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jueves, 27 de agosto de 2015

Dual como Juan Carlos



Los obituarios de actores dejan al descubierto la poca existencia de datos y la absoluta falta de sistematización. Sobre todo de los antecedentes teatrales y televisivos. Todos repiten como el ajo los pocos datos que pescó en internet el aprendiz de turno de Telam. Y los conocedores al leerlos se percatan de no pocas ironías. Junto a la apreciación de largas y exitosas temporadas de una obra teatral que los colocó en el mapa o reverdeció sus laureles conviven otras de cortas y amargas temporadas, que poco y nada hicieron por sus vidas artísticas y personales, y que con gusto hubieran querido olvidar… pero como sobrevivieron en tal o cual sitio… Y así quedan afuera otras, más valiosas, que sí cimentaron sus famas. Los antecedentes televisivos, aunque existe bibliografía y anuarios, son, si cabe, aún más exiguos.


No fue la excepción con Juan Carlos Dual. Salvo Marcelo Stiletano que hizo un perfil más personalizado en su columna de La Nación, el resto de los medios gráficos parafrasearon los pocos datos usados por Telem para despedirlo.


Como tengo toda la libertad, lo evocaré según mis recuerdos, sin remitirme a fuente alguna. Cuando lo conocí o cuando empecé a acercarme al mundo del espectáculo, ya era un actor instalado.


En los años de la infancia, había solo cinco canales de televisión, el 2, el 7, el 9, el 11 y el 13. Y primero en las matinés de los fines de semana y después también en las de los días de semana, casi todos los canales repasaban la cinematografía de Enrique Carreras, mis hermanos y yo (a veces el resto de la familia también, es decir, tíos, padres y abuelos) veíamos estas más o menos recientes producciones argentinas. Una de las que más nos gustaba era ¡Viva la vida!, en la que un matrimonio de guionistas compuesto por Mercedes Carreras y Juan Carlos Dual imaginaban distintas historias para llevar al cine, la del medio era la más divertida porque se trataba de en una especie de musical-video-clip, con Palito Ortega que cantaba el tema que daba nombre a la película y Violeta Rivas, que gracias a o a pesar de su peinado era una de nuestras cantantes favoritas. Y nos fascinaba la coreografía de Olga Francés y Emilio Buis que consistía en dos hileras de chicas o chicos que se cruzaban en diagonal delante del cantante haciendo un pasito que siempre parecía el mismo. Sabíamos los nombres porque en la tele trabajaban mucho y Pipo Mancera los nombraba con destaque. Por entonces todavía daban también El show de Dick Van Dike, y en esa película un poco me lo traía a la mente. Bueno, ambos eran altos (o al menos lo parecían) y muy histriónicos.


Después lo recuerdo de la tele, de sobre todo Matrimonios y algo más, y de algunas películas  picarescas de la época como La gran ruta, Seguro de castidad, Basta de mujeres, Donde duermen dos… duermen tres. Y como ya era curioso y comenzaba a recopilar datos, de Vení conmigo, la penúltima película del maestro Luis Saslavsky en la que compartía cartel con Susana Giménez, Alberto Martín y Víctor Laplace.


En 1980 vino su gran éxito, un auténtico fenómeno de la época: Rosa… de lejos. Una mucamita (Leonor Benedetto) a la que el patrón (Pablo Alarcón) le había hecho un hijo (Gustavo Luppi) con la ayuda de un maestro (Juan Carlos Dual) salía del analfabetismo y llegaba, secundada por su leal amiga (Betiana Blum), a convertirse primero en modista de barrio y luego en una Cocó Chanel local de rodete con delantera engominada. Fue tal el éxito que hasta hicieron una película del mismo nombre, una especie de resumen de la historia que ya atesorábamos en la memoria. Iba al mediodía, a eso de la una, para ser más preciso, no olvido esos detalles porque yo siempre almorzaba con Rosa… de lejos. En esos tiempos enrarecidos de dictadura gris y cruel, Rosa… de lejos nos devolvía un poquito de la humanidad que aunque no quisiéramos se nos escapaba. No en vano dejábamos de ser cuadras, barrios para ser casas aisladas que desconfiábamos de todos los demás. Y si para entonces Dual no nos caía simpático, después de su maestro Esteban era como de la familia.


