Mi vida como Burt Lancaster
de Joe Queenan, publicado en The Guardian, el
viernes 1 de febrero de 2008
(la traducción es mía)
Cuando era un chico impresionable, Joe Queenan
vio La celda olvidada (Birdman of Alcatraz) y tomó una decisión que cambiaría
su destino: su vida sería un homenaje a la estrella
Como la mayoría de las personas, tengo un
alter ego colorido. Quiero decir con esto que tengo acceso a una segunda
personalidad a la que recurro de tanto en tanto: cuando estoy aburrido, cuando
me hallo en una situación en la que mi personalidad actual no está a la altura
de la tarea asignada, o simplemente cuando tengo que matar el tiempo. Es un
hábito, aunque algunos lo llamarían un defecto de la personalidad, que
desarrollé cuando era un chico pequeño y frágil y mi papá me pegaba y yo
fantaseaba con convertirme en un hombre grande y fuerte. Entre los modelos a
imitar que probé figuraban Carlomagno, John Wayne, Cassius Clay y Keith
Richards.
Por un motivo u otro, los hallé deficientes.
Carlomagno estuvo bien durante el breve período en que tuve debilidad por los
franceses, hasta que descubrí que los francos eran en realidad alemanes. Me
gustó la idea de fingir que era Cassius Clay hasta que descubrí que Cassius era
el nombre de uno de los conspiradores que mataron a Julio César, un hombre al
que admiré sin desear personificarlo (era pelado). Descarté pronto a Keith
Richards porque no esperé que sobreviviera a Brian Jones. Que lo hiciera y que
todavía esté muy vivo es uno de las grandes misterios de la medicina. Aunque
Keith jamás habría sido un candidato ideal para el trabajo, porque en ningún
momento de su vida fue un hombre grande y fuerte.
Un día cuando tenía 11 años, vi a Burt Lancaster en el film de John Frankenheimer de 1962 La celda olvidada (Birdman of Alcatraz). Desde ese momento supe que Lancaster era mi hombre. En La celda olvidada, Lancaster interpreta un asesino antisocial y quisquilloso que cumple sentencia de por vida en la famosa cárcel de Alcatraz y que en sus muchas horas libres se convierte en un ornitólogo experto. El mensaje del film era que sin importar lo horribles que fueran los crímenes que pudieras haber cometido, la redención era posible, siempre y cuando desarrollaras un hobby que valiera la pena. Por entonces, debido a algunas transgresiones sociales de prepúber (robos, desprecio por la autoridad, fantasías de tirar a mi padre bajo un camión), no creí que llegara a ser un buen ciudadano, por lo tanto el protagonista de La celda olvidada me parecía el perfecto alter ego.
Desde ese momento no me podían apartar de los
tordos, estorninos y urracas que convertían a nuestro barrio desangelado en un
Edén aviario, y cada vez que visitaba la casa de mi tía Marge, el loro Pedrito
y yo éramos compañeros inseparables. Pero no era el Burt Lancaster de La celda
olvidada el que me había transfigurado. Era el propio Lancaster. Con sus rasgos
recios, su físico digno de Praxíteles, sus ojos penetrantes, su voz estentórea,
y por sobre todo, su manera belicosa y resuelta de apretar los dientes que se
convirtió en su marca de fábrica. Lancaster fue una de las estrellas más
veneradas de mi infancia. Fue uno de esos
tipos duros y carismáticos que caminaban por la calle un día, tomaban
unas pocas clases de actuación y en poco tiempo tenían a la nación entera a sus
pies. Lancaster, como Cary Grant y Jimmy Stewart, era un actor con el que el
público se enamoraba de inmediato (en su caso con el film de 1946, Los asesinos/The
killers) y que no dejaba de amarlo hasta el día que moría. Como Stewart, aunque
más particularmente como Grant, Burt Lancaster era un actor único, tan
brillantemente original que nunca podrá ser reemplazado. En esto, era un poco
como Carlomagno.
El público amaba de Burt Lancaster porque
parecía auténtico. Por haber sido un chico de las calles de Nueva York que
había trabajado en un circo antes de entrar en el cine, Lancaster era
completamente creíble como trapecista, pistolero, sheriff, general, maquinista
de trenes u ornitólogo psicopático, de un modo en que muchos otros actores no
lo eran. Hasta donde era posible, hacía sus propias escenas de riego con
verdadera eficacia.
Es por eso que aún después de que mi fase de La
celda olvidada terminase, continué imitándolo. Como JJ Hunsecker, el cronista de
sociales innecesariamente cruel de La mentira maldita (The sweet smell of
success), me convertí en un periodista gratuitamente cruel. Mi veneno
descontrolado e inmotivado se parece tanto al del periodista que hizo Lancaster
que algunas personas creyeron que fui el autor de la columna firmada por JJ Hunsecker
para la revista Spy. (No fui yo; la columna comenzó a aparecer antes de que
conociera a nadie en Spy, y la escribió uno de los fundadores con
colaboraciones de otra gente).
JJ Hunsecker no fue mi única inspiración. Como
el predicador fanático y lisonjero que Burt interpretó en Elmer Gantry, defendí
causas en las que no creo, ensalcé valores que no comparto, sólo porque me
pagaban. Por la interpretación del moribundo aristócrata siciliano que procura
aceptar la nueva política italiana que Burt hizo en El gatopardo (Il
gattopardo) (1963) de Luchino Visconti, fui a aprender el idioma de Garibaldi
en una escuela que se llamaba Parliamo Italiano. Fue la inolvidable
interpretación de un ejecutivo menopáusico que hizo Burt en El nadador (The
swimmer) la que me motivó a mudarme a Westchester, donde transcurre el film. Y
fue la temeraria interpretación de Burt como Wyatt Earp en Duelo de titanes (Gunfight
at the OK Corral) -especialmente su dulce aunque enigmática amistad con el
tuberculoso y dipsómano dentista convertido en pistolero Doc Holiday (Kirk
Douglas)- la que me decidió a nunca
ponerme en peligro a no ser que esté acompañado cuando menos por un borracho
jovial.
Cuando digo que Burt Lancaster es mi alter
ego, no soy tímido o remilgado como lo sería si diera que Keanu Reeves o Jason
Statham lo son. A lo largo de mi vida, procuré emular a Lancaster, tan seguido,
con tanto entusiasmo y tanta verosimilitud como me fue posible, a veces reproduciendo
famosas escenas de sus películas. Como JJ Hunsecker, a menudo se me ve usando
anteojos que no necesito, utilería que incorporo sólo porque me hace ver más
injurioso. Las veces que estuve con una mujer en una playa, procuré abrazarla
de la manera apasionada con la que Burt besa a Deborah Kerr en la inolvidable
escena de De aquí a la eternidad (From here to eternity). Nunca salió bien, en
especial con mujeres a las que no había sido presentado. Y resultó peor con mi
mujer, en especial en esas ocasiones en las que ella no era la mujer de la
playa.
Y lo que es más llamativo, realizar mis
propias investigaciones se convirtió en un fetiche. Rechazo la ayuda de los
verificadores de datos de cara fresca cuyos servicios me ofrecen las revistas
para las que trabajo. Lo hago porque quiero ser como Burt Lancaster cuando
camina en la cuerda floja de Trapecio (Trapeze). Cuando el público lee un libro
o un artículo firmado por mí, quiero que entre en la relación fugaz que se
produce con la convicción de cada palabra que lee es mía. Como Burt, pero no
como muchos otros despreciables periodistas que conozco, hago mis propias
escenas de riesgo.
Una de las cosas más admirables de Burt
Lancaster es que encontró un modo elegante de salir del primer plano cuando
comprendió que su poder de convocatoria declinaba. Al contrario de tantos
ídolos de matinée viejos, fantasmas corpulentos a los que se le pasó la hora y que
permanecen eternamente interpretando roles para los que están muy viejos,
enamorando a co estrellas glamorosas lo suficientemente jóvenes como para ser
sus nietas, Lancaster cuando llegó a los 50 decidió aceptar papeles menores,
aparecer en films menos deslumbrantes y hasta hacer más films en el extranjero.
Algunos de sus mejores trabajos se pueden ver en El reto de Valdez (Valdez is
coming), donde interpreta a un sheriff mexicano poco comunicativo aunque
incansable que usa un sombrero desvergonzadamente pasado de moda; o en Un tipo
genial (Local hero), donde fue un excéntrico magnate del petróleo; o en Atlantic
City en la que interpretó a un seductor envejecido en plena cuesta abajo; o en Novecento,
donde hacía de un caballero italiano viejo atrapado en un film extranjero
incomprensible, algo así como El último tango en Toscana.
Todas estas películas tuvieron en mí una
tremenda influencia. Por culpa de El reto de Valdez, a menudo hablo un inglés
de fuerte acento para hacerme pasar por un sheriff de Puerto Vallarta. Atlantic
City me inculcó el deseo todavía insatisfecho (por obvias razones) de espiar a
mujeres hermosas que se pasan jugo de limón por los pechos. Para ser sinceros,
ni siquiera tienen que ser hermosas. Un tipo genial me impulsó a visitar el
pueblo pesquero adecuadamente escocés donde transcurre el film, y hasta telefoneé
a un amigo para decirle que llamaba desde la cabina roja que se usa como un
chiste continuo en la película. Como eran las seis de la mañana en los EEUU
cuando llamé, mi amigo no me agradeció la llamada. Menos ayudó que no hubiera
visto la película.
Ahora que estoy en la cincuentena, llegué a un
punto en mi carrera en que debo dar un paso atrás y aceptar un rol menos
dominante en el gran escenario de la vida. Más viejo, más sabio, pero de algún
modo menos estable en las piernas, ya no puedo mezclarme con los muchachos como
Burt lo hace en Veracruz, Los profesionales (The professionals), Desert fury o Apache.
Pero en cada día de mi vida, Burt está presente para mantenerme firme. El otro
día, cuando escribí algo innecesariamente cruel sobre Madonna, lo hice por La
mentira maldita. Esta mañana, cuando alimenté a una bandada de palomas que no
parecían para nada hambrientas, lo hice por La celda olvidada. Esta misma
tarde, me metí en el patio trasero de un vecino y retocé en la piscina como
Lancaster en El nadador. Por suerte, no había agua en la pileta en este momento
del año. Por último aunque no por eso menos importante, esta noche antes de
acostarme abordaré a un tipo duro que maltrate a un chico indefenso, le tomaré
el brazo y personificando a Elmer Gantry, apretaré los dientes de una manera
enérgica y cruel, y le diré: "¿Nadie te dijo que eso duele?"
Ojalá alguien se lo hubiera dicho a mi padre.
Dear, dear...
ResponderEliminarNo more words.