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jueves, 8 de junio de 2017

Dino

Cuando era chico y comencé a ver cine, Dean Martin era como la mugre, estaba en todos lados. Estaba en esos westerns que me encantaban como Los hijos de Katie Elder, Cuatro por Texas o Río Bravo, en los que era compañía de John Wayne o Frank Sinatra. Por entonces daban también Texas más allá del río, en la que curiosamente estaba con Alain Delon, que era por completo sapo de otro pozo. Eso por Catamarca, en el cine del cura o en el de Berón.


En la casa de los abuelos paternos de La Plata, aparecía en la televisión en las películas que había compartido con Jerry Lewis, en las que era la cara seria, donde rebotaban los histrionismos deliciosos del cómico de cara y voces elásticas. (Después sabría que esa sociedad cinematográfica nació en 1949 con Mi amiga Irma y duró hasta 1956 con Entre la espada y pared (Hollywood or bust, en el original), una sociedad en especial difícil para Martin por la personalidad volátil y voluble de Lewis).


Y en los cines andaba en una de las derivaciones del éxito de James Bond, encarnaba el agente secreto Matt Helm (el otro era James Coburn y su agente secreto Flint) (bueno, por aquí estaban Tiburón, Delfín y Mojarrita, pero eso es otra historia). En esos años impresionables recuerdo que, cuando supimos de la matanza del clan Mason, me afligió sobremanera que una de las víctimas fuera una de las chicas Helm, Sharon Tate, que no asociaba todavía con los glorioso vampiros de Polanski.


Por las revistas que leían las mujeres de mi casa (la internet de mi infancia)  supe que había pertenecido al Rat Pack, el clan Sinatra por estos lados, junto a Frank Sinatra, claro, Sammy Davis Jr, Peter Lawford y Joey Bishop, clan al que se le atribuía contactos con la mafia. Después, también, habría de enterarme que en su niñez y adolescencia, años antes de ser otro cantante que imitaba a Bing Crosby, alcanzar algo de éxito, y dar con Jerry Lewis y formar el dúo que habría de ponerlos en el mapa, Dean había distribuido licor ilegal en su Ohio natal, para después tener una breve carrera de boxeador.


Por entonces ya todos andábamos por los años setenta y él estaba también en la versión cinematográfica del libro que todos habíamos leído Aeropuerto. Pero para mí Dean Martin era un dato más, su rol de hombre al que todo le resbala había triunfado conmigo me importaba tres cominos, cuatro pepinos y un ajo. Era, pobre, apenas un adorno extra de la escenografía, me fijaba más en quien lo acompañara, fuera quien fuera, que en él.


En algún momento sabría que su primera película después de las dúo con Lewis fue un rotundo fracaso, 10.000 dormitorios, y que cuando todos daban por terminada su carrera sorprendió con trabajos dramáticos en Los dioses vencidos (The Young Lions, Edward Dmytryk, 1958), Dios sabe cuánto amé (Some came running, Vincente Minnelli, 1958) y Río Bravo (Howard Hawks, 1959) (veta dramática que volvería a exhibir en Pasiones en conflicto (Toys in the attic, George Roy Hill, 1963). Antes o después sería el galán afable de westerns y comedias.


Y antes o después, yo sabría que el personaje creado para conducir su show en la televisión era el de un anfitrión ligeramente borracho, achispado diríamos por aquí, de verba punzante aunque nunca hiriente. Sabría también que su éxito como cantante habría sido tal que hasta una vez desplazó a The Beatles del tope de ventas con su versión de Everybody loves somebody, algo muy destacable porque había que vencer a los Beatles cuando reinaban como Beatles.


Después vendría el ocaso profesional que él mismo alentó alejándose paulatinamente. En el cine se despediría del protagónico con Mr Ricco, un film que se estrenaría con respetable éxito en los cines locales y más tarde participaría, ya en canto de cisne, en los vehículos de lucimiento para el rey de la boletería de entonces, el ahora olvidado Burt Reynolds, Carrera de locos (The Cannonball Run, 1981) y Carrera de locos II (The Cannonball  Run II, 1984). 


Y después su epílogo, su salida de escena definitiva por el enfisema, efecto colateral del cáncer de pulmón con el que peleaba. En los obituarios supimos que quizá por la pérdida prematura de unos de sus siete hijos en un accidente aéreo, y de la muerte de un asistente de toda la vida y de otro secretario de la época del Rat Pack (las grandes estrellas dependen mucho de estos profesionales casi anónimos, sabrá Dios cuántas buenas actuaciones se deben a una casual palabra de aliento o de un té o whisky servidos a tiempo) en sus últimos años se aisló (almorzaba y cenaba solo en sus restaurantes favoritos) y en privado hizo realidad su personaje público de borrachín (que nunca había sido tal, porque el alcohol que mostraba en escena era solo jugo de manzana) y  elevó esa debilidad a la categoría de borracheras continuas extremas.


Y lo olvidé como a tantas cosas. Pero reaparecía una y otra vez como cantante en muchas de las bandas de sonido de las películas que veíamos, tanto es así que su voz está en la banda de sonido de ¡263 películas!


Y ya diestros en maestros del cine nos lo cruzaríamos en el Minnelli que protagonizó junto a la malhadada Judy Holliday Esta rubia vale un millón (Bells are ringing, 1960) y su delicioso Billy Wilder, Bésame, tonto (Kiss me, stupid, 1964) junto a la ondulante Kim Novak y al gran Ray “Mi marciano favorito” Walston.


Sus reapariciones incluyen una hilarante obsesión del personaje de Osmar Núñez en la obra Jugadores del catalán Pau Miró, que hicieron en la temporada pasada con Daniel Fanego, Luis Machín y Roberto Carnaghi (reemplazado en la gira por el interior del país por Jorge Suárez) (última etapa en la carrera de un mito, ser referencia en una obra de teatro).


No hace mucho Scorsese amenazaba con filmar una biopic sobre su persona, algo que todavía anda en amenaza. Ayer, 7 de junio, hubiera cumplido 100 años. Yo por estos días lo descubro como cantante y digo que de verdad era bueno. Como actor sigo sin descubrirlo, sigo comprando su todo-me-imorta-un-cuerno, pero le creo a Scorsese cuando dice que si se lo toma en serio, se verifica su talento, aunque, claro, para ello haya que contradecir el artero retrato que Vincente  Minnelli hizo de él: “Dino moriría antes de que supieran lo mucho que le importaba todo”.


Gustavo Monteros

jueves, 16 de febrero de 2017

Domingo de lluvia, matiné

Domingo de lluvia. Me dan ganas de que vuelva a haber una televisión de cinco canales. La multiplicidad de opciones a veces me paraliza. Tengo ganas de ver una película, pero no de elegirla, ni de entre mi abundante colección, ni de las que habitan la plataforma de contenidos, ni de las que están catalogadas en las páginas de descarga. No, quiero que sea vieja, como esas que daban siempre en las matinés de la televisión de mi infancia. Bah, quiero volver a mi infancia, aunque más no sea en el recuerdo de una película. Quiero también que esté doblada (salvo en las viejas que alguna vez vi de chico, odio el doblaje), que sea buena y que me guste. Voy al you tube y hago uso del par de atajos que me sé para llegar a las películas completas. Cuando estoy por perderme en la neurosis de qué o cuál, me digo, elegí una rápido o salí. Debe ser por eso que extraño la tele de mi infancia, con tan pocas opciones, uno veía lo que ponían así fuera una con Palito Ortega, que ya hubiéramos visto doscientas veces, y que terminábamos por disfrutar, e incluso a veces también descubríamos alguna maravilla que jamás se nos hubiera ocurrido ver, porque las de tal o cuál género no nos interesaban.


Me quedo entre El valle de la venganza, western con Burt Lancaster o Boda Real con Fred Astaire, curiosamente, ambas de 1951. Opto por Boda Real, que hace siglos que no veo completa, reveo sus números más emblemáticos a menudo, pero no toda la película.


Sí, Boda Real es la película en la que Fred Astaire desafía la gravedad y baila por las paredes y el techo, y también es esa en la que tiene a un perchero de compañero de baile. Es la segunda película que dirigió Stanley Donen y la primera para la que Alan Jay Lerner escribiría las letras y guión. La música es de Burton Lane.


(Stanley Donen había debutado en 1949 codirigiendo con Gene Kelly, On the town, maravilla con música de Leonard Bernstein,  y letras y libro de Adolph Green y Betty Comden, y era sobre las aventuras de tres marineros, Gene Kelly, Frank Sinatra y Jules Munshin, en su único día de licencia en Nueva York)


Alan Jay Lerner es uno de los padres del musical, tanto en cine como en teatro. En el mismo año de esta película, 1951, escribiría el guión, que ganaría el Óscar, de una peliculita que se llamó An American in Paris (por aquí, primero Sinfonía en París y después en los reestrenos, obvio, Un americano en París), una cosita de nada que dirigió un tal Vincente Minnelli para gloria de Gene Kelly, Leslie Caron, Oscar Levant, Georges Guétary y Nina Foch). Esto en cine, claro, y en 1956, en teatro, junto a Frederick Loewe en la música, escribiría letras y texto de un musical llamado My fair lady, que llegaría al cine en 1964. Y antes, también para el cine, en 1958, otra vez con Frederick Loewe, escribiría letras y guión de otra insignificancia dirigida por Vincente Minnelli, que se llamó Gigi, y por la que andaban Leslie Caron, Louis Jourdan, Maurice Chevalier, Hermione Gingold y Eva Gabor. Y para no apabullar con tantos datos, dejo de lado Brigadoon, Camelot, Paint your wagon/La leyenda de la ciudad sin nombre y El principito, todas junto a Frederick Loewe.


(Eso sí, Alan Jay Lerner volvería a trabajar con el músico Burton Lane en On a clear day you can see forever/En un día claro se ve hasta siempre que llegaría al cine dirigida por Vincente Minnelli con Barbra Streisand, Yves Montand y en una escenita, un chico que empezaba, un tal Jack Nicholson)


Pero volvamos a Royal Wedding, revitaliza un tema que estaba muy en boga por aquellos días: la boda real de Elizabeth II con el Príncipe Felipe de Edinburgo, ocurrida en el 47. Tom (Fred Astaire) y Ellen Bowen (Jane Powell) son dos hermanos que triunfan en Broadway. Nótese el guiño hacia la vida y carrera del propio Fred, su primera pareja, con la que triunfó en Nueva York y Londres, niños primero y jovencitos después, fue su hermana Adele, quien abandonaría el baile para casarse con un noble, cosa que también hará Ellen al final de la película.


Después de un fabuloso número inicial, ah, nótese que en todas las películas de Astaire, algo válido también en todas las películas de Gene Kelly, estas podían ir de obras maestras a bodrios certificados, parando en todas las estaciones intermedias, pero absolutamente todos, sin excepción, los números musicales no bajan de la excelencia.


Bueno, retomo, después del número inicial, Fred va a su camarín, donde lo espera su vestidor, y se hace evidente que esta comedia cumplirá con el precepto ineludible de las comedias clásicas, que las actuales olvidan con frecuencia: no tendrá personajes al divino botón, todos aportarán un color y sumarán sus características al desarrollo de los conflictos y la trama.


El vestidor introducirá el tema de la boda. Aparecerá el representante, Irving Klinger (el gran Keenan Wynn) que más tarde tendrá un hermano gemelo, Edgar Klinger, el mismo Wynn, of course, también representante pero en Londres, lo que le permitirá al guión y al actor jugar con acentos y modismos de habla de ambos lados del Atlántico. El contraste yanqui-inglés es un tópico muy usado en el humor, sin ir más lejos recuérdese Un yanqui en la corte del rey Arturo de Mark Twain o El fantasma de Canterville de Oscar Wilde). Irving les dirá a Ellen y Tom que los quieren en Londres.


Como estamos en una comedia, se pueden permitir que Ellen sea una coqueta a la que le gustan mucho los hombres, tanto que anda con dos o tres a la vez. Algo que no es visto como promiscuidad, sino como libertad e independencia. La levedad de la comedia permite superar las trabas morales o religiosas y abrazar el progresismo. Nótese que estamos en 1951, inicio de una de las décadas más rígidas en restricciones morales y por lo tanto sexuales (tema central de dos películas de Todd Haynes: Lejos del Paraiso, 2002 y Carol, 2015).


Durante el viaje en transatlántico, Ellen conocerá a la horma de su zapato, Lord John Brindale (Peter Lawford), otro conquistador serial, con el que, como ya dijimos, se casará al final. En el barco habrá dos números sensacionales, el del perchero que ya mencionamos, y otro de Astaire y Powell en una función de gala procurando sobrellevar su baile en un mar picado que les inclina el piso para un lado y otro, sencillamente desopilante.


En Londres, Tom, o sea Astaire, conocerá a Anne (Sarah Churchill) quien se convertirá en su nueva pareja de baile y de vida, previo superar temores al compromiso y otras modernidades. Cerca del final habrá metraje de la boda de Elizabeth, algo que aumentaba el atractivo de la película, recuérdese que la televisión no era universal por entonces, y que esas cosas solo se veían en los noticieros que precedían la proyección de las películas.


Las canciones de Alan Jay Lerner y Burton Lane son muy bellas y ocurrentes, en lo personal disfruto mucho I left my hat in Haiti. Y si bien Powell canta solo dos canciones, placenteras y melodiosas, me costó esta vez soportarla, porque no recordaba que era una soprano, y no estaba en vena para esa tesitura, mi culpa, no de la pobre Jane.


Ah, por entonces Fred tenía 52 años, había nacido en 1899. Se retiraría de los musicales en 1957 con Silk Stocking / Medias de seda / La bella de Moscú, participaría, claro en películas no musicales como actor a secas, lo haría tan bien que obtendría varias nominaciones para premios, volvería al musical en 1968 en la primera gran producción para un estudio importante que dirigiría Francis Ford Coppola, pero esa es una historia de la que hablaremos en otro momento.


Terminada la película, me tomé un café, contento y satisfecho. La lluvia persistía tiñendo todo de gris, menos a mi ánimo que refulgía de tecnicolor.


Gustavo Monteros