Lo seguí viendo en la tele y en alguna que otra película. Se enamoró de Diana Maggi y se convirtieron en pareja. Y como les gustaba mucho el teatro, me los solía cruzar en joles, viendo todo tipo de obras, no solo las comerciales. Él se había formado en el teatro independiente y no dejaba de amarlo.


En los noventa lo vi en el escenario un par de veces, una en el San Martín haciendo Lulú, la obra de Wedekind junto a Mía Maestro, antes de ella se instalara en Los Ángeles. Después, junto a Nati Mistral en Hello, Dolly!, y como la Mistral no estaba avasalladora, él pudo lucirse con el personaje de Horace Vandelgerder (normalmente las Dollys se tragan al galán, siempre y cuando no se sea Walter Matthau, que no en vano se ganó este comentario de Barbra Streisand: “Walter creía que la película se llamaba Hello, Walter!”).


Después nos saludábamos de lejos cuando iba a ver a China Zorrilla en El camino a La Meca, una obra para un verano que, por la magia de su historia, el talento de sus tres actores (la tercera en cuestión era Telma Biral), y el milagro del teatro se convirtió en un suceso de varias temporadas.


Casualmente o no tanto (porque veo teatro tupido) vi su última actuación. Fue en el verano del 2009 en el Maipo. La obra era Cash, escrita y dirigida por José María Muscari. Desparramaba elegancia y seguridad, lo que no era de extrañar en un actor nato, con dominio de la escena, ubicuo como pocos, que se dejaba dirigir lo que acrecentaba su versatilidad. Saltaba del teatro y la televisión populares al teatro de texto culto o cultivado con la espontaneidad de quien tiene talento de verdad. Era como el sueño de un director de casting hecho realidad. Sabía brillar en los protagónicos y pulir su rincón, sin pisar canteros ajenos, en los secundarios. Nada más ni nada menos que un irrepetible, bah.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Grande como la China



Una vez, en uno de sus eternos almuerzos, Mirtha Legrand puso en duda ante las mismísimas narices de China de que fuera cierto que conociera a y tuviera anécdotas con tanta gente importante como Dustin Hoffman. China sonrió y no le contestó nada. Por el opuesto, doy fe de que la duda de la Sra. Legrand es infundada. China se tomó la molestia hasta de conocerme a mí, que soy prácticamente nadie.


Fue a través de una obra que yo había escrito. La escuché quejarse en un reportaje televisivo de que los autores teatrales no concebían papeles para señoras mayores. Y como yo tenía una obra con un personaje de edad avanzada, se lo acerqué. Puse en un sobre una copia de la obra y la dejé en la boletería del que ahora se llama Multiteatro y que por entonces, creo, era todavía el teatro Blanca Podestá. China representaba con Soledad Silveyra, Eva y Victoria. Pensé que el boletero adivinaría mi condición de nadie y tiraría el sobre a la basura. Pero a los días, China llamó a mi casa paterna, habló con mi hermana, dejó su número y pidió que yo la llamara en cuanto pudiera. Cuando me comuniqué con ella, me dijo que la obra le había gustado mucho y que quería hacerla. Claro, antes tenía que bajar Eva y Victoria de cartel y como eso podría tomar tiempo, mientras tanto quería leer todo lo que había escrito, que le fuera mandando las obras de a una, y que fuera de atrás para adelante, que le enviara primero la última obra que había escrito, y que en último término le enviara la primera. Eso hice. A cada obra le adjuntaba una larga carta, ella, salvo para Navidad, no me escribía, pero me llamaba por teléfono (para entonces yo tenía teléfono en el departamento que vivía, en aquellos tiempos casi nadie tenía celular). Eva y Victoria tardó un par de años más en bajar de cartel. Un día me llamó para decirme que antes que mi obra, haría por el verano, solo por el verano,  Camino a La Meca. Explotó el éxito de Camino a La Meca, que duró como cinco años y ya no hicimos mi obra. Para mí fue una gran desilusión, aliviada por algo que quizá fue mejor: nos hicimos amigos.


