné Lady L, porque ya había visto la
película. Las memorias de una princesa
rusa ya no estaba, no me importó, lo había leído. Pero el milagro se
escondía en Los libros del Mirasol de mi tía Nelly. Ya se había casado y vivía
en un departamento anexado a la casona de mi abuela materna, pero su pieza de
soltera seguía intacta. En una biblioteca esquinera, de un solo estante, hecha
a medida del cuarto, y que cubría dos paredes, habitaba dicha colección. Elegí La dramática vida de Antón Chejov de la
ahora redescubierta Irene Nemirovsky, escritora francesa de destino más
dramático que el de Antón, murió en un campo de concentración, (lo elegí más
que nada porque el virus Chejov ya me había sido inoculado, hablaré sobre eso
en otra ocasión), El halcón maltés de
Dashiell Hammett, porque todavía no había visto la película y ya el Humphrey de Casablanca me había salvado la vida
cuando mis nuevos compañeros de escuela se burlaron de mí y El largo adiós de Raymond Chandler, más
que nada porque me había enterado que Humphrey había hecho de su detective, Philip
Marlowe, en El sueño eterno. Y todo
por lo que había andado Humphrey se volvía sagrado. Tanto me gustaron que pedí
quedármelos, la tía accedió. Menos mal, porque si no se los hubiera robado. Todavía
me acompañan.
Corte
al presente. Ese primer Chandler me abrió una sed que el tiempo no apaga. No vuelvo
al primer amor, yo vuelvo a Chandler. Los audiobooks o sea los libros parlantes
o sea las grabaciones de alguien leyendo un libro me nefregan. Soy de la vieja
escuela, si bien soy “auditivo”, soy de leer. Pero cuando descubrí que Elliott
Gould había grabado audiobooks leyendo a Chandler, no me alcanzaban las manos y
las teclas para hacerme con ellos.
Elliott
Gould es una de mis debilidades. Algunas de las películas que más recuerdo son
con él: Pequeños asesinatos, 1971, de
Alan Arkin, El toque, 1971 de Ingmar
Bergman, El largo adiós, 1973, de
Robert Altman, La banda de la mala pata,
1976, de Mark Rydell y El socio del
silencio, 1978, de Daryl Duke. Siempre me pareció uno de los actores más singularmente
personales de lo que se dio en llamar el Nuevo Hollywood. La esmirriada
delgadez de su juventud me remite a Humphrey y su voz baritonil me resulta una
de las más bellas del cine. Para mi primer unipersonal en inglés, le robé el
monólogo del cartero de Pequeños
asesinatos y casi con seguridad, deben haberlo llamado para que leyera a
Chandler porque fue Marlowe en El largo
adiós.
¿Puede
haber algo mejor que Elliott leyendo a Chandler? Para mí, no. Desde hace más de
una semana, tengo a Gould en el teléfono hablando Chandler. Empecé con El sueño eterno (The big sleep). Son unas cuatro horas gloriosas. El inglés me ha
dado algunas satisfacciones. Después de todo lo aprendí para saber qué dicen en
las películas, cosa que he logrado. Y para leer o ahora escuchar a algunos de
los autores que más me deslumbraron.
De modo que de no ser urgente, no me manden
mensajes ni me llamen, si no quieren que los putee antes de atenderlos. El celular
le pertenece a Gould y a Chandler. Ambos me mandan a un mundo desencantado, en
el que por más cinismo que se tenga todavía es posible enamorarse y meter la
pata. Otra vez. El mejor paraíso posible que podemos tener en este lado del
misterio.
Gustavo Monteros
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