jueves, 29 de junio de 2017

Elsa Elsita Elsona


Se había muerto tan brevemente que tuve que cerciorarme si había muerto de verdad o había sido otro cuento. Hay portales de noticias que sostienen durante semanas que se suicidó el hombre que fue el bebé en Los Cazafantasmas original y ahora, sin embargo, la noticia de esta muerte pasaba por esos mismos portales con el sigilo de un roedor y la velocidad de una flecha. Y pensar que en la historia, con mayúsculas o minúsculas o hasta con faltas ortográficas, de nuestro cine es una figura ineludible, que con su rostro fijó una etapa importante de nuestra cinematografía.


No bien me enteré, repliqué la reseña de esta irreversibilidad en mi facebook, con algo así de que había muerto mi infancia, en la impresión y en el apuro a uno le sale la cursilería, pero también la verdad. No es feliz decir que su deceso mata mi infancia, porque ya lleva muerta un largo rato, aunque no es desmerecer a la verdad que al irse ella, una de sus últimas habitantes, aquel momento  se ahonda más y más en el olvido. No es que pensara mucho en ella, pero saber que vivía mantenía presente el recuerdo, apenas, pero presente, de que yo había tenido, como todos, una infancia, y que había sido como todas, deslumbrante y decepcionante.  


Es que cuando comencé a ver cine, ella estaba ahí, en las películas de la época, pero sobre todo, estaba en dos, que decían que eran buenas, es decir, yo tenía noticia de que eran buenas de antemano, de antes de verlas, pero aunque no lo hubiera sabido, hubiera comprendido que eran buenas, porque llevaban su genialidad impresa en cada secuencia, puede que no hubiera podido decir por qué eran buenas, pero hubiera porfiado en su grandeza, tan evidente era.


Una es La casa del ángel de Leopoldo Torre Nilsson, la primera colaboración con quien sería su mujer de toda la vida, la novelista Beatriz Guido, era de 1957 y estaban también Lautaro Murúa, al que al inicio y al final no podía verle la cara cuando le entregaba la taza y la cámara subjetiva lo enfocaba hasta el cuello, y Guillermo Battaglia, que hacía del papá (y qué papá) de Elsa Daniel que hacía de Ana, Castro para más datos y estaba también Bárbara Mujica que hacía de Vicenta, que me quedó, porque mirá que llamarte Vicenta. Y era sobre la pérdida de la inocencia, de forma medio trágica, que no podía ser de otro modo, en tiempos en los que el mandato social era muy hipócrita y reprimido, y el sexo era temido.


La otra era El romance del Aniceto y la Francisca, de 1967, y ella era la Francisca y Federico Luppi era el Aniceto y la tercera en discordia era María Vaner, la Lucía, que se quería quedar con el Aniceto, que no en vano el título completo de la película era Éste es el romance del Aniceto y la Francisca, de cómo quedó trunco, comenzó la tristeza y unas pocas cosas más... Y se basaba en un cuento del hermano de Fabio, Jorge Zuhair Jury. Y era tan hermosa como triste, e inolvidable.


Antes o después, estuvo en otros dos clásicos de Torre Nilsson sobre novelas de Beatriz Guido, La caída, 1959 y La mano en la trampa, 1961 (en 1956 ya había protagonizado para Torre Nilsson Graciela, pero la Guido todavía no formaba parte del paisaje y se notaba). Y filmó bajo las órdenes de otros notables, como Mario Soffici (Isla Brava, 1958), Daniel Tinayre (La cigarra no es un bicho, 1963), Enrique Carreras (Amalio Reyes, un hombre, 1970) o José Martínez Suárez (Los chantas, 1975) Estuvo casada con Rodolfo Kuhn para quien trabajó en Los inconstantes (1962) y Ufa con el sexo (1968) y con quien tuvo una hija, Roberta.


En 1968, se descubriría como una comedianta fabulosa en Psexoanálisis de Héctor Olivera. Su personaje es hilarante y cada vez que la veo no puede dejar de reírme mucho. Esa veta cómica la explotaría en dos personajes para dos etapas distintas del recurrente programa televisivo Matrimonios y algo más de Hugo Moser. Para la etapa de la década del setenta crearía La impúdica, una pacata temerosa del sexo que se derretía si su marido (Osvaldo Terranova) le decía al oído una mala palabra que nunca supimos cuál era, pero que ella imploraba con un “Dale, decime la palabrita”. En la etapa de la década del ochenta de dicho programa, integraría junto con Hugo Caprera el dúo de music-hall Los gladiolos, unos malos y mustios actores que más cómicos eran cuánto más malo y triste era lo que contaban o hacían.


Y un buen día se retiró, para dedicarse a la administración de hoteles según supimos en algún momento. Y ya no volvió, pero yo nunca la olvidé. Y no importa que la noticia de su muerte haya durado en los portales apenas un suspiro, ella es eterna, porque eternas son La casa del ángel y El romance del Aniceto y la Francisca, es como dijo el John Keats inglés, A thing of beauty is a joy forever.

Gustavo Monteros


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