La expresión parar el tráfico se asocia a mujeres despampanantes, China no lo era, pero podía parar el tráfico más que Marilyn. Una vez vino a Berisso a hacer La Meca, caminábamos juntos hasta el teatro, un camión frenó de golpe y casi provoca un choque en cadena, el camionero descubrió quién era y quería gritarle su “Yo hago puchero, ella hace puchero”, que era el saludo en código que le tributaban a menudo. Los que venía detrás del camión, se aprestaron a putear, pero al ver qué era lo que había provocado el parate, gritaron ¡China, China!, y se alegraron más que si hubieran visto al mismísimo Maradona.


Tener una conversación de corrido con ella en un café era imposible. Éramos interrumpidos constantemente por gente que se acercaba a saludarla, a pedirle un autógrafo, a sacarse fotos con ella (por entonces, los celulares con cámara no estaban todavía al alcance de todos, aunque ya eran populares).


A veces me citaba en un café porteño, donde el mozo invariablemente le pedía un autógrafo dedicado a alguien de su familia. Un día me dijo: “Este hombre o tiene una familia muy grande o los vende”. Yo, interesado, la instaba a que se los diera, ya que el mozo jamás nos cobraba la segunda vuelta de tés o cafés.


También nos encontrábamos de casualidad en algún teatro. Era la emperatriz sin corona de los teatros de la calle Corrientes. Entraba a cualquiera de ellos, dieran lo que dieran, como Pancho por su casa. En general, los actores entran invitados a ver los espectáculos, pero antes deben pasar por boletería a acreditarse para que les den una ubicación. Ella no se tomaba la molestia de hacer el trámite. Encaraba al control con un Buenas noches y se metía en la sala. Los acomodadores le hallaban siempre un lugar privilegiado, y si no había butaca disponible porque estaban todas vendidas, alguien siempre le daba el asiento y veía la obra, parado atrás, o sentado en el pasillo al lado de ella. Era la única persona en el mundo a quien dejaban entrar con su mascota y nadie protestaba. Flor, era una perrita de lo más educadita, dormía en su falda durante la función y no ladraba.


Se había ganado tanto el afecto de la gente que ostentaba algunos récords. Como tardar menos de una hora en renovar el pasaporte. Entró, sacó número, una empleada la reconoció, se salteó los números y la hizo pasar. ¿Y nadie protestó?, le pregunté. No, me dijo, los que estaban antes y después de mí, me decían encantados: Siga, siga, cada vez que asomábamos la cabeza al hall central entre oficina y oficina.


Éstas son solo algunas de las cosas que en medio de esta tristeza recuerdo.


China, ¿te acordás de la canción de La novicia rebelde “Nada viene de la nada”? ¿Te acordás de la parte que dice “En algún momento de mi juventud o niñez, algo bueno debo haber hecho”? Bueno, ¿sabés qué?, yo también en algún momento debo haber hecho algo bien, porque la vida me premió y me permitió conocerte. Gracias. Y lo lamento, aunque quieras, nunca te podrás ir porque estás en nosotros.

Gustavo Monteros

(Y como siempre, te doy un beso brujo)

jueves, 20 de junio de 2013

Todo del amor me produce envidia



Para su suerte, gloria y beneplácito, en esto, no como en tantas otras cosas, no estoy solo: amo a Soledad Silveyra. Desde siempre. Estuvo en la primera obra de teatro profesional que vi (antes había visto a actores catamarqueños de radioteatro representar la versión teatral de un radioteatro anterior): Víctor o los niños en el poder de Roger Vitrac. Dirigía Renan y aparte de Silveyra estaban Ana María Picchio, Víctor Laplace y otros actores ya retirados. Era una obra del absurdo. Ella y la Picchio hacían de nenas de una familia acomodada y en un momento se les pedía que hicieran una gracia y uno esperaba que tocaran el piano o recitaran un poema, pero no, agarraban unas maracas y arremetían con el bolero aquel de si la mujer que al amor no se asoma, etc. Una delicia. Para mi cumpleaños 14 o 15 pedí permiso para que me dejaran ir solo a Buenos Aires al teatro. Me lo concedieron y en un domingo me armé un doble programa y vi primero Sabor a miel de Shelagh Delaney con ella, la gran Elsa Berenguer, Alterio, Jorge Mayor y Hugo Arana, dirigía Renan otra vez y el programa de mano tenía un hermosísimo dibujo de Renata Schussheim. La segunda obra que vi esa noche fue la Yerma lorquiana dirigida por Víctor García con Nuria Spert, of course, pero ésa es otra historia. Como se ve, en mi historia de espectador teatral, la chica marcó dos hitos. Entre Víctor y Sabor a miel, como todo el mundo o medio país que tuviera televisor la vi en Rolando Rivas, taxista. Iba los martes a las 22 y literalmente no había nadie en las calles. Al año siguiente no pudo o no quiso estar en la segunda parte, en la que la enamorada fue Nora Cárpena, pero reaparecería en otro Migré: Pobre diabla, en la que me enamoré, como todo el mundo, nada original lo mío, de una tal China Zorrilla. (Con China llegaría a tener una relación epistolar-telefónica-de café, bueno, más bien de té, pero ésa también es otra historia). A Solita después la vi en casi todo lo que hizo, fuera teatro, cine o televisión. Para no apabullar con datos y recuerdos, citaré las dos obras que me hicieron tenerle un respeto eterno: La malasangre de Griselda Gambaro y Perdidos en Yonkers de Neil Simon. En esta última obra que dirigía la Zorrilla, había un momento en que pedía que la abrazaran y era tal la sensibilidad y desprotección que le daba a su personaje, una joven medio retrasada, que me hizo soltar el moco, lo cual en teatro es muy incómodo para los hombres, no hay tanta oscuridad como en el cine. Fue un momento glorioso y me emociona cada vez que lo recuerdo. En teatro Solita se planteó todos los desafíos que pudo y buscó ser dirigida por los directores más innovadores. Ahora, por ejemplo, viene de ser dirigida por Javier Daulte, está en una producción comercial de una obra de Woody Allen que dirige Luis Romero y estrena Nada del amor me produce envidia bajo el mando de Alejandro Tantanián. Esta obra de Santiago Loza, también cineasta, ya conoce una versión anterior muy aplaudida con María Merlino en el protagónico y dirección de Diego Lerman. Me muero de ganas de verla, va sólo los lunes en el Maipo. Transcribo a Télam: “La obra cuenta la historia de una costurera que debe decidir a quién le da su vestido, si a Libertad Lamarque o a Eva Perón”, sintetizó Silveyra entre bambalinas, a minutos del estreno. Que vaya nada más que los lunes me complica la vida porque tengo clases en la nocturna. Bueno, siempre se puede faltar. Pero son clases con adultos, se cierra el cuatrimestre y si falto, perderán la oportunidad de redondear o concretar la eximición, con un  poco de suerte, recién podré ir el lunes 8 de julio, que gracias a Dios es también feriado. Vi una escenita por ahí y sé que me va a gustar. Después les cuento. Y titulo este post como lo titulo porque me da bronca no estar enamorado. Amo, que es distinto, reconfortante, sí, pero más trabajoso y paciente. Estar enamorado es, no sé, sentir nueva la piel, cantar porque hay nubes, esas cosas. Ustedes me entienden. Ah y no se trata solamente de estar enamorado de alguien, se puede estar enamorado de un trabajo, una idea, una música, un cuadro, una mascota y un largo etcétera. Ay, es tan hermoso (¡y breve!) estar enamorado que lo extraño.