miércoles, 20 de junio de 2012

Vivir para cantar



Son las tres y veinte y tengo una decisión que tomar. A las tres y media resuelvo que sí. Aunque tenga 200 cosas que hacer, bueno, 200 no, cerca de 20 sí, tales como, de mayor urgencia a menor importancia, corregir y armar exámenes, terminar una traducción, hacer compras, limpiar el baño, lavar ropa, pasar el escobillón por el techo porque las arañas se empeñan en que el living sea el de un cuento de Poe, someterme a un pediluvio y cortarme las uñas de los pies y otras cosas que no me vienen a la memoria y que uno deja para hacer en un feriado. Al diablo con todo. Hago primar el espíritu, apago la computadora, le cambio el agua a Perrito, lleno su plato, me abrigo y salgo. Soledad me espera en Plaza Moreno.

En la diagonal me uno al arroyo de gente con igual destino. Unos siete años atrás, la vez anterior que la vi en Plaza Moreno, éramos un río caudaloso. Hoy somos un arroyo cantarín. Cosas del escenario, la popularidad fluctúa. Vamos alegres y tranquilos, conocedores de que nuestras expectativas serán satisfechas. Asistiremos al recital de una gran cantante, de una intérprete única. Querido lector, si eres como algunos de mis amigos, y te quedaste con la primera impresión, cuando Soledad irrumpió en nuestras vidas, y crees que sigue siendo una chica de fuerza dinámica y voz salvaje cercana al grito, te recomiendo que salgas del tupper y corrijas impresión tan equivocada. La chica creció y se convirtió en una de nuestras más grandes artistas. La voz continúa potente, pero ahora es clara, bella y contundente, tiene más matices que un atardecer, y la interpretación es reveladora, sutil y no perdió nada de la arrolladora fuerza inicial. No en vano bromeo y digo que es la única cantante que puede hacer café concert con las masas. Perdido en la multitud y en la lontananza, te hace sentir que estás a un par de pasos y que te canta, te habla y te hace chistes sólo a vos. Puede que no te guste el género que hace o que su personalidad te sea esquiva, pero es innegable que la chica tiene más virtudes que la penicilina. A menos, claro, que seas un necio a ultranza…

No bien llego a la plaza, me felicito por no haber traído a Perrito, hay perros con y sin dueño. Frente a otros especímenes de su raza, Perrito es bipolar. Pasa del valor temerario al temor paralizante. Como en todo evento público en la plaza, se mezclan los olores del choripan y las hamburguesas del carrito con los de las garrapiñadas, el algodón dulce y las manzanas acarameladas. En el escenario, un locutor procura despertar calor y crear expectativa ante lo que vendrá. De fondo, los éxitos cuarteteros de Rodrigo. La tarde es templada, brilla el sol y no hay nubes que se ciernan. A las cuatro y cuarto, suben los músicos y la magia se despliega. En el inicio, sólo hay un tercio de la plaza llena, pero a medida que transcurre el show, viene más gente y terminará con la plaza casi de bote a bote. Se cumple el rito de todo recital libre y gratuito al aire libre, la gente irá y vendrá, cundirá por momentos la dispersión y salvo los fervorosos que se apelotonan junto al escenario, los demás se comportarán como convidados más que partícipes. No importa, tarde o temprano, Soledad nos tendrá a todos en un puño y habrá un fervor unánime. Sigue siendo la celebrante de una fiesta regocijante en la que todos bailan y revolean algo, pero la madurez la hace incluir canciones en las que se cuela cierta sabiduría y un dejo de melancolía. No es casualidad que sean las compuestas por ella. Sí, a su catálogo de virtudes, le suma ahora la composición.
A las seis nos suelta y caigo a la tierra. Salvo los exámenes y la traducción, el resto quedará sin hacerse. La telaraña que luce desafiante por haber sobrevivido un día más no impedirá que me encoja de hombros con una sonrisa. Que cuelgue feliz y se amontone lo no hecho. No todos los días se tiene la oportunidad de dialogar con una artista de verdad.

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