Cuando volví, había un mail que decía: ¿Fuiste a misa? Sonreí
y contesté que sí. Era de un amigo con el que había ido la vez anterior que
vino y si bien había disfrutado del espectáculo, la había admirado y se había
emocionado, sintió que había un fervor, que calificó de religioso, y del que
permanecía ajeno. Dijo que era como participar del rito de un culto al que no
adhería. Fue entonces que comenzó a llamarlo “misa”. La misa era el recital de
Liza Minnelli. Esta vez fui con mi sobrina. Estábamos sentados atrás, en los
lugares apenas más caros que los más baratos. Pero estábamos frente al
escenario y veíamos bien. Cinco minutos después de la hora fijada para el
inicio, comenzó. Y se cumplió la ley del gallinero, no la de la vida (aquí
nadie caga a nadie), si no la del teatro: los de las entradas más baratas
rugieron de felicidad aunque en eso se les fuera el último aliento. Florencia,
como todos los que la ven por primera vez, se conmocionó. Se topaba con la
leyenda. Después de todo, la mujer del escenario es grande no sólo por talento
sino por prosapia. Es la hija de Judy Garland y Vincent Minnelli, sus padrinos
de bautismo fueron Kay Thompson e Ira Gershwin, a sus cumpleaños iban Humphrey
Bogart, Gregory Peck y más estrellas de esa talla, Fred Astaire y Gene Kelly
corregían los errores de sus instructores de danza, cuando comenzó a cantar Cy
Coleman tocaba el piano para que ella practicara escalas. En fin, si el viejo Hollywood fuera una familia real,
ella es la última princesa. Florencia, por edad, quizá no pueda medir la
magnitud de esos datos, pero no era ajena a que se cruzaba con un mito
viviente, y cuando atacó “Maybe this time” no pudo más, la emoción la embargó y
recurrió al pañuelo, la mujer del
escenario le comunicaba a pleno la esperanza maldita de la canción. La mujer
del escenario ya no es lo que era, ¿quién lo es? Primero los excesos de droga,
alcohol y cigarrillos, después las enfermedades insólitas y las carencias
afectivas se llevaron su parte. Ella, que fue una de las mejores bailarinas del
cine (a las pruebas me remito: Stepping out) apenas si puede moverse. Ella, la
del vozarrón potente, ahora se encomienda a los santos para alcanzar un
sostenido decente. Y sin embargo, nada de eso importa. La vida no le pudo
quitar el histrionismo, la magia de actuar, el don de ser la dueña del
escenario. Es la oficiante privilegiada del rito que se remonta a los
principios de los tiempos. Contará las historias humanas, dramática, cómica,
patéticamente. Y si la voz no alcanza, si el cuerpo la traiciona, las contará
con las tripas, pero las contará, porque para eso ha nacido, ése es su destino.
“Es” en el escenario y eso le celebramos y nos celebramos. Mi amigo me llamó al
día siguiente y me preguntó en qué momento había largado el moco. Cerca del
final, le confesé, cuando empezó "New York, New York" y agregué: Se me cruzó la
foto de Robert De Niro, disminuido, viejo, bah, sentado encorvado, aprendiendo
sus líneas y me acordé de él, de ella, de mí, hace años, cuando éramos jóvenes.
Entonces es eso, me dijo, me quedo fuera del rito porque no le agrego “memoria
emotiva”. Me reí y después de la puesta al día de las cotidianeidades, corté. Pero
que quedé pensando. No sé si es eso, o solo la alegría y la emoción de que nos
recuerden que seguimos vivos, con el mismo asombro del principio.
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