Ya
está, se acabó, no hay vuelta atrás, es un hecho, ya no es temor ni amenaza, mañana,
mañana habrá que ponerse el perfume de docente, mezcla de tiza, tinta, frustración,
condena, alegría perdida y esperanza trunca, tomar la carpeta de exámenes y
salir a tomarlos o al menos representar la comedia que evaluamos, aprobamos o
aplazamos los mínimos, casi nulos, saberes de los alumnos, si es que se
presentan, los que aparezcan casi ya habrán aprobado, por el mérito de haberse
acordado de la fecha, de la hora, de que esto es inglés y no histogeografía o
matemáticas o ruso, porque no hay que ser estrictos, que estén, bien mirado, es
un gesto de respeto que merece alguna recompensa. Pero todo eso es mañana, hoy
es hoy, y aunque llegue, el mañana, todavía no llega, todavía soy libre, dueño
de mi tiempo, amo de mi espacio, un dios menor casi, si el mañana no fuera tan
pautado, tan previsible, tan prepotente.
Suspiro
y decido ver una película. Es eso o leer un policial o pegarse un tiro, pero
revolver no tengo y alguien me quiere, Perrito también, así que me pongo a
atravesar mi colección de películas para ver que veo. Opto por La hora final, buen título en español
para On the beach (En la playa), 1959, de Stanley Kramer
basada en la novela de Nevil Shute. Creo no haberla visto, aunque cualquier
cosa con Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire y Anthony Perkins tiene un
sabor a déjà vu de tan familiares que me son. Seguro vi la versión del 2000 que
hizo Hallmark con Armand Assante, Rachel Ward, Bryan Brown y Grant Bowler, de
esa sí me acuerdo, una miniserie, tres capítulos de hora y cambio cada uno, y
demás está decir en refulgentes colores. Ésta, la de Kramer, dura dos horas y
monedas y es en blanco y negro. La elección simbólica ideal para este momento,
porque es de un mundo que se acaba… como el mío.
Transcurre
en Australia, a fines de los cincuenta, ha habido una guerra nuclear en el
hemisferio norte, no queda nadie, ni un ciego fumador alla Carriego, y los
australianos hacen como que tienen vida mientras esperan que los vientos les
traigan la radiación y los acabe a ellos también. Hay un submarino yanqui
comandado por Gregory quien baja a tierra mientras aprovisionan la nave antes
de partir a una nueva misión de reconocimiento al pedo, porque ya se sabe que
no queda ni el loro, pero la esperanza es lo último que se pierde, ¿no? ¿O sí?
En tierra conoce a Ava, que como en su vida real, tiene un pasado y le da al
trago tupido. Pero a nadie le importa porque la humanidad tiene fecha de
vencimiento y el qué dirán anda más laxo. Bueno, la cuestión es que la impura y
beoda Ava intenta enamorar a Gregory, sin éxito, porque está casado y con hijos
y aunque los desgraciados hace rato que son cenizas y no fatigas, para él es
como que están vivos, como defensa, supongo, para no morirse de angustia. Ava,
desesperada, en algún momento le propone que haga de cuenta que ella es la
esposa, mala idea si las hay, porque ya se sabe que Gregory, en galán recto, es
más digno que la dignidad misma. Gregory se va en la misión al pedo, llegan tripulación
y submarino hasta San Francisco y sí, no queda ni el loro. Y vuelve, a Ava, que
no es la esposa, pero es la vida que queda, y si la vida que queda es Ava, te
sacaste la lotería y hasta el correctísimo Gregory se percata de semejante
maravilla. Ella corre a sus brazos, se besan y ahí, sin aviso, se vino un
intercambio de líneas felices. Arrancó con una de doble sentido, él le dice: “¿Todavía
está en pie la invitación a desparramar fertilizante?” Claro, ella tiene unos
campos, pero él la dice con picardía como si implicara otra cosa. Ava se
sorprende y le pregunta: “¿Te podés quedar unas semanas?” Gregory le contesta: “Si
tenés lugar para mí, claro”. A lo que Ava le dice rápida: “Si no lo tuviera
hasta una casa te construiría”. Y me emocioné por lo repentino de la réplica o
por la ternura que encerraba. El final, como se sabe desde un principio, es
cantado. No hay milagros de última hora, la radiación llega y todos morirán.
