miércoles, 19 de marzo de 2014

Marcha


Me tomé el día libre en el kiosco de las traducciones, no fuera cosa que entrara una en la mitad del evento. De todos modos nada los detiene si se trata de joder. Cuando volví de pasear a su majestad Perrito, llegó la actualización de una con la que trabajé el fin de semana, por suerte se trataba de corregir un par de palabras. Lo hice, la mandé,  me abrigué un poco, algo de lo que después me arrepentí y salí. El día pintaba gris y a la madrugada había llovido. Por raras asociaciones que ya no me cuestionó, resolví que era un día ideal para escuchar la Obertura 1812 de Tchaikovski, la seleccioné en el telefonito, me puse los auriculares y apreté inicio. Caminé hasta la plaza Olazábal de donde se saldría. En 8 y 39 me quité los auriculares y apagué el celular. Me dirigí al centro de la plaza, sobre 7. Eran como las 10 y 10. Me encontré con un colega, lo que fue providencial, ya que la marcha tardó en arrancar. Es un excelente profesor de historia, didáctico y con mucho humor, así que su charla es amena e iluminadora. Avezado en política y con opiniones bien fundadas, llenó unas cuantas lagunas, que en mí siempre corren el riesgo de convertirse en océanos, sobre procesos políticos y movimientos históricos más o menos recientes. Le comenté que me sorprendía que la huelga se hubiera endurecido y extendido tanto tiempo, me contestó que no le pasaba lo mismo, que se venía venir, que la paritaria del año pasado se había cerrado en desventaja para nosotros y que este año pretendían hacer lo mismo, y al ver que no se podía, la impericia de la administración actual, en vez de flexibilizar el tema, lo había empujado a un punto muerto, que no dejaba más remedio que un paro por tiempo indeterminado. Seguíamos en la vereda, a nuestro alrededor circulaba cada vez más gente y las columnas que ocupaban la calle se engrosaban. Al rato cayó un conocido suyo que enriqueció y coloreó más la conversación, tampoco le faltaba humor, virtud que siempre aprecio. No digo que la charla hiciera que el tiempo volara, pero al menos lograba que fluyera. Cerca de las 12 la marcha comenzó. El colega dijo que en vez de sumarse a los que se agrupaban en columnas, prefería acompañar la marcha por la vereda (su conocido momentos antes se había reunido con amigos de una agrupación), propuse acompañarlo y aceptó. Nunca había hecho eso, a las otras marchas que asistí, busqué conocidos y caminé con ellos. Participar adelantándote por el costado te permite verla en toda su magnificencia, y ésta se mostraba pulposa, generosa. Mientras esperábamos en la plaza Olazábal, supe que sería multitudinaria, no porque me empujara cada vez más gente, sino porque veía caras que no asistirían a una manifestación contra la pena de muerte incluso si las primeras víctimas fueran ellos mismos. La vanguardia no comenzaba en la plaza sino casi un par de cuadras antes. Toda marcha tiene su logística y liturgia, y ésta, como se sabía, poderosa, elegía desplegarse en todo su esplendor.  Nos adelantamos un par de cuadras y llegamos a Plaza Italia para esperarla (en realidad huíamos de las voces chillonas, muy amplificadas, de las maestras de ceremonia, locomotoras imparables que encabezaban la caminata). En mitad de la plaza Italia, nos encontramos con otra colega recientemente jubilada. Conversamos entre los tres mientras el bullicio lo permitía, después dejé que charlaran entre ellos prácticamente a los gritos y me puse a disfrutar de lo que veía. No tengo cabeza de cineasta, no me atrevo, constriñó mi imaginación a los límites de un escenario teatral, pero juro que esta vez ansiaba tener una cámara para captar la soberbia belleza que se desplegaba. La vanguardia llegaba ya a 7 y 45, la retaguardia estaba lejos y el río de gente llenaba la avenida que ciñe la redondez de la plaza. Desde donde estaba, la panorámica era perfecta, la mitad de un círculo pletórico de personas bullentes, vocingleras, henchidas. Nada hay más hermoso que tener razón, y celebrarlo encima, defendíamos el baluarte irrenunciable, la más radiante de todas nuestras joyas: la educación pública. Mis colegas me sacaron del ensueño y sugirieron que siguiéramos andando. Caminamos, acompañando primero la marcha, superándola después para detenernos a esperarla en Plaza San Martín. Estábamos sobre 7, frente al viejo bar El Parlamento. De algunos balcones, unas señoras saludaban blandiendo banderas y otras tiraban papelitos. Por perrero y pulgoso, me detuve en un detalle que sin duda quedaría en el montaje final de mi película: los perros callejeros del centro, a los que esquivan siempre los apurados transeúntes, aprovechaban la falta de autos y la marea humana para refregarse y robar un poco de afecto a los manifestantes, no le labraban a los bombos y redoblantes, los tomaban como la música que acompañaría siempre el recuerdo del día en que hicieron acopio de caricias para compensar un poco el desamparo cotidiano. Las majestuosas y variopintas columnas comenzaron a llenar la plaza. Vendrían los discursos, los aplausos, el himno, fin de fiesta. Una marcha, aunque sea de protesta, siempre tiene alma de festejo. Y sí, separados nos pisamos las tristezas, mancomunados nos hermanamos en el fervor, que nos dure, que nunca nos falten las ganas de seguir, de insistir. 

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