Hombre pequeñito, hombre pequeñito,
Suelta a tu canario que quiere volar...
Yo soy el canario, hombre pequeñito,
déjame saltar.
Estuve en tu jaula, hombre pequeñito,
hombre pequeñito que jaula me das.
Digo pequeñito porque no me entiendes,
ni me entenderás.
Tampoco te entiendo, pero mientras tanto
ábreme la jaula que quiero escapar;
hombre pequeñito, te amé media hora,
no me pidas más.
La película se iba a llamar The Cassandra Crossing y era un poco de trenes como Asesinato en el Expreso de Oriente, un
poco de catástrofes como Infierno en la
torre, filmes que tenían mucho éxito por entonces. Era de esas películas
que se les decía globales porque estaban coproducidas por varios países, con
artistas de varias nacionalidades. Y en esta, dirigida por el florentino,
George Pan Cosmatos, salvo en las escenas grupales, la acción progresaría de a
pares o tríos, como en los decorados de las telenovelas, en las que tal ámbito
abriga solo a tales o cuales personajes, por un lado estaban los protagonistas,
Sophia Loren y Richard Harris, que eran un médico famoso y una escritora que se
divorciaban para volver a casarse, Burt Lancaster, como el coronel que haría
poco y nada para evitar el desenlace nefasto, asistido por un soldadito que era
John Phillip Law, que yo tendía a confundir con Terence Stamp e Ingrid Thulin,
como una experta infectóloga, que ayudaría al coronel Lancaster y le sugeriría
que haga lo que él no haría, Alida Valli tras unos enormes anteojos, casi
desconocida, arrastraba una niña, y había también pasajeros sueltos como Lee
Strasberg, un carterista que había sobrevivido a los campos de exterminio
nazis, u O. J. Simpson como un oficial norteamericano de incógnito disfrazado
de cura, o al guarda que era Lionel Stander, de oscuro vozarrón, que unos pocos
años más tarde se haría popular como el mayordomo de Los Hart, esa serie con Robert Wagner y Stephanie Powers. Y como
una ricachona caprichosa y muy sexuada, casada con un armamentista muy ocupado
y ausente, lo que la obligaba a estar siempre acompañada por su gigoló, ellos.
Ava Gardner y Martin Sheen, o sea la gran dama y el joven gigoló.
Ella, claro, era una estrella de toda la vida. Él la venía
remando en los repartos, la había pegado con Malas tierras junto a Sissy Spacek, se había hecho notar en el multiestelar
elenco masculino de Trampa 22, y venía de ser el galán de Linda Blair en Dulce prisionera, que era para
televisión, pero que acá se dio en cines. Le faltaban dos o tres años para Apocalypse Now, que fue la que lo hizo
histórico, estábamos en el 76, y el Apocalipsis, al menos para él fue en el 79.
No sé si se conocían de antes, de alguna fiesta, de
alguna gala, de alguna entrega de premios. Ella tenía 54 años, él, 32. Ella con
su forma característica de hablar declaró: El verdadero motivo por el que estoy
en esta película es el dinero, cariño, y no se hable más. Después de todo no se
necesitaba ser muy suspicaz para darse cuenta de que el proyecto era una
vehículo de lucimiento para la Loren, que no por nada, la coproducía su eterno
marido, don Carlo Ponti. A él le servía estar entre figurones de tanto renombre, aunque fueran estrellas del
ayer. A ella ya no le importaba mucho nada, su carrera hacía rato que
declinaba, algún que otro buen proyecto como El juez de la horca, que había hecho en el 72 con sus amigos John
Huston y Paul Newman reverdecía sus laureles, mientras que éxitos resonantes como
Terremoto en el 74 la sacaban un rato
del olvido.
Los interiores de Pánico
en el puente, que así se llamó por estos pagos, se rodarían en Roma, en
Cinecittá para ser más precisos y los exteriores en Basel, Suiza. Él estaba
casado, ¿quién no?, diría ella, con la mujer con la que permanecería casado
hasta hoy, hombre constante, relación estable, qué suerte. Quizá fue después de
una cena o de un almuerzo, la cuestión es que decidieron repetir en camarines
lo que hacían en escena, y eso que eran veteranos, aunque él era joven, había
empezado de muy chico, a los 16, y ella, bueno, ya se sabe, los dos eran muy
experimentados en este mundo del espectáculo para saber que las sábanas y los telones
no se mezclan, pero también, bueno, lo que pasa en locación muere en locación,
no se dice, no se recuerda, es tan circunstancial como pasar letra u olvidarla,
algo del momento. Pero ella no era mujer para hombres de una sola noche, aunque
un par de sus películas sugirieran lo contrario. En La condesa descalza y en La
noche de la iguana, las ellas que encarnaba no repetían compañeros de
alborozo, despierta, muchacho, tu noche acabó, hasta la vista y buena suerte.
Quizá él no podía concebir que ella, el animal más hermoso del mundo, fuera suya
solo una noche. Quizá a ella le gustaba estar enamorada, ¿a quién no?, bueno,
quizá a ella le gustara más. Quizá a él le gustaba amarla. La cosa es que una
noche siguió a la otra, y el romance fue relación. Y en público había siempre alguien
en el medio, un asistente, un peluquero, un chofer, que no había que dar que
hablar, que él estaba casado y con hijos que eran chicos todavía, quien sería
conocido como Charlie Sheen andaba por los 11, Emilio Estevez por los 14, Renée
Estevez por los 9 y Ramón Estevez por los 13. Por ellos, o para evitarse
problemas o hasta que surgieran los planes de futuro, el amor debía ser secreto
o al menos negable.
La película terminó y fue un éxito en todas partes
menos en los Estados Unidos, qué importa, estas son cuestiones de productores y
boleterías, lo que importa es que ella volvió a Londres, desde el 68 ya no
vivía en Madrid, en la casa vecina de la Puerta de Hierro peronista, y él a Los
Ángeles a continuar criando a sus pichones de actores. Unos días, que al rato
había que ir a Toronto, donde filmaría La
niña del caserón solitario con Jodie Foster, que por entonces era niña y la
del título. Pero él si tenía dos días de pausa en el rodaje, inventaba una
excusa y no se iba a Los Ángeles sino a Londres a visitarla, y ella lo
compartía con sus perros. Y él se volvía feliz, pero una mañana ella despertó y
se dijo, no está bien que dure tanto, y lo llamó y le dijo, no vengas la
próxima, y él dijo que no pero sí, y fue The end.
Después ella se fue Nueva York a filmar una de terror,
Centinela de los malditos e hizo que
lo olvidó, pero se ponía enigmática cada vez que se lo mencionaban. Cuando vio
el Apocalipsis que era ahora, lo llamó para felicitarlo, pero colgó cuando él
se puso más personal, ya está, ya pasó, le dijo antes de colgar, fue amor de
locación, no fue tu primero ni será tu último. Y se perdieron en sus cosas.
Ella en su soledad, él en sus hijos, en sus proyectos. Pero el amor, por
pequeño y breve que sea no se olvida, que no todos los amores son gigantes y
largos, y ella, en las noches de insomnio, apaciguadas por dos o tres tragos de
más, se acordaba de él y sonreía, y él, cortando el pasto en algún atardecer se
acordaba de haber conocido bíblicamente al animal más hermoso del mundo y de
puro orgullo se le despuntaba una sonrisa. Los grandes amores se recuerdan con
lágrimas, reproches o fulgores, los pequeños con una sonrisa, no sé cuáles son
más lindos.
Gustavo Monteros
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