Hay películas que despiertan nuestra
admiración y respeto. Digamos, Cuando
huye el día de Bergman, Rashomon
de Kurosawa, Muerte en Venecia de
Visconti o El ciudadano de Welles.
Películas con algún grado de complejidad que incentivaron nuestra autoestima porque
pudimos llegar a abarcarlas en su magnificencia. Pero hay otras, buenas como
las anteriormente mencionadas, aunque quizá no tan excelsas, a las que amamos
sin retaceos, porque sí o porque llegaron a nuestra vida en el momento justo.
En mi caso, no sé, sí, La novicia rebelde
de Wise, Casablanca de Curtiz, El magnífico de De Brocca, Billy Elliot de Daldry o Matilda de De Vito.
Matilda cayó como
una bendición. Con mamá la vimos en estreno en el Cine 8. Por entonces nos
acabábamos de enterar que papá ya estaba sableado por la enfermedad que se lo
llevaría. No nos resignábamos, procurábamos no ser egoístas y no mostrar
nuestro dolor, ya demasiado tenía papá con hacer las paces con la vida (o con
la muerte, que en una enfermedad terminal son casi lo mismo) como para encima
tener que consolarnos. Ser fuertes nos salía pésimo (al menos en un principio).
La certeza de la muerte tiñe todo de tristeza, desde las milanesas con papas
fritas, hasta las cabriolas de Gene Kelly con sol o bajo la lluvia e incluso
los mambos de Pérez Prado. Era muy difícil olvidar que su vida ya no sería
ilimitada, que el destino le había puesto fecha de vencimiento. Poco sabíamos entonces
que sería un proceso lento y largo, con internaciones varias de las que saldría
fortalecido, con períodos de bienestar tan deslumbrantes como engañosos que
derivaban en recaídas amargas que se multiplicaron hasta llegar a la última, la
definitiva (que me pescó de madrugada, después de verlo morir, sin alcohol ni
tranquilizantes como si él hubiera querido que enfrentara su ausencia a golpes
de coraje, como cuando me sacó las rueditas a la bicicleta). Aunque allá, en el
principio, sólo sabíamos que, costara lo que costara, debíamos mostrarnos bien
o normales (sea eso lo que fuera) para ayudarlo. Recurríamos entonces a lo que
siempre nos había puesto bien, a los libros, el cine, la música, la tele, los
chismes. Cada vez que mamá venía al centro a comprar los medicamentos, coordinaba
con ella para que viéramos una película. Después, en algún momento, mi Amigo Sabio
se dio cuenta de que a mamá le hacía mal comprar remedios que no remediaban
nada, que sólo paliaban y la liberó de la obligación ofreciéndose a comprarlos
él. No se lo agradecimos, como con tantas otras cosas. Cuando se lo dije,
sonrió y me contestó: No importa, soy un psicópata bueno. Aunque no entendí el
chiste, me reí, su humor es a veces oscuro. Pero una noche de insomnio lo
entendí y me reí con ganas, con tantas que me dormí. No sólo llorar mucho te
apaga el insomnio. Pero, bueno, por entonces mamá compraba los medicamentos y
yo la invitaba al cine. Viéramos lo que viéramos no nos entreteníamos, nuestras
cabezas no se apartaban de la idea que nos obsesionaba, mierda, papá moriría.
Pero insistíamos, porque a veces de tanto imitar la vida finalmente se vive. Y
entonces llegó Matilda.
La disfrutamos de principio a fin, nos
atrapó, nos sedujo, en la hora y 38 minutos que dura, la vida volvió a ser como
antes, fluida, libre y despreocupada. A la salida, claro, la tristeza volvió,
pero ya no se enseñoreaba tanto. A un buen recuerdo nada lo empaña. Volví a ver
Matilda no sé cuántas veces y me deja
siempre un buen sabor, a torta de chocolate, como la que come el gordito cuando
triunfa sobre la cruel directora.
No
sólo para mí Matilda es un hito. En
estos meses me crucé con un par de consecuencias de Matilda. Las fotos de una reunión del elenco 16 años después de
filmarla, por suerte todos siguen bien y prosperando. Emociona ver a los chicos
crecidos, reconocer en los rasgos actuales los gestos y las actitudes que
fijamos por la película. Y la segunda fue en la entrega de los premios Tony. Matilda es ahora una comedia musical,
concebida en Londres y traspasada triunfalmente a Broadway. El número que
adjunto abajo es un compendio de momentos culminantes del musical. El
desarrollo de la comedia es sin duda más descansado para todos los niños. Lo
aclaro porque ninguna obra es así de intensa todo el tiempo. Y si este fuera el
primer caso, entonces habría que demandar a la compañía productora por
explotación infantil.
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