Ava lo hará sola, porque Gregory en la tradición de los héroes yanquis irá a morir
con sus hombres en el submarino, porque los tripulantes votaron regresar a casa
y agonizar allí.
Abro el correo. Con
los dedos cruzados, no quiero otra traducción con otra fecha de entrega
imposible. San Cayetano se apiada de mí, hay solo un anuncio de una que llegará
recién mañana. Aliviado, agradezco a los cielos y me pongo a buscar qué ver a
continuación entre otras películas que ya debí haber visto y todavía no. Opto
por Plan B, 2009, de Marco Berger,
film muy comentado en su momento. Bruno (Manuel Vignau) quiere recuperar a su
ex novia, Laura (Mercedes Quinteros), con quien se sigue acostando pero que no
quiere volver a relacionarse con él. Se entera de que el nuevo novio de Laura,
Pablo (Lucas Ferraro) alguna vez experimentó con hombres y decide entonces
pasar al plan b o sea conquistarlo. Aprovecha que van al mismo gimnasio y
entabla amistad con él. Un planteo muy Marivaux o muy Liz Taylor en Salvaje y peligrosa (X, Y and Zee, 1972 de Brian G. Hutton) en
la que recuperaba a Michael Caine acostándose con la nueva pareja de éste, la siempre
hermosa Susannah York. La cuestión es que la cosa entre Bruno y Pablo se va
espesando de a poco. La tensión sexual
no resuelta está muy bien manejada, tanto que llega un momento en que uno
quiere agarrarlos del cogote y gritarles: ¡Basta de histeriqueo!, ¿cuántas
seguridades y corroboraciones quieren para dar el gran paso? Porque si bien
todo es nuevo para ellos (ya nos enteramos que Pablo en realidad no experimentó
con hombres, era un cuento para hacerse el superado), no se anda jugando con
bisexualidades o intentos de conquista si no se la mira con simpatía, como se
dice en la calle. Finalmente, Bruno decide hablar. Están en un pasillo con una
mini tapia que da privacidad visual pero no auditiva ya que se oyen las
conversaciones de los vecinos, porque el departamento de Pablo está en una
terraza laberíntica estilo conventillo. Pablo va y viene por el dichoso pasillo
donde dan la pieza, la cocina, el baño, con Bruno, anclado y con cara de rato
culminante. Pablo se detiene y le pregunta: “¿Te pasa algo? ¿Estás bien?”
Entonces Bruno le entrega un regalo que le trajo, Pablo ve que dentro de la
bolsa de plástico hay una caja envuelta, Bruno le pide que la abra después, y con
el público al borde de la desesperación, le dice: “Che, no sé qué me pasa,
(pausa) eh (pausa), te quiero, boludo, (pausa) para mí solo te quiero”. Pablo
no sabe qué hacer, pero el público está feliz porque al menos vamos a pasar a
otro tipo de histeriqueo, más directo al menos. Aquí la felicidad de la línea
está en la segunda parte, en aquello de “para mí solo te quiero” con la que ya
no hay confusión ni regreso. El final será feliz, aunque antes habrá unas
cuantas vueltas más, porque estos personajes son más vuelteros que círculo para
hipnotizar.
Pocas cosas hay
irrepetibles en esta vida, las declaraciones de amor son una de ellas. Pueden
ser torpes, parcas o brillantes, pueden llegar a buen puerto o estrellarse
contra un muro frío, pero son tan liberadoras como las compuertas de un dique.
Y en una ficción, si están bien actuadas, son siempre bellas, hasta pueden
alentar una tarde en que una de las opciones metafóricas, de tanta tristeza,
era el tanguero tiro del final.