Cuando era chico y comencé a ver cine, Dean Martin era
como la mugre, estaba en todos lados. Estaba en esos westerns que me encantaban
como Los hijos de Katie Elder, Cuatro por Texas o Río Bravo, en los que era compañía de John Wayne o Frank Sinatra. Por
entonces daban también Texas más allá del
río, en la que curiosamente estaba con Alain Delon, que era por completo
sapo de otro pozo. Eso por Catamarca, en el cine del cura o en el de Berón.
En la casa de los abuelos paternos de La Plata,
aparecía en la televisión en las películas que había compartido con Jerry
Lewis, en las que era la cara seria, donde rebotaban los histrionismos
deliciosos del cómico de cara y voces elásticas. (Después sabría que esa
sociedad cinematográfica nació en 1949 con Mi
amiga Irma y duró hasta 1956 con Entre
la espada y pared (Hollywood or bust,
en el original), una sociedad en especial difícil para Martin por la
personalidad volátil y voluble de Lewis).
Y en los cines andaba en una de las derivaciones del
éxito de James Bond, encarnaba el agente secreto Matt Helm (el otro era James
Coburn y su agente secreto Flint) (bueno, por aquí estaban Tiburón, Delfín y
Mojarrita, pero eso es otra historia). En esos años impresionables recuerdo que,
cuando supimos de la matanza del clan Mason, me afligió sobremanera que una de
las víctimas fuera una de las chicas Helm, Sharon Tate, que no asociaba todavía
con los glorioso vampiros de Polanski.
Por las revistas que leían las mujeres de mi casa (la
internet de mi infancia) supe que había
pertenecido al Rat Pack, el clan Sinatra por estos lados, junto a Frank
Sinatra, claro, Sammy Davis Jr, Peter Lawford y Joey Bishop, clan al que se le
atribuía contactos con la mafia. Después, también, habría de enterarme que en
su niñez y adolescencia, años antes de ser otro cantante que imitaba a Bing
Crosby, alcanzar algo de éxito, y dar con Jerry Lewis y formar el dúo que
habría de ponerlos en el mapa, Dean había distribuido licor ilegal en su Ohio
natal, para después tener una breve carrera de boxeador.
Por entonces ya todos andábamos por los años setenta y
él estaba también en la versión cinematográfica del libro que todos habíamos
leído Aeropuerto. Pero para mí Dean
Martin era un dato más, su rol de hombre al que todo le resbala había triunfado
conmigo me importaba tres cominos, cuatro pepinos y un ajo. Era, pobre, apenas
un adorno extra de la escenografía, me fijaba más en quien lo acompañara, fuera
quien fuera, que en él.
En algún momento sabría que su primera película
después de las dúo con Lewis fue un rotundo fracaso, 10.000 dormitorios, y que cuando todos daban por terminada su
carrera sorprendió con trabajos dramáticos en Los dioses vencidos (The Young
Lions, Edward Dmytryk, 1958), Dios
sabe cuánto amé (Some came running,
Vincente Minnelli, 1958) y Río Bravo
(Howard Hawks, 1959) (veta dramática que volvería a exhibir en Pasiones en conflicto (Toys in the attic, George Roy Hill,
1963). Antes o después sería el galán afable de westerns y comedias.
Y antes o después, yo sabría que el personaje creado
para conducir su show en la televisión era el de un anfitrión ligeramente
borracho, achispado diríamos por aquí, de verba punzante aunque nunca hiriente.
Sabría también que su éxito como cantante habría sido tal que hasta una vez
desplazó a The Beatles del tope de ventas con su versión de Everybody loves
somebody, algo muy destacable porque había que vencer a los Beatles cuando
reinaban como Beatles.
Después vendría el ocaso profesional que él mismo
alentó alejándose paulatinamente. En el cine se despediría del protagónico con Mr Ricco, un film que se estrenaría con
respetable éxito en los cines locales y más tarde participaría, ya en canto de
cisne, en los vehículos de lucimiento para el rey de la boletería de entonces, el
ahora olvidado Burt Reynolds, Carrera de
locos (The Cannonball Run, 1981)
y Carrera de locos II (The Cannonball Run II, 1984).
Y después su epílogo, su salida de escena definitiva
por el enfisema, efecto colateral del cáncer de pulmón con el que peleaba. En los
obituarios supimos que quizá por la pérdida prematura de unos de sus siete
hijos en un accidente aéreo, y de la muerte de un asistente de toda la vida y de
otro secretario de la época del Rat Pack (las grandes estrellas dependen mucho
de estos profesionales casi anónimos, sabrá Dios cuántas buenas actuaciones se
deben a una casual palabra de aliento o de un té o whisky servidos a tiempo) en
sus últimos años se aisló (almorzaba y cenaba solo en sus restaurantes
favoritos) y en privado hizo realidad su personaje público de borrachín (que
nunca había sido tal, porque el alcohol que mostraba en escena era solo jugo de
manzana) y elevó esa debilidad a la
categoría de borracheras continuas extremas.
Y lo olvidé como a tantas cosas. Pero reaparecía una y
otra vez como cantante en muchas de las bandas de sonido de las películas que
veíamos, tanto es así que su voz está en la banda de sonido de ¡263 películas!
Y ya diestros en maestros del cine nos lo cruzaríamos
en el Minnelli que protagonizó junto a la malhadada Judy Holliday Esta rubia vale un millón (Bells are ringing, 1960) y su delicioso
Billy Wilder, Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964) junto a la
ondulante Kim Novak y al gran Ray “Mi marciano favorito” Walston.
Sus reapariciones incluyen una hilarante obsesión del
personaje de Osmar Núñez en la obra Jugadores
del catalán Pau Miró, que hicieron en la temporada pasada con Daniel Fanego, Luis
Machín y Roberto Carnaghi (reemplazado en la gira por el interior del país por
Jorge Suárez) (última etapa en la carrera de un mito, ser referencia en una
obra de teatro).
No hace mucho Scorsese amenazaba con filmar una biopic
sobre su persona, algo que todavía anda en amenaza. Ayer, 7 de junio, hubiera
cumplido 100 años. Yo por estos días lo descubro como cantante y digo que de
verdad era bueno. Como actor sigo sin descubrirlo, sigo comprando su todo-me-imorta-un-cuerno,
pero le creo a Scorsese cuando dice que si se lo toma en serio, se verifica su
talento, aunque, claro, para ello haya que contradecir el artero retrato que
Vincente Minnelli hizo de él: “Dino moriría
antes de que supieran lo mucho que le importaba todo”.
Gustavo Monteros
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