En
la segunda mitad del siglo XX, Shakespeare, en particular, y la Ópera
también, experimentaron, con estoicismo
o éxito, adaptaciones, actualizaciones, trasposiciones temporo-espaciales. ¿Por
qué hacer transcurrir las obras de Shakespeare en el siglo XVI (o cuando sea
que transcurran originalmente) cuando podemos trasladarlas a cualquiera de los
siglos que vinieron después? ¿Por qué Romeo
y Julieta deben siempre amarse en Verona cuando pueden hacerlo en Jamaica,
Los Ángeles o la India? ¿Por qué arrinconar siempre a la Norma de Bellini entre druidas y romanos cuando podemos hacerla
sufrir con gusto en la Italia fascista con coros que comen pizzas? No vean
crítica en lo que antecede, ni por un instante crean que me he vuelto (¡Dios no
lo permita!) tradicionalista o conservador, no, (Vive la liberté!) sólo
menciono ejemplos.
Entre
los tantos tiempos y lugares a los que fue a parar Shakespeare figura nada más
ni nada menos que el Far West o sea el viejo y querido Lejano Oeste.
Esto
viene a cuento porque en un foro privado en el que los adscriptos nos
intercambiamos películas, alguien sube King
of Texas (de Uli Edel, 2002) que no es sino una versión vaquera de Rey Lear protagonizada por el grande entre
los grandes, Patrick Stewart, acompañado por Marcia Gay Harden, Lauren Holly y
Julie Cox como las hijas (las dos primeras, como corresponde, muy ambiciosas y
la última, dulce y cariñosa) y por Colm Meaney, Patrick Bergin y Steven Bauer
como sus consortes o pretendientes, David Alan Grier como el bufón, y por el recordado
Roy Scheider, Matt Letscher y Liam Waite en la subtrama paralela del otro padre
y sus hijos, malo y bueno respectivamente. Más allá de simplificaciones
inevitables (la obra dura unas tres horas y monedas, y la película, un telefilm
en realidad, una hora y media), precisiones innecesarias (se insiste demasiado
en las batallas de El Álamo y de San Jacinto) y atenuación del espíritu trágico
(lógicamente grandioso en un escenario y con razón amenguado para la intimidad
de la cámara), la cosa funciona bien. Sobre todo por el compromiso y la
sapiencia de Sir Patrick. El rey, en este caso un terrateniente, a cambio de un
halago a su vanidad, sigue dividiendo sus comarcas con consecuencias
desastrosas; tarde se dará cuenta de su estupidez, sufrirá una locura
temporaria y la razón le volverá para ser consciente por última vez de su
gigantesco error. En resumen, una versión válida de este triste cuento de
padres miopes que no saben distinguir los hijos nobles de los otros que lo son
poco o nada.
Un
par de días después, en el citado foro, alguien escribe: “Tengo algo mejor” y
sube Johnny Hamlet. ¡Una versión de Hamlet en spaghetti western! Es de 1968,
se llamó originalmente Quella sporca
storia nel west y la dirigió uno de los directores favoritos de Quentin Tarantino:
Enzo G. Castellari, el de los Inglorious
Bastards (Quel maledetto treno
blindato, 1978) originales que él homenajeó. Aquí la cosa está un poco
cambiada, y bueno, en el Oeste en el que por cualquier pavada humea el
revólver, Hamlet no puede andar dudando mucho. De todos modos, con buena
voluntad, el argumento se reconoce, aunque no es lo importante. Lo que cuenta
es el liberador y libertario delirio con el que se acomete la tragedia del
“noble príncipe”. Entre sus muchas virtudes (confieso que faltarle el respeto a
Hamlet es uno de mis deportes
favoritos) deliré con los nombres: Hamlet pasó a ser Johnny Hamilton (obsérvese
la sutileza del símil), Horace siguió siendo Horacio, Claudius pasó a ser
Claude a secas, Gertrude es ahora Gertry (¡qué tierno!), Polonius es Polonio
(como se lo conoce también en español) y aquí es ¡el sheriff!, Ophelia es
Ofelia “as usual”, pero no tan “comme d'habitude”, no se suicida sino que ¡la
mata Claudio acusándolo a Hamlet, perdón, a Johnny (Hamilton, of course!),
Rosencrantz y Guildenstern son ahora Ross y Guild ¡dos pistoleros sanguinarios al
servicio de Claudio! Y como estamos en un western, el incidental sepulturero de
Shakespeare pasa a tener un rol fundamental. Un tal Andrea Giordana (rebautizado
Chip Corman para el público anglosajón) es Johnny Hamlet, perdón, Hamilton, un
buenmocito de ojos verdes (en el spaghetti western casi nadie tiene ojos
oscuros), este señor sigue en carrera hasta hoy y parece que aprendió a actuar
porque interpretó después personajes que se le dan generalmente a los buenos
actores, como Herodes en una historia de la Virgen María y el conde Rostov de La guerra y la paz dovstoievskiena. La
curiosidad es que el rol de Horacio es cubierto por Luis Antonio Dámaso de
Alonso, “Amigo” de sobrenombre, o sea bigotín de oro Gilbert Roland, hombre de
múltiples carreras, pasó de extra a Ídolo de Matinée en el cine mudo, fue Latin
Lover en las comedias parlantes de los años treinta, después bandido mexicano
en películas B, buen actor de reparto en películas súper A, e hizo su canto del
cisne en Cinecittà. Murió sin poder cumplir su sueño de interpretar a Salvador
Dalí en una biopic, no lo lamentó demasiado, fue un hombre tan viril como
feliz. Ah, en esta versión Hamlet queda vivo y se va con Horacio, cualquier
parecido con Casablanca es pura
coincidencia.
¡Y pensar que hace algunos años yo me creí muy
vivo escribiendo una continuación de la tragedia shakesperiana en clave de
comedia de acción que llamé Hamlet 2!
(Una vez más derrotado por la poesía).
(Perdón por la autoreferencialidad, yo también tengo mi pasado, qué joder).
Mis dos mejores recuerdos de trabajar con vos (o de subirme a un escenario, en general), en la distancia, son Hamletcito y Melissandra. Todavía recuerdo la escena de alcoba con mi Amada Reina, la mujer que al amor no se asoma... Otra que Pillow Talk!
ResponderEliminarMe gustaría tanto leer tus propios recuerdos sobre eso, perdón por el atrevimiento!