Mañana de martes. El reloj marca que son sólo las nueve. Me
falta todavía media hora para que el timbre me libere de esta clase. Intento
terminar con la descripción de una casa bote, es la introducción para que los
alumnos escriban una descripción de sus propios cuartos usando there is/ there
are (hay) y I have (tengo) más algunas preposiciones de lugar. Llevamos una
hora y media de clase ininterrumpida y cunde la dispersión. Cosa rara, los
chicos están atentos, pero en la hilera de bancos que están contra las ventanas,
en los dos primeros, cuatro chicas se entretienen y se ponen a conversar
animadamente. Les llamo la atención con un afectuoso “Chicas, por favor”,
después de todo no tienen la culpa de que años atrás, a un genio, al que habría
que juzgar por atentar contra la salud pública, se le ocurrió que tenemos que
tener clases de dos horas reloj sin interrupción. Las chicas se callan un
segundo y después siguen como si nada. M. T., que es un seductor nato, intentando hacerse notar por estas cuatro chicas que
no se rinden del todo a sus encantos, pone su mejor
sonrisa, las mira y dice: “No le llevan el apunte, porque usted les dice chicas
pero en realidad son chicos”. Sé que tengo que decir algo de impecable
corrección política, pero estoy cansado, mal dormido, no se me ocurre nada y me
sale un sintético y ambiguo: “Bueno eso por suerte hoy ya no importa”. “Claro”,
dice M.T., “son personas”. Por deformación cinematográfica, su respuesta me
suena a Ingmar Bergman y pregunto “¿Cómo?”. M.T., con convicción y naturalidad
me desburra: “No importa el sexo, la elección o la identificación sexual o qué
familia conformen, el concepto persona está por sobre todo”. Me muero de ganas
de preguntarle quién lo educa así, elijo que no y para no desnudar la emoción,
sonrío, asiento y sigo con la casa bote.
M. T. tiene quince o dieciséis años, cuando yo tenía tiene
quince o dieciséis años, había dinosaurios antediluvianos que sostenían, como
en la Edad Media, que el único modelo de vida y de familia posible era el
dictado por la Iglesia Católica. Me conformo pensando que si él puede pensar
así hoy, nosotros, los del medio, algo bueno debemos haber hecho.
Conclusión: Nunca pierdas la fe en la humanidad por más
desesperado que estés. Siempre hay un inesperado M.T. que te salva el día.
Fue otro capítulo de Zen
al paso.
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