Me tomé el día libre
en el kiosco de las traducciones, no fuera cosa que entrara una en la mitad del
evento. De todos modos nada los detiene si se trata de joder. Cuando volví de
pasear a su majestad Perrito, llegó la actualización de una con la que trabajé
el fin de semana, por suerte se trataba de corregir un par de palabras. Lo hice,
la mandé, me abrigué un poco, algo de lo
que después me arrepentí y salí. El día pintaba gris y a la madrugada había
llovido. Por raras asociaciones que ya no me cuestionó, resolví que era un día
ideal para escuchar la Obertura 1812 de Tchaikovski, la seleccioné en el
telefonito, me puse los auriculares y apreté inicio. Caminé hasta la plaza
Olazábal de donde se saldría. En 8 y 39 me quité los auriculares y apagué el
celular. Me dirigí al centro de la plaza, sobre 7. Eran como las 10 y 10. Me encontré
con un colega, lo que fue providencial, ya que la marcha tardó en arrancar. Es un
excelente profesor de historia, didáctico y con mucho humor, así que su charla
es amena e iluminadora. Avezado en política y con opiniones bien fundadas,
llenó unas cuantas lagunas, que en mí siempre corren el riesgo de convertirse
en océanos, sobre procesos políticos y movimientos históricos más o menos
recientes. Le comenté que me sorprendía que la huelga se hubiera endurecido y
extendido tanto tiempo, me contestó que no le pasaba lo mismo, que se venía
venir, que la paritaria del año pasado se había cerrado en desventaja para
nosotros y que este año pretendían hacer lo mismo, y al ver que no se podía, la
impericia de la administración actual, en vez de flexibilizar el tema, lo había
empujado a un punto muerto, que no dejaba más remedio que un paro por tiempo
indeterminado. Seguíamos en la vereda, a nuestro alrededor circulaba cada vez
más gente y las columnas que ocupaban la calle se engrosaban. Al rato cayó un
conocido suyo que enriqueció y coloreó más la conversación, tampoco le faltaba
humor, virtud que siempre aprecio. No digo que la charla hiciera que el tiempo
volara, pero al menos lograba que fluyera. Cerca de las 12 la marcha comenzó. El
colega dijo que en vez de sumarse a los que se agrupaban en columnas, prefería
acompañar la marcha por la vereda (su conocido momentos antes se había reunido
con amigos de una agrupación), propuse acompañarlo y aceptó. Nunca había hecho
eso, a las otras marchas que asistí, busqué conocidos y caminé con ellos. Participar
adelantándote por el costado te permite verla en toda su magnificencia, y ésta
se mostraba pulposa, generosa. Mientras esperábamos en la plaza Olazábal, supe
que sería multitudinaria, no porque me empujara cada vez más gente, sino porque
veía caras que no asistirían a una manifestación contra la pena de muerte
incluso si las primeras víctimas fueran ellos mismos. La vanguardia no
comenzaba en la plaza sino casi un par de cuadras antes. Toda marcha tiene su
logística y liturgia, y ésta, como se sabía, poderosa, elegía desplegarse en
todo su esplendor. Nos adelantamos un
par de cuadras y llegamos a Plaza Italia para esperarla (en realidad huíamos de
las voces chillonas, muy amplificadas, de las maestras de ceremonia, locomotoras
imparables que encabezaban la caminata). En mitad de la plaza Italia, nos
encontramos con otra colega recientemente jubilada. Conversamos entre los tres
mientras el bullicio lo permitía, después dejé que charlaran entre ellos
prácticamente a los gritos y me puse a disfrutar de lo que veía. No tengo
cabeza de cineasta, no me atrevo, constriñó mi imaginación a los límites de un
escenario teatral, pero juro que esta vez ansiaba tener una cámara para captar
la soberbia belleza que se desplegaba. La vanguardia llegaba ya a 7 y 45, la
retaguardia estaba lejos y el río de gente llenaba la avenida que ciñe la
redondez de la plaza. Desde donde estaba, la panorámica era perfecta, la mitad
de un círculo pletórico de personas bullentes, vocingleras, henchidas. Nada hay
más hermoso que tener razón, y celebrarlo encima, defendíamos el baluarte irrenunciable,
la más radiante de todas nuestras joyas: la educación pública. Mis colegas me
sacaron del ensueño y sugirieron que siguiéramos andando. Caminamos,
acompañando primero la marcha, superándola después para detenernos a esperarla en
Plaza San Martín. Estábamos sobre 7, frente al viejo bar El Parlamento. De algunos
balcones, unas señoras saludaban blandiendo banderas y otras tiraban papelitos.
Por perrero y pulgoso, me detuve en un detalle que sin duda quedaría en el
montaje final de mi película: los perros callejeros del centro, a los que esquivan
siempre los apurados transeúntes, aprovechaban la falta de autos y la marea
humana para refregarse y robar un poco de afecto a los manifestantes, no le
labraban a los bombos y redoblantes, los tomaban como la música que acompañaría
siempre el recuerdo del día en que hicieron acopio de caricias para compensar
un poco el desamparo cotidiano. Las majestuosas y variopintas columnas
comenzaron a llenar la plaza. Vendrían los discursos, los aplausos, el himno,
fin de fiesta. Una marcha, aunque sea de protesta, siempre tiene alma de
festejo. Y sí, separados nos pisamos las tristezas, mancomunados nos hermanamos
en el fervor, que nos dure, que nunca nos falten las ganas de seguir, de
insistir